Ambrosía ©

By ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
📌 AMAZON
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Capítulo 23

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By ValeriaDuval

UNA FOTO
(Una foto)

.

Irene Ahmed soltó una risilla y se acercó a su cuñada, Gabriella, para susurrarle al oído:

—Creo que todos están más atentos a lo guapo que es, que en su proyecto.

Gabriella, sin dejar de grabar a Angelo en el escenario de la enorme sala, le respondió:

—Naturalmente, ¿ya viste a los otros? Están deformes.

Annie pensó en que esa conversación quedaría inmortalizada, para siempre, en el video que ellas hacían. Aunque no las culpaba: aquel día, en aquel mismo instante, ya había escuchado a siete personas mencionar lo apuesto que era Angelo.

Estaban en una ceremonia privada, de premiación, por un proyecto llamado Changing the World, patrocinado por un grupo de filántropos europeos, que tenían la intención de promover la educación de jóvenes en países tercermundistas. El director del liceo, Sergio Falcó, había creído que era buena idea inscribir a Angelo en ése concurso, enteramente para jóvenes de entre quince y diecinueve años —pues la estrategia era, además de generar conciencia, crear una estrategia atractiva para otros de su misma edad—.

Y aunque al principio el muchacho se había negado a participar, dos días antes de la fecha límite de entrega, comenzó a escribir su proyecto, pues Sergio le había prometido quitarle el castigo de las tutorías, que le habían impuesto: una semana antes de eso —dos semanas luego de que Angelo y Annie visitaran el departamento de Raimondo—, la profesora de biología lo había encontrado mensajeándose con... alguien, durante su examen, por lo que el director no había tenido más remedio que castigarlo —todo el grupo se había dado cuenta— obligándolo a dar tutorías de matemática, todos los días, por una hora. Al enterarse, Anneliese se había sentido culpable: Angelo no estaba mensajeándose con nadie, sino enviándole las respuestas de su examen de química a ella.

Gracias a que Annie no entendía química, él había sido castigado con una de las cosas que más odiaba en la vida: intentar explicar —lo que fuera— a personas lentas.

Angelo Petrelli hablaba poco y jamás intentaba debatir ningún tema, ni corregir a los otros —aunque sus opiniones fuesen tan ignorantes o erradas, que dolían—, sencillamente porque le daba pereza. Perdía el tiempo, decía. Él no se consideraba a sí mismo una persona inteligente —aunque, indudablemente, estaba muy por encima del promedio—, se lo había dicho un montón de veces a Anneliese; lo que sí creía, sin embargo, era que algunos padecían de alguna clase de invalidez mental, por no ser capaces de comprender asuntos simples; lo último no lo había exteriorizado abiertamente, pero estaba implícito en la expresión de exasperación total, que ponía, al intentar explicar algo a cualquier persona... Excepto a ella, claro. Annie lo sabía. Cuando ella no entendía algo —lo que fuera—, él sólo la besaba y le arreglaba el problema. Así había sido siempre.

Algunos podrían opinar que Angelo era un egocéntrico, pero no era así: él sencillamente era una persona apática y poco tolerante, que a veces, ni él mimo —debido al desinterés—, era consciente de su propia capacidad.

Como en ese momento, que había ganado el primer lugar, de entre cientos de participantes, por un proyecto que escribió mientras miraba una película de zombis, con su familia y amigos, pues él no se había limitado a sugerir talleres interesantes: los suyos habían sido puramente educativos y, el atractivo, radicaba en los programas de capacitación laboral —había argumentado que, una persona que deja los estudios para poder conseguir dinero, lo que quiere es trabajo—: les ofrecía enseñarles una profesión y un lugar donde pudiesen trabajarla, al mismo tiempo que estudiaban y, con su estrategia —que requería de una inversión inicial mínima— se generarían los recursos económicos que permitirían al proyecto sostenerse a sí mismo por, al menos, diez años.

El grupo de académicos, filántropos, y políticos —entre ellos, el primer ministro italiano—, reunidos para hacer algunas preguntas sobre sus proyectos a los tres muchachos ganadores, comenzaron a hablar, y Gabriella e Irene guardaron silencio.

