Ambrosía ©

By ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
📌 AMAZON
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Capítulo 22

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By ValeriaDuval

SCUSE
(Excusas)

.

Luego de ducharse, se untó de cremas aromáticas, se maquillo ligeramente y se puso bragas oscuras y un brassiere con algo de relleno -a Annie le gustaba su trasero (a veces, creía que era lo único bonito que tenía su cuerpo), pero era consciente de que su busto era una miniatura, y eso la acomplejaba un poco-, después se vistió su uniforme escolar, como hacía regularmente, pero en lugar de poner libros en su mochila, metió un cambio de ropa.

No sabía a dónde iban a ir su hermano y ella, pero quería estar preparada. Y llevaba puesto su anillo zafiro -tenía un montón de joyas con zafiros, pero ninguno en oro blanco: su familia siempre le obsequiaba oro amarillo, pues éste hacía juego con sus cabellos dorados-; quería verse perfecta y, cuando terminó y se miró al espejo, creyó estarlo.

Al bajar a la cocina, lo encontró en compañía de Matteo, quien jugaba con un diminuto animal de pelaje negro, corto y brillante.

-¿Y ese gato? -preguntó, algo extrañada.

Matt sonrió.

-Es una gatita -la corrigió-. Y es tuya.

-¡¿Me compraste un gato?! -se emocionó Annie.

Luego de Borlita, su conejo -y de Calcifer, su hámster-, ella no había tenido ninguna otra mascota, pues a su madre no le gustaban.

-No -esta vez, la corrigió Angelo-: yo te compré un gato.

Así que, ¿eso era lo que estaba dormido la noche anterior, cuando él fue a buscarla? Sonrió. Cogió al gatito entre sus manos y lo miró bien. Sus ojos eran de un azul muy claro.

El gato maulló y Anneliese se puso tan contenta que, ahí mismo, frente a Matteo, abrazó a Angelo, pero lo soltó al instante -tal vez eso iba a incomodarlo-, sin embargo..., él la abrazó también.

-Entonces -bostezó Matt-, ¿se van ustedes solos hoy?

Angelo, terminándose su yogurt, se limitó a asentir. Anneliese comprendió que él le había pedido no los llevara.

-Te vas con cuidado -le pidió-, no quiero que papá me mate -comentó, mientras le entregaba las llaves, aunque ninguno lo tomó en serio: de su padre no sabrían en semanas.

-Sí -aceptó Angelo, cogiendo las llaves.

Cuando alcanzó los dieciséis años, Hanna había tramitado para Angelo -a petición de éste-, su permiso especial para conducir en compañía de un adulto, pero Raffaele no le permitía hacerlo más que en espacios vacíos y yendo siempre él de copiloto -lo que hacía reír a Matt: enseñaba a Angelo a disparar armas, pero no lo dejaba conducir solo-; a Matteo tampoco le había permitido hacerlo antes de los dieciocho y, a Annie, ni siquiera la había enseñado.

-Entonces -siguió Matt, mirando a su hermana-, ¿cuánto dinero nos regalaron?

«¿Nos?»

-Que no vas a quedarte con mi dinero -aseguró Annie-. Comenzando porque ni siquiera sé si me dieron algo (no he abierto nada), pero puedo pagarte si cuidas a mi gatita hoy -le ofreció.

-Hecho -aceptó él, al instante-. ¿Cuánto?

Ante la penosa urgencia de su hermano, Angelo no pudo hacer más que soltar una risotada burlesca. No era secreto para ninguno que Matt nunca tenía dinero -su único ingreso consistía en el pago semanal que le hacía su padre, por hacer de chofer escolar de sus hermanos-.

El mayor miró a su hermano con fingido desprecio.

-Cincuenta euros -intervino Annie, negociando con una (a su parecer) elevada suma por cuidar de un gato-. Angelo te paga -añadió luego, para borrarle la sonrisa socarrona al otro.

*

-¿A-A dónde vamos? -tartamudeó Anneliese.

Estaban en carretera. Annie no recordaba haber estado nunca antes ahí y, aunque no estaba segura, creía escuchar... olas. Presionó el botón en la puerta y bajó la ventanilla del Mercedes Benz -que Raffaele había comprado exclusivamente para que Matt pudiera transportar a los menores: él no podía tocarlo para nada más-. Sal. Era apenas un rastro, pero olía a...

-¿A dónde vamos? -insistió, comenzando a ponerse nerviosa.

-No vamos a estar cerca de la playa -Angelo, al volante, intentó tranquilizarla.

-Ok, pero ¿a dónde vamos?

Él la miró de reojo. Parecía algo tímido.

