Ambrosía ©

By ValeriaDuval

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En el libro de Anneliese, decía que la palabra «Ambrosía» podía referirse a tres cosas: 1... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VETE A LA CAMA CON...
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
[2] Capítulo 01
[2] Capítulo 02
[2] Capítulo 03
[2] Capítulo 04
[2] Capítulo 05
[2] Capítulo 06
[2] Capítulo 07
[2] Capítulo 08
[2] Capítulo 09
[2] Capítulo 10
[2] Capítulo 11
[2] Capítulo 12
[2] Capítulo 13
[2] Capítulo 14
[2] Capítulo 15
[2] Capítulo 16
[2.2] Capítulo 17
[2.2] Capítulo 18
[2.2] Capítulo 19
[2.2] Capítulo 20
[2.2] Capítulo 21
[2.2] Capítulo 22
[2.2] Capítulo 23
[2.2] Capítulo 24
[2.2] Capítulo 25
[2.2] Capítulo 26
[2.2] Capítulo 27
[2.3] Capítulo 28
[2.3] Capítulo 29
[2.3] Capítulo 30
[2.3] Capítulo 31
[2.3] Capítulo 32
[2.3] Capítulo 33
[2.3] Capítulo 34
[2.3] Capítulo 35
[2.3] Capítulo 36
[2.3] Capítulo 37
[2.3] Capítulo 38
[3] Capítulo 1
[3] Capítulo 2
[3] Capítulo 3
[3] Capítulo 4
[3] Capítulo 5
[3] Capítulo 6
[3] Capítulo 7
[3] Capítulo 8
[3] Capítulo 9
[3] Capítulo 10
[3] Capítulo 11
[3] Capítulo 12
[3] Capítulo 13
[3] Capítulo 14
[3] Capítulo 15
[3] Capítulo 16
[3] Capítulo 17
[3] Capítulo 18
[3] Capítulo 19
[3] Capítulo 20
[3] Capítulo 21
[3] Capítulo 22
[3] Capítulo 23
[3.2] Capítulo 1
[3.2] Capítulo 2
[3.2] Capítulo 3
[3.2] Capítulo 4
[3.2] Capítulo 5
[3.2] Capítulo 6
[3.2] Capítulo 7
[3.2] Capítulo 8
[3.2] Capítulo 9
[3.2] Capítulo 10
[3.2] Capítulo 11
[3.2] Capítulo 12
AMBROSÍA EN FÍSICO
LOS CUENTOS DE ANNIE
EPÍLOGO I
EPÍLOGO II
EPÍLOGO III
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Capítulo 20

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By ValeriaDuval

PRIMO LIBRO. SECONDA PARTE
(Primer libro. Segunda parte)

.

PAURA
(Temor)

.

Cuando entraron a su recámara, tan sólo se quedaron ahí, parados uno frente al otro, mirándose. Anneliese, esperando; Angelo... sus ojos grises apuntaron hacia su propia recámara, revelando sus pensamientos.

Ella se apresuró y cerró la puerta, y no sólo eso: también presionó el seguro, pidiéndole «Quédate», sin palabras.

Y él lo entendió.

La miró a los ojos, sólo por un segundo, asegurándose de que realmente era lo que ella quería. Y así era. Alargó su mano derecha y la alcanzó por la cintura, atrayéndola...

*

Un momento atrás, Raffaele había estado mirando a Anneliese.

El próximo mes, la niña cumpliría cinco años y parecía tener tres. Tenía todas las capacidades de una niña de su edad —quizás estaba un poco consentida y eso le impedía aprender cosas como atarse las agujetas a sí misma—, pero era muy bajita y muy delgada. Caminando, parecía un juguetito, una especie de muñeca automática... preciosa.

Tenía los cabellos rubios dorados, rizados en bucles, largos hasta la cintura, los labios más rosas que podía tener una niña de piel tan clara y unos ojos azules que, en su carita afilada, lucían anormalmente grandes.

Hanna temía que ella no estuviera desarrollándose con normalidad; aunque el pediatra dijera que ella estaba bien, que sencillamente era una niña de talla pequeña, la mujer tenía sus dudas. Raffaele ni siquiera se daba cuenta de esto: él había tenido sólo varones, ¿cómo saber lo que era «normal» o no, en una niña? Además... él no se fijaba en eso. Para él, sencillamente —cuando estaba consciente—, Annie era una muñequita.

Raffaele levantó lo que quedaba de él de ese sofá que antes era color crema —ahora tenía diferentes tonos de gris, según el hombre sudara—, y Hanna lo miró de reojo. Trataba de no verlo a la cara. Le daba miedo.

Él parecía un muerto.

Un alma en pena.

Un espíritu condenado.

Dos noches atrás lo había visto vomitando sangre viva, fresca. No le sorprendió el hecho, sino que él se hubiese tardado tanto en tener úlceras gástricas: no comía durante días, sólo bebía agua y vino..., y vino y agua.

Había visto a Matteo, un par de veces, metiéndole comida a la boca. Su primogénito le daba lástima: él parecía el receptor directo de todos los problemas en casa.

Lo siguió escaleras arriba y escuchó que se duchaba. Hanna supo lo que seguía: un viaje largo. Una visita que iba a dejarlo aún peor de lo que ya estaba.

Por eso es que él miraba a Annie de ese modo: recordaba —como si no lo hiciera todo el tiempo. ¡Como si él pensara en otra cosa!—. Habían pasado casi cinco años. Ya cinco. El tiempo volaba.

Anneliese pasó cerca de ella, brincando en su cuerda.

—No brinques cerca de las escaleras, Annie —le pidió Angelo.