Cuando la premiación concluyó, los Petrelli —todos ellos (y Raimondo) estaban presentes, con excepción de los abuelos— esperaron a Angelo pacientemente, en su mesa, mientras él terminaba de estrechar manos, dar las gracias y despedirse.

—¿Cuánto es que ganó? —se interesó Matteo en el premio.

—Como 10 mil euros, ¿no? —siguió Ettore, con el mismo interés que su primo.

—No van a quitarle su premio —les advirtió Irene.

—Como si él fuera a dejarse —se rió Lorena.

—Oh, maldito nerd —Raimondo recibió a su amigo con un abrazo.

—Estamos decidiendo en qué gastaremos tu dinero, Angelo —Jessica lo puso al corriente.

Aunque su familia se sentía orgullosa del muchacho, ya ninguno se sorprendía con sus logros.

—Voy a comprar una moto —soltó él, rápido, negándose a compartir un solo euro con ellos.

Raffaele, quien volvía a la mesa con su hermano gemelo, se rió mientras tomaba asiento; había sido una risa burlesca que, aun sin palabras, lo decía todo: eso no sucedería. Él no dejaría a su joya más valiosa ir por ahí, a gran velocidad, precariamente sobre dos ruedas impulsadas por un motor.

—O puedes donarlo, Angelo —insinuó el padre Benjamín (quien daba las misas en el liceo y confesaba a los chicos); Sergio Falcó lo había invitado a asistir—. Sigue el ejemplo de tu padre y sé caritativo con los orfanatos.

A toda respuesta, Angelo alzó una ceja y asintió, como si estuviese considerándolo, sin embargo, su sonrisa era ésa misma que, un rato antes, había puesto su padre: sarcasmo en su estado más puro.

—Oye —susurró Hanna a su hija, alargando la mano para acariciarle el muslo—. ¿Estás aburrida? —le preguntó—. ¿Quieres ir de compras más tarde?

Con algo de brusquedad, la rubia retiró su pierna. Aún no la perdonaba y no sabía hasta cuándo lo haría: Hanna la había obligado a deshacerse de su gatita.

Ella le había dicho a Raffaele que el pelo del gato le producía alergia, pero todos sabían que eso no era cierto, porque en casa de su madre, en Alemania, había más de siete gatos.

Jessica se había quedado con Maia —ése era el nombre que habían elegido ellas, para la gatita—, y aunque su prima, de todo corazón, le había dicho que sólo estaba cuidando de ella, y que Maia seguía siendo suya, la realidad es que cada vez que la gatita veía a Annie se ocultaba bajo los muebles: el regalo que le había dado Angelo ni siquiera la reconocía.

Raffaele se dio cuenta de su reacción y, sintiéndose culpable de haberle quitado la mascota a su hija, la abrazó y la hizo sentarse sobre sus piernas.

Ella, avergonzada, se mordió el labio inferior —él siempre la trataba como a una niña, aunque estuvieran en público—; eso era muy incómodo. Ya no le gustaba sentarse sobre las piernas de su padre, no desde que... estaba con Angelo. No desde que sabía que eso, que..., hasta el más leve roce, les provocaba erecciones. Era el último viernes de Junio; hacía menos de un mes que ellos tenían relaciones con regularidad y Annie apenas era consiente de cuánto estaba cambiando su relación con él, con su familia, e incluso ella misma.

A veces, cuando él andaba en bóxers por la casa, ella se sorprendía del deseo que sentía; antaño, un cuerpo masculino, bien formado, no era otra cosa más que algo digno de admirarse y continuar con sus actividades, sin embargo, en ese momento... le miraba brazos fuertes, los abdominales marcados, el ombligo, y seguía bajando hasta encontrarse con el bulto de sus genitales, bajo los bóxers.

No terminaba de acostumbrarse, de sentirse sorprendida cuando él, sin previo aviso, la atrapaba en algún rincón de la casa y le besaba los labios —Dios, sus besos cada vez le gustaban más— mientras que sus manos la recorrían.