-Los... padres de Raimondo vivían cerca de este lugar.

¿Los padres de Raimondo? Annie frunció el ceño.

-Su departamento -siguió él... insinuante.

... Annie comprendió.

Así que... lo harían ahí. Cuando hablaron sobre eso, un momento atrás, Anneliese no se paró a pensar en qué lugar, ellos...

Su mañana había sido inmejorable, a opinión de la muchacha. Ellos habían desayunado waffles y luego habían pasado la mañana en un parque que, gracias al día y hora, estaba solo -Annie había alimentado patos, y encontrado un nacimiento de agua, clarísimo, que contenía diminutos peces bebé-; habían charlado todo el tiempo, hablaron sólo por hablar, ninguno dijo nada trascendental -ni una sola palabra sobre ellos- y, eso, había sido tan bueno, pero ella había querido más -se moría por tocarlo- y, mientras andaban, lento, ella se retrasó un par de pasos, pensando en cómo y, antes de darse cuenta, estaba diciendo su nombre; cuando Angelo se volvió, atento, ella cogió su rostro, entre sus manos, y se paró de puntillas al tiempo que él se inclinaba, para besarla. Había sido un beso corto, casi casto, y se separaron cuando un corredor pasó a su lado; Annie bajó la mirada, algo cohibida, y continuó andando un poco, sólo un poco, hasta alcanzar unas escaleras que llevaban a un puente, pero al subir al primer escalón, él la detuvo por una muñeca y... no le importó que estuvieran en un espacio público: la abrazó, tan delicado como siempre, pero decidido, y la besó en los labios, con los ojos cerrados, lento, por largo rato y, así, sintiendo la lengua de Angelo -moviéndose suave, deliciosa-, dentro de su boca, Anneliese pensó en que, ni siquiera cuando habían estado desnudos, juntos, había disfrutado lo que en ése momento: la sensación, segundo a segundo, había sido placentera, pero la intimidad, la seguridad que ellos comportarían...

Se habían separado poco a poco, dándose piquitos; había pasado otra persona a su lado, bajando las escaleras, y ellos sólo se habían abrazado y echo a un lado, y cuando volvieron a quedarse solos, Angelo se separó un poco y Anneliese pensó en que él volvería a besarla, pero, en su lugar, pegó su frente a la de ella y, con un susurro, le preguntó si quería hacerlo de nuevo.

El recuerdo del dolor sufrido la había hecho dudar un momento, pero... quería. Quería estar tan cerca de él, como fuera posible.

Subieron entonces al auto y ella no preguntó a dónde la llevaría, hasta saberse cerca de la playa.

-¿No hay otro camino por el que podamos ir? -sugirió, sin poder sacarse de la cabeza las olas chocando contra las rocas.

El muchacho disminuyó la velocidad y se orilló.

-No va a ocurrirte nada malo -le cogió una mano-. En serio: no está cerca de la playa.

-Pero, ¿vamos a pasar junto a ella? -insistió, y se sintió ridícula.

Dios, ¡realmente no podía controlar su temor! Había estado cerca del lago, en el Retiro de Pascua, pero era sólo un lago, con un fondo, con un límite de aguas, que jamás inundarían el bosque, en cambio, el océano...

Angelo le echó los cabellos a un lado y le acarició una mejilla.

-Podemos hacerlo otro día -se escuchó decir-. No hay prisas.

¿Otro día?

No, ella quería estar con él.

-Dame un beso -le suplicó, dándose valor con la promesa de lo que le esperaría luego: él, desnudo entre sus brazos... Todo él.

*

El trayecto fue mucho más corto del que Annie imaginó; y sí estaban cerca de la playa, pero dentro del ascensor -en ése pequeño edificio, de sólo cuatro pisos-, ella ya no podía escucharla.

-Te juro que no se escuchan las olas dentro -seguía él; lo había dicho ya tres veces.

Annie comprendía su insistencia: no le gustaba el haberla acercado a la playa..., pero tampoco tenía otro lugar dónde hacerle el amor. Y, sin contar la playa, el departamento era perfecto: nadie, jamás, lo visitaba, salvo Raimondo con sus amigos y, en ése momento, él estaba en el liceo.

Las puertas del ascensor se abrieron, mostrando un vestíbulo amplio, con decoración clara y minimalista; por algún motivo, Anneliese esperaba otra cosa.

-¿Seguro que es de Raimondo esto? -le preguntó; al muchacho le gustaban los lujos. Los Fiori figuraban entre las familias más ricas de Italia.

-Era de sus padres. Sí.