Hanna miró a su niño, quien, hasta el momento en que habló, parecía estar completamente inmerso armando su esqueleto de dinosaurio, pero no. Tampoco es que le sorprendiera: aunque él estuviese haciendo una o dos cosas a la vez, siempre estaba más atento a su hermana.

Angelo se percató de que su madre lo veía —sintió su mirada—, y los ojos grises de ambos —los de él más claros— se encontraron, pero sólo por un segundo, pues él se volvió rápido, antes de que su madre pudiese sonreírle.

Él aún no la perdonaba.

Dos meses atrás, ella lo había abofeteado por tirar dos veces su plato al suelo y él aún no la perdonaba. Hanna se preguntó si él lo haría, algún día.

Anneliese entró corriendo a su recámara y, luego de un breve instante, salió nuevamente corriendo, pero está vez llevaba entre los brazos un conejo blanco, de felpa, casi tan grande como ella.

—Ang-- —decía, cuando pisó una pata de su juguete.

Cayó sobre el dinosaurio de su hermano, que estaba ya casi completo, destrozándolo.

—¡Annie! —y a él le importó un comino—. ¿Estás bien?

Se puso de pie, de un salto, y la ayudó a levantarse.

El día anterior, recordó Hanna, ella había aspirado la alfombra cerca de su juguete y él le había dicho, con toda la indecencia que un niño de cinco años, tan adorable, podía: "No toques mi dinosaurio".

Annie sacudió su conejo mientras Angelo le revisaba las rodillas a ella.

Hanna sonrió. Ya sabía cómo iba a perdonarla su hijo: a Annie le encantaban los conejos.

—Estoy bien —la niña se arrodilló y sentó a su conejo al lado de ella—. Te ayudo a armarlo —quiso arreglar el juguete de su hermano.

—No. Ya me aburrió —él hizo a un lado los huesos de plástico, aún medio ensamblados, con el pie descalzo.

En la habitación principal, la ducha se detuvo. Hanna esperó un poco y fue a su habitación. Encontró a Raffaele sentado sobre la cama; las luces estaban apagadas, con excepción de las que provenían del cuarto de baño. Se había rasurado y cortado los cabellos él mismo, por lo que su corte era disparejo.

—¿Quieres que te empareje el cabello? —se ofreció ella.

Sin barba, él lucía aún más... flaco.

Raffaele asintió, en silencio. Hanna cogió unas tijeras y la máquina, y mientras le acomodaba una toalla sobre los hombros, vio una cantidad insuperable de caspa. No le dio asco. Le dio lástima: cuando lo conoció él era un hombre tan fuerte, seguro y guapo, tan... feliz. Él transmitía energía por cada poro y, su hermosa risa, te hacía reír.

—Hanna —él dijo su nombre por primera vez en... años.

—¿Sí?

—¿Puedes comprarme el boleto?

El boleto. No un boleto. EL boleto. Hanna miró su rostro, de mejillas hundidas, a través del espejo. Pensó en que él no aguantaría otro viaje. Ese cuerpo, demacrado y hecho trizas, no iba a soportar otra... visita.

—Sí —se escuchó decir. Pero no tenía ninguna intención de dejarlo ir a ningún sitio. No iba a dejarlo morir, aunque para eso tuviera que... dejarlo.

Amaba tanto a ese hombre —le debía tanto— que sería capaz de morir, en su lugar, o de padecer su sufrimiento —lo cual era peor que la muerte, ya lo veía ella, y aun así, ¡lo haría con gusto!—.

—¿Para cuándo lo quieres?

—Para este sábado.

—El sábado —aceptó, comenzando a cortar sus cabellos.

Cuando terminó, lo besó en una sien y lo dejó solo. Ella tenía cosas que hacer:

Comprar mucha comida, de abertura fácil, en el supermercado.

Comprar un conejo blanco.

Hacer sus maletas y escribir una carta.

No iba a dejarlo ir. Y tal vez ella no podía detenerlo, pero sus hijos sí: si ella se iba, ¿quién iba a cuidar de sus pequeños? Raffaele jamás abandonaría a sus niños. No a sus hijitos. Se quedaría con ellos... cuidándolos y, por ende, cuidando de sí mismo.

*

Cada mañana, cuando Anneliese abría los ojos, durante un par de segundos no pensaba en nada. No existía nada, además del colchón y las sábanas rosas que la cubrían de pies a cabeza. Sin embargo, aquella mañana, su primer pensamiento fue «Angelo».

Pensó en él... porque le escoció la intimidad.

Parecía un sueño. Era tan irreal que, si no le ardiese la entrepierna, pensaría que había sido sólo un sueño. Pero había sucedido. Y no había sido, ni remotamente, como ella imaginaba. Sus libros siempre describían las primeras experiencias sexuales de sus protagonistas como románticas, dulces, suaves y, sobre todo, placenteras: decían que apenas era una punzada de dolor, durante la primera penetración, y luego todo éxtasis.

¡Pero eso no era cierto!

O al menos, la de ella, no había sido así.

Angelo había ido lento, pero al principio había sido extraño. En lo único que ella podía pensar, era en que no quería que él se arrepintiera y..., Angelo parecía inseguro —de hecho, hubo momentos en que parecía dudar en seguir—.

Había sido ella quien lo llevó a la cama y tomaron asiento sobre ésta, besándose al principio, lento —era ella quien lo besaba a él—, y también fue ella misma quien se recostó sobre las almohadas, pero sin soltarlo ni un momento, cogiéndole una mano. Él se recostó sobre ella, apoyándose con un codo contra el colchón y... también había sido ella quien comenzó a sacarle la ropa, empezando por la playera negra, que llevaba él puesta. Annie