Sin perder el tiempo, Annie se levantó rápidamente de las piernas de su padre y se acomodó de nuevo en su silla. Raffaele, en silencio, la contempló por un momento y así fue como Annie se dio cuenta de que él parecía... triste; tragó saliva y regresó junto a él. Raffaele la recibió cariñosamente y ella miró a su alrededor, encontrándose con que su tío Uriele también lo veía directo, pero se volteó a otro lado cuando la rubia lo sorprendió, se volteó hacia Hanna y ella le regaló una sonrisa a medias. Sin ser consiente, los ojos azules de Annie fueron a su tía Irene, pero ella, al igual que su marido, también miraba a Hanna..., la miraba apretando sutilmente los labios y tensando la mandíbula.

*

Cuando Hanna Weiβ terminó de hablar y lo miró a los ojos color chocolate, esperando por una respuesta, Uriele Petrelli no tuvo nada que decir.

Por primera vez en su vida, no sabía qué decir.

Quería pedirle que dejase de mentir, que no volviese a mencionar esas calumnias, nunca más, y que rompiera esa vieja foto que ella le había mostrado, como irrefutable prueba, pero..., no podía. No podía hacerlo porque le creía. La fotografía —que aún permanecía en las manos de Uriele, pero que él no miraba más— había sido innecesaria, al decir verdad, pues le creía. Claro que le creía. No había manera de que ella pudiese inventar algo como eso —tan cruel, tan dañino, tan despiadado— y seguir ahí, sentada, con esa expresión de angustia y pesar, en su rostro bonito.

Se encontraban en la cocina, en la de Raffaele. No temían que él cruzara las puertas, en cualquier momento, y los sorprendiera —con ésa horrible foto, como protagonista, sobre la mesa—, pues sabían que él estaba supervisando ese nuevo bar que había inaugurado unos días atrás; a nadie en su familia le había hecho gracia que, saliendo de rehabilitación, él se hubiese puesto a abrir bares por toda la ciudad; un alcohólico vendiendo alcohol... Muy inteligente. Pero así había sido siempre Raffaele: voluntarioso... absurdo. Sin embargo, con todas sus fallas, era su hermano gemelo, su hermano menor, y lo quería.

—Dime algo —presionó Hanna a su cuñado, lanzando el humo del cigarrillo por la boca.

Uriele se limitó a sacudir la cabeza, en silencio.

—¿Por qué no se lo dijiste? —preguntó él—. ¿Por qué no le dijiste todo esto a Raffaele?

Hanna intentó tragarse la risotada que le provocó su pregunta; el humo se le atoró en la garganta, obligándola a toser.

—¿En serio? —ironizó—. ¿Tú se lo habrías dicho?

Uriele lo pensó por un momento, pero la respuesta era obvia. No. Tampoco él lo habría hecho. Sin embargo...

—Tal vez esto podría haberl-- —comenzó, pero se detuvo.

Quizá calló por la manera en que los ojos grises de Hanna lo miraron, o por lo estúpidas que se le antojaron sus propias palabras.

—¿Ayudado? —Hanna intentó completar su frase—. ¿Realmente lo crees?

Uriele alargó la mano y le quitó el cigarrillo a su cuñada.

—No —dijo, tras darle la primera calada.

—Entonces —intentó centrarse ella—, ¿qué hacemos? ¿Cómo nos hacemos cargo?

El sabor del humo siempre había sedado un poco a Uriele, pero ésa noche no lo hizo. ¿Hacerse cargo? ¿Quién creía ella que era él? ¿Giovanni? Le dio una segunda calada, más profunda esta vez. Se descubrió asintiendo, sin embargo. ¿Acaso tenía otra opción? No había nada en este mundo que él pudiera negarle a Hanna Weiβ y, sin embargo, en ese momento, no accedió a su petición por ella... sino por Raffaele.

Le dio un trago al whiskey con hielo que Hanna le había ofrecido.

—Vamos a tener deshacernos —le hizo saber.

Los ojos grises de Hanna mostraron su terror. ¿Qué había dicho él?

Por primera vez en su vida, Uriele no sintió el impulso de cogerla en brazos y tranquilizarla; aplastó el cigarrillo contra el cenicero y le explicó, con frialdad:

—O lo matamos o esperamos a que Raffaele se entere, lo mate y luego siga contigo, ¿qué te parece?

** ** ** ** ** **

Uriele, Uriele...


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