Caminaron por el vestíbulo hasta una única puerta con forma de arco, de color crema, la cual el muchacho abrió con una llave de apariencia antigua -pero que no lo era-, y entonces el lugar adquirió sentido y familiaridad: todo lo que podía verse, desde la entrada, eran los juguetes tecnológicos de un niño rico y, la decoración, en general, un monumento a su fanatismo por los videojuegos y los de superhéroes -había una figura de tamaño real, de Spider-man, colgando de cabeza del techo-. Sus ojos azules continuaron recorriendo el lugar hasta que llegaron a las puertas corredizas del balcón, donde se apreciaba una imponente vista al océano.

Sin pensarlo, dio un paso hacia atrás, escapando, y Angelo se apresuró a cerrar las cortinas.

-Pensé que las había cerrado -se disculpó.

Annie negó con suavidad; había comenzado a escuchar, en su cabeza, las olas. Su hermano lo adivinó y encendió el reproductor. «Kiss me», de Ed Sheeran, llenó el lugar. Anneliese sonrió.

-¿Ya habías venido antes?

-Sí, muchas veces -dijo, y abrió sus ojos al instante, como si acabara de comprender algo, o de recordarlo-. Pero yo no puse esto -soltó, rápido, dejándole en claro que no había preparado baladas-. Suelo venir entre clases, cuando tengo sueño.

Annie se limitó a sonreír; sentía la respiración pesada. Había tanta agua, tan cerca.

-¿Quieres ver el resto del departamento? Hay un invernadero del otro lado.

-¿Invernadero?

-Sí. Al padre de Raimondo le gustaban las plantas -la cogió de la mano para poder guiarla-. Cuando él se apropió de este lugar, le pidió a un exempleado de su padre que dejara el invernadero tal como lo había tenido él, antes de morir.

-Ah. Qué tierno -murmuró ella, con sinceridad-. ¿Su padre era botánico?

-No, era doctor, creo, pero le gustaban las plantas.

Entraron al invernadero y Annie torció un gesto. Esperaba algo distinto, tal vez flores, pero se encontró únicamente con plantas verdes o -casi- negras, de hojas extrañas y olor raro.

-¿Seguro que así lo tenía?

Angelo se echó a reír.

-Sí. Son plantas... exóticas -le insinuó-. Ésta, por ejemplo -señaló un contenedor que albergaba a una planta de unos cincuenta centímetros, de hojas alargadas y angostas, que eran iluminadas por una lámpara con luz azul-, es increíblemente venenosa y no hay antídoto.

-¿En serio? ¿Y por qué tenía él esto?

-Es interesante, supongo.

-¿Y se puede detectar el veneno?

-Sí, claro. En especial porque es una planta crece exclusivamente en una región de África. Si alguien, en algún otro punto del planeta, muere debido a esto... -se limitó-. Bueno, es más que obvio. Además, deja marcas en los labios, lengua e en los intestinos.

-Ah -Annie alzó una mano, pidiéndole que se detuviera.

-¿Quieres tomar algo?

-Nada que contenga hierbas -se rió ella-. ¿Me enseñas el resto? -le pidió.

Angelo asintió y la llevó primero a una sala de videojuegos.

-¿Juegan mucho aquí? -preguntó ella, recorriendo con la mirada el lugar (o al menos lo que las luces bajas permitían); había un montón de consolas y aún más estantes con videojuegos y figuras.

-Torneos de hasta ocho horas -se rió Angelo-. ¿Quieres ver la otra habitación?

Annie asintió, sin la menor idea de qué iba a encontrarse... y lo que halló, fue una simple recámara. Cortinas oscuras y una cama de tamaño matrimonial.

Sintió que algo bajó a sus pies.

-¿Quieres tomar algo? -preguntó él una vez más.

En esta ocasión, la muchacha lo aceptó.

Él la dejó y ella entró, mirando bien la cama esponjosa, de sábanas blancas -según las marcas de doblado, parecían recién puestas. Muy propio de Angelo-. Se pasó las manos por la nuca y se dio cuenta de que estaba sudando ligeramente.

Angelo volvió; ella se volvió hacia él y notó que llevaba una botella de vino tinto y dos copas.

-Es lunes -fue todo lo que se le ocurrió decir a ella-. Creo que mamá va a preguntarse por qué volvemos ebrios del liceo.

Angelo rió con suavidad:

-Esto no va a emborracharte -miró bien la botella-. Espero -susurró luego, recordando la poca tolerancia de su hermana-. Ositos de goma -insinuó.

Eso hizo reír a la muchacha y la ayudó a relajarse un poco:

-¡Basta! -le suplicó.

Angelo descorchó la botella y, mientras servía un poco en cada copa, Annie tomó asiento sobre la cama, justo al lado del buró. Vestía todo su uniforme escolar, con excepción del suéter; su blusa de seda blanca, de manga larga y al cuello un listón negro, del mismo color que su falda, sus calcetas blancas, hasta por debajo de la rodilla, sus zapatos también negros, estilo clásico, con correas... mantenía sus manos finas sobre las piernas. Angelo iba igual: pantalón y camisa escolar, pero sin suéter ni corbata.

Fue donde Annie, con las copas en la mano izquierda y la botella en la derecha, la cual dejó sobre el buró antes de inclinarse frente a ella. Le ofreció una copa y la muchacha la cogió con manos temblorosas y así, sujetándola con ambas manos, la dejó sobre su regazo. No lo miraba. Angelo también estaba inmóvil y ella sintió que él estaba esperando una señal, un movimiento, algo... Se obligó a darle un pequeño trago a su vino; estaba fuerte. Entonces él también bebió; se lo terminó de un solo trago. Annie quiso dar otro sorbo, pero él se la quitó, con suavidad y dejó las copas sobre el buró.

¿Era hora? Annie se quedó quieta; él tomó asiento a su lado, pero vuelto hacia ella y, con delicadeza, le echó los cabellos rubios hacia un lado. Lento, se acercó, como si fuera a besar su mejilla derecha, pero no lo hizo, sólo la rozó con sus labios y Annie arrugó los párpados al sentir su respiración suave, contra la piel. Sus labios buscaron una oreja y, cuando la besó, ella se estremeció placenteramente y se volvió hacia él, echándole los brazos al cuello.

*

No hubo miedo ya -por parte de ninguno-. Estaban solos y tenían todo el tiempo del mundo. Se habían desnudado lento y, aunque aún con timidez, se recorrieron uno al otro -¡cuánto había extrañado Angelo su espalda pequeña, esbelta, que se erizaba cuando acariciaba los costados femeninos con las yemas de sus dedos-, pero cuando él comenzó a tocar ciertas partes..., a besar y a bajar más y más, ella intentó frenarlo de nuevo.

-¿Por qué? -le preguntó él, confuso.

Y ella, con el pulso acelerado -sintiendo realmente tibia ésa zona a la que sus labios se dirigían-, no encontró otra manera de explicarle su temor:

-... ¿Y si no te gusta? -tanteó.

¿Gustarle? Con la respiración ligeramente agitada a causa de su excitación, él apenas sonrió, de lado, punzante, mostrando sus preciosos colmillos, y se acercó para susurrarle al oído, mientras rozaba su piel:

-Fantaseo con esto -la miró a los ojos; ella comenzó a tiritar-. Me muero por hacerlo -y...

Annie gimió por el cosquilleo que le provocó su aliento -y el hechizo de sus palabras-; Angelo le pasó la lengua suavemente, por el labio superior, como una promesa -muda, sugestiva- de que todo estaría bien y, un momento más tarde, no sería ése el único gemidito que escaparía de los labios de Annie...

*

Anneliese sintió que una estrella explotaba en el centro de su ser. Había nacido justo... ahí, en el centro, pero había recorrido las extremidades, a lo largo de sus brazos y pasado por la corva de sus piernas, hasta llegar finalmente a plantas de pies y manos; lo había sentido en el pecho y envolver su cerebro y, cuando Angelo se unió a ella -rápido, como ella se lo pedía, para que el resplandor, el increíble estallido, de ésa maravillosa estrella, no escapara-, también lo sintió en el vientre y en cada milímetro de su interior.

Y mientras Annie, con todos los sentidos encendidos, se aferraba a él, Angelo pensaba -en realidad, sólo lo sentía-, que ella estaba arrancándole todo de él, todo lo que ella aún no tenía de él. Y cuando el clímax llegó -la sensación más intensa en su vida, que destruía y construía-... sintió que su alma abandonaba su cuerpo y entraba en el de ella, sintió que, ahora, ella tenía su alma también.

*

Tenía la boca seca, cuando despertó.

Y le escocía la entrepierna; mucho menos que la ocasión anterior, pero aún dolía. Aunque eso no importaba: esta vez, se encontraba entre los brazos de Angelo, quien seguía dormido. Se apretujó contra él, sintiendo frío, y él abrió los ojos; siempre había tenido el sueño ligero.

-Te desperté -obvió ella, arrepentida.

Y cuando sus ojos grises enfocaron los de ella -tal y como había hecho un momento atrás, volviéndose uno-, Annie bajó la cabeza, cohibida, y pegó la frente al pecho masculino, algo avergonzada de todo lo que había sucedido un momento atrás... De todas las peticiones que le había hecho, de todos sus suspiros.

-Hola -le dijo él, acariciándole una mejilla, obligándola a mirarlo.

-Ho-la. Tenía frío -le explicó, y se dio cuenta de que habló en pasado porque ya ni siquiera lo sentía.

Angelo se incorporó un poco, haló el edredón blanco hacia ellos y los cubrió a ambos con él, luego, volvió a prestarle su brazo como almohada.

-¿Cómo te sientes? -se interesó.

-Bien -se apresuró a decir, a pesar de que punzaba.

-¿Sólo bien? -siguió él, insinuante. Había sido la experiencia más... intensa y placentera, para ambos. Hasta el momento, claro.

Las mejillas se le enrojecieron a Anneliese y volvió a bajar la cabeza, ocultando su rostro de él, sonriendo. Él se rió, le besó la corona de su cabeza rubia y volvió a acariciarla en el rostro, para que volteara a verlo; la besó en los labios.

Estaban tirados de costado, y la mano derecha del muchacho apretujó con suavidad un glúteo femenino; Annie le succionó un labio y... el teléfono celular de Angelo, en el buró, sonó. Él lo ignoró, la recostó bocarriba y comenzó a besar su cuello mientras acariciaba su vientre. Desde la sala, donde Annie había dejado su teléfono, se escuchó que éste timbró.

-Es mamá -le hizo saber ella, reconociendo el tono que tenía asignado a su número.

-Lo sé -comentó él; sus labios bajaron un poco más.

-Espera -lo apartó-. ¿Qué querrá? -preguntó al momento en que Hanna llamaba una vez más a Angelo-. ¿Habrá pasado algo malo? -se incorporó y lo miró a los ojos.

-Si tuviera problemas, llamaría a Matt o al tío Uriele -era obvio que, si había sucedido algo malo y Raffaele no estaba en casa, Hanna llamaría a aquellos que pudieran hacer algo al respecto, no a sus hijos menores de edad-. Quizá no encontró el color de zapatos que quería y quiere gritarle alguien -se mofó de su madre, aunque, en el fondo, no la consideraba tan superficial.

El hecho de que ella los llamara, con tanta insistencia, durante horas de escuela, lo intrigaba, pero no quería separarse de su hermana.

Su teléfono volvió a sonar.

-Contéstale -suplicó Annie al muchacho-. Anda -ella le negó el beso que él quería darle.

Angelo suspiró, alargó la mano, cogió el aparato y sacudió la cabeza antes de aceptar la llamada.

-¡¿Dónde mierda están?! -le gritó Hanna, en alemán, apenas se enlazó con su hijo.

-En la escuela -mintió él, hablándole con calma, en italiano, como regularmente hacía.

-¡No me mientas! -volvió gruñir Hanna. Anneliese podía escucharlo todo pero no entendía nada; con trabajos comprendía el alemán si su madre lo hablaban lento, pero, amortiguado a través del teléfono, ¡jamás!-. ¡Estoy en el liceo, Angelo! Ni tu hermana ni tú están aquí, ¡¿dónde están?!

Angelo frunció el ceño. Annie le preguntó, con mímica, qué ocurría; él, sin palabras, le pidió que se tranquilizara.

-No nos dejaron entrar -al final, él aceptó que, efectivamente, no estaban en la escuela, pero no era su culpa, decía-. Llegamos tarde.

-¡No me mientas! -le gritó ella.

-Es la verdad.

-¡Los quiero ahora mismo en casa! -le ordenó-. ¡No estoy jugando, Angelo! ¡Ahora mismo! -y cortó luego.

Angelo miró su teléfono por un momento.

-¿Qué quería? -lo urgió Annie.

-No lo sé -hablaba con calma, para no asustarla-. Creo que fue a buscarnos al liceo.

-¡¿Qué?! -su rostro no podría mostrar más angustia.

-Cálmate -le pidió él, dándole un besito en los labios.

Annie jadeó, ¡¿por qué él siempre hacía eso?! ¡¿Cómo podía él mantenerse en calma en momentos de histeria?!

-Todo va a estar bien -le prometió.

-¿Y a qué fue? ¡Nunca nos busca en la escuela!

-Ni idea -él sacudió la cabeza.

Aún con aquel susto -ella sí le temía a su madre-, Annie se dio cuenta de que él, lejos de preocuparse, estaba irritado. Angelo Petrelli tenía tan poca paciencia que se volvía un poco insensato.

*

Cuando llegaron a casa, su madre aún no estaba ahí. Eso era aún más extraño...

-Voy a ducharme -se escuchó decir; quería que su madre la encontrara haciendo cualquier actividad que requiriera tiempo, fingiendo haber llegado mucho antes, para argumentar que estaban muy cerca de casa, cuando ella los llamó.

Angelo la despidió con un beso en la cabeza y se quedó en la cocina. De reojo, ella lo vio coger galletas de la alacena, y yogur y fruta del refrigerador..., y carne del congelador y los macarrones que habían sobrado del día anterior...

Frunció el ceño y, mientras subía las escaleras, un recuerdo fugaz vino a su mente: el día que siguió a su primera vez, en casa del abuelo, él había comido muchísimo. «¿Le da hambre cuando hace el amor?», se preguntó, comenzando a conocerlo en... ése aspecto.

-¿Mami? -la llamó al subir al primer piso, sólo probando, y se asomó a la recámara principal, llevándose una enorme (increíble) sorpresa:

Raffaele.

Raffaele Petrelli estaba ahí.

Era el día después al cumpleaños de Anneliese, ¡y él estaba ahí!

Su padre siempre volvía dos o tres semanas luego de que su cumpleaños había pasado. ¿Por eso los había llamado su madre con tanta urgencia?

Dio un paso en su dirección. Él estaba tirado en la cama, parecía dormir y había una valija pequeña, de color verde oscuro, tirada en la alfombra. Por un momento Annie no supo qué hacer; ¿debía retirarse o... quedarse y registrar la valija? ¿Y si él despertaba y la encontraba hurgando en sus cosas? Pero, ¡es que nunca lo había visto cuando él volvía a casa luego de... su viaje, de verano!

Si registraba la valija, tal vez...

Entró sigilosamente y no pudo evitar contemplar a su padre por un instante; las cortinas estaban cerradas, por lo que la habitación se encontraba casi a oscuras, pero podía verlo bien: él tenía la barba, color chocolate, crecida, y sus cabellos brillaban por el cebo de la suciedad; él no se había aseado en días, aun así, no olía de manera desagradable, su única peste, era producto del alcohol.

Y entones, de repente, él abrió sus ojos, provocando que Annie diera un respingo, pero él ni lo notó; le sonrió y, tras aclararse la garganta, le dijo:

-Hola, princesa -la alcanzó por una muñeca.

-Hola, papi -el corazón de Annie estaba a punto de salir por su boca. Tenía suerte de no haber abierto la valija-. ¿Cuándo llegaste?

-Bésame. Hace un rato.

La muchacha lo obedeció, se inclinó y le besó una mejilla cubierta de vello.

-¿Te vas a dejar la barba? -quiso cambiar de tema.

Raffaele volvió a sonreír y la hizo sentarse a su lado, frente a él, cariñoso:

-¿Crees que debería?

-Hnm -Annie lo pensó por un momento-. No -soltó, rotunda, sacudiendo la cabeza.

-Entonces me rasuro más tarde -su voz era baja y ronca, pero afectuosa-. ¿Ya llegó tu madre?

-No. No la vi cuando entré.

-Y, ¿dónde estabas tú? -le cogía aún una mano.

-Angelo y yo estábamos en casa de una compañera -de cierta forma, eso no era mentira-; no nos dejaron entrar al liceo porque llegamos tarde -siguió, en caso de que Raffaele ya estuviese enterado de su falta-. Entonces aprovechamos para ir a casa de Nina, que está enferma y tenemos un trabajo juntas. Angelo se quedó conmigo.

Y Raffaele asintió, a pesar de que parecía no haberle entendido nada; cambió de pose en la cama.

-¿Y dónde está él ahora?

-¿Quién?

-Tu hermano.

-En la cocina, asaltando el refrigerador. ¿Quieres que le llame?

-No. Déjalo que coma -pidió, suspirando profundo; el olor a alcohol se hizo presente-. ¿Cómo estuvo tu fiesta? Supe que tus abuelos no te dejaron invitar gente.

Ella se rió, comenzando a tranquilizarse -su padre no parecía molesto- y sacudió la cabeza.

-No, no me dejaron (siguen enojados por los de gemelos). Pero estuvo bien -comenzó, pero luego, sin saber por qué (sin saber de dónde venía el valor para hacerlo), soltó-: pero me hiciste falta. ¿Dónde estabas, papi?

-... Trabajando -dijo él, luego de acariciarle una mejilla con mucha suavidad.

Annie sabía que eso era mentira, pero no insistió.

-Y te traje algo -añadió él, para hacerla sonreír-. Abre esa valija.

¿La valija? ¡Bien! Luego de todo, tenía permiso para registrarla. Saltó de la cama y la cogió, ansiosa por ver qué cosas tenía su padre ahí dentro -cualquier cosa que él llevara, posiblemente, le daría una pista del lugar donde estuvo-. La valija casi no pesaba nada, así que la subió la cama para que la poca luz la iluminase, y al abrirla, lo primero que vio fue una muñeca, rubia y con ojos azules, dentro de un vestido de época.

Apartó el juguete y siguió buscando. Había un libro -del cual no leyó ni el título-, algunas camisas de su padre -todo limpio y bien doblado-, dos pantalones, algo de ropa interior y...

Raffaele se rió, ronco:

-Ya veo. Ya no te gustan las muñecas -decidió.

Y hasta entonces, Annie se dio cuenta de lo que su padre veía: a una chica que despreciaba su regalo y buscaba, incrédula, alguno mejor.

-Perdón -se avergonzó-. ¡Y no: me gustan mucho! -cogió la muñeca y la miró bien-. Está preciosa.

Él volvió a sonreír y tomó asiento, pasándose la mano derecha por la frente, como si le doliese la cabeza.

-No te enojes -le pidió-, la compré porque se parece mucho a ti. Además, creo que los padres siempre vemos como niñas a nuestras hijas.

Anneliese sacudió la cabeza, sin embargo, un pensamiento -un recuerdo- intrusivo, llegó a su mente, como una burla: ella, con las piernas bien abiertas, aferrada a los hombros desnudos de Angelo, mientras la embestía. Se sintió avergonzada.

-Pero te traje algo más -siguió Raffaele, alargó la mano y alcanzó la valija-. Los libros aún te gustan, ¿no?

-¡Sí! Y también las muñecas -aseguró.

Se trataba de una copia en francés de La elegancia del Erizo. Annie lo abrió y, en la primera página, leyó que estaba impreso en Paris, Francia, ese mismo año, notó, mientras otro pensamiento involuntario, venía: era una conversación con Jessica y Bianca, cuando ella tenía apenas trece años: su prima le había dicho cuánto le gustaba Paris a Raffaele, y había sugerido que él la había... traído, de ese lugar.

Se quedó quieta. ¿Su padre iba a Paría cada verano?

-¿Ahí lo compraste, papi? -se escuchó preguntar-. ¿En Francia? -fingió una sonrisa y emoción: lo único que ella quería saber, era dónde había estado su padre.

Sin embargo, de manera hábil, Raffaele evadió la pregunta:

-Dijeron que era un buen libro -aseguró, y le dio un beso en la cabeza. Luego, se metió la mano izquierda al bolsillo del pantalón, sacó un medallón de oro y se lo ofreció.

La cadena no era ni delgada ni gruesa, pero el dije que pendía de ella era de buen tamaño: tenía forma de corazón, era grueso, y estaba adornado con motivos florales. Parecía muy antiguo.

-Qué hermoso -esta vez, Annie no tuvo qué fingir interés. Era un medallón realmente bonito.

-Sí. Y es muy valioso. Debes cuidarlo mucho.

-¡Por supuesto! -prometió ella, algo extrañada: Raffaele Petrelli no consideraba valiosos a los objetos. Sin importar el costo, si se podía reemplazar con dinero, carecían de valor para él.

Raffaele le dio un beso en una mejilla y otro en la frente.

-Voy a ducharme, cariño -la despidió.

-Sí. También yo. Gracias por los regalos, papi -ella volvió a besarlo en una mejilla barbuda y se marchó, admirando el medallón.

En su recámara, hizo espacio en uno de sus libreros y sentó a la muñeca sobre cuatro libros, entre un conejo de porcelana blanca, que le había regalado Hanna, y un cofre de roble con pasadores de plata, que le obsequió su abuela Rebecca. Se alejó un poco para admirar el resultado y sonrió -se veía precioso-, luego fue a su cama y se dedicó a estudiar las flores del medallón: en realidad eran rosas, y todas eran de distinta textura y color. Parecían tan reales; no era una pieza producida en serie: alguien había puesto todo su talento y dedicación, en él.

El corazón estaba trabajado en una exquisita mezcla de oro blanco, rosado y amarillo. Era realmente hermoso. Lo hizo girar, para estudiarlo, y se encontró con un pequeñísimo broche oculto entre las rosas. «¿Se abre?» se preguntó, e intentó presionarlo para abrir, pero no funcionó, ni tampoco picarlo con agujas. Annie comenzó a pensar que, quizá, era tan viejo que había dejado de funcionar, pero luego, por accidente, mientras bajaba el broche en uno de sus alhajeros, presionó las dos rosas de oro rosado, a los lados del broche, y el corazón se abrió.

«Es un relicario» se dio cuenta, sonriendo. La parte derecha del corazón contenía -detrás de una mica totalmente clara, muy bien cuidada- la fotografía de un apuesto muchacho y, del otro lado -detrás de otra mica-, un pequeño mechón de cabellos color chocolate. Annie sonrió, emocionada... hasta que reconoció al joven del retrato: era su padre.

En esa fotografía, Raffaele Petrelli no debía tener más de veinte años, sonreía, dejando ver sus colmillos alargados..., y estaba tan guapo.

Annie acarició el mechón de cabellos a través del cristal que los protegía, y se preguntó quién había puesto eso ahí. Sabía que no había sido Hanna, pues nunca le había visto el medallón a ella, además, Raffaele lucía muy joven; mirándolo bien, debía tener dieciocho o diecinueve años, y según sabía, sus padres se conocieron cuando Raffaele tenía aproximadamente veintitrés.

Se preguntó si su padre le hablaría de la historia de ese relicario, pero enseguida supo la respuesta: no. Raffaele Petrelli no era de esos hombres que relatan a sus hijos historias de su juventud. Al menos, no de las mujeres que lo acompañaron en su juventud -antes de conocer a Hanna-, y esa foto, y ese mechón de cabellos, obviamente los habías puesto ahí una mujer que estuvo enamorada de él. ¿Quién más pondría eso?

Lo soltó, como si la hubiese quemado, y estuvo tenada a tirarlo al basurero. ¿Acaso ese relicario pertenecía a una de las mujeres con las que él le había sido infiel a Hanna?

«Claro que no» se dijo, algo molesta con ella misma: Raffaele jamás le regalaría nada de otra mujer. Además, si había pertenecido a alguna novia suya, había sido antes de conocer a Hanna. Siendo así, sólo quedaba una pregunta: ¿por qué lo tenía él? ¿Se había quedado con el relicario, por accidente, luego de cortar su relación con aquella novia?

Ah... pues eso sólo generaba más preguntas: ¿por qué lo había conservado por más de veinte años? Y, lo más importante: ¿por qué se lo obsequiaba ahora a ella?

Buscó algún gravado en el medallón -antaño, era común que las personas hiciesen gravar sus joyas con sus iniciales-, pero sólo se encontró, en la argolla que lo unía a la cadena, la marca de la empresa que lo fabricó: una «N» elegante, cuyos ángulos casi formaban un 8. «El símbolo de eternidad» advirtió ella, leyendo el kilaje del metal bajo la «N».

Y no había nada más.

Llena de dudas, cerró el relicario y lo guardó en el alhajero. Se dijo que probablemente su padre no tenía ni idea de que eso era un relicario y, dentro, estaban una fotografía suya y sus cabellos.

Escuchó un maullido y recordó a su gatita. Se había olvidado completamente de ella. Deseó salir a buscarla, pero más quería darse una ducha. Se sacó la blusa de seda, escolar, y el brassiere -notó que sus pezones estaban enrojecidos, hinchados y, tan sensibles, que dolían-.

-Annie -la llamó en aquel instante su madre, golpeteando la puerta-. Anneliese, ¿estás ahí?

-Sí -respondió la muchacha, de inmediato, mientras volvía a ponerse la blusa-. Ya voy, mami -abrió la puerta, con una sonrisa, misma que se borró al encontrar a su madre con la mirada severa y los labios apretados.

Además... ella sostenía a su gato; lo envolvía con una toalla, para no tocarlo, y se lo entregó casi con asco.

-¿Dónde está Matt? -preguntó Annie, cogiendo con cuidado a su gatita.

-No lo sé -estaba molesta-. Encontré ésa cosa en mi cama. Vamos con tu padre, por favor.

Annie apretó a su gatita contra su pecho. Ya entendía por qué ella los había llamado con tanta insistencia.

-¿Dónde estaban? -siguió Hanna, cuando Annie cerró la puerta de su recámara al salir.

-En c-casa de Nina -tartamudeó, el corazón estaba palpitándole lento y rápido; tenía miedo.

-¿Qué se supone que iba a decirle a tu padre si, por algún motivo, se daba cuenta de que no fueron a la escuela?

-No e--

-No me digas mentiras -la silenció Hanna, apretando los dientes-. Y vamos ya con tu padre, que está esperando -y, al decirlo, miró nuevamente a la gatita.

** ** ** ** ** **

Ya lo preguntaba en Facebook: ¿alguien sabe qué tipo de conjuro tengo que hacer para que Wattpad deje de cambiarme los guiones largos por cortos? ._.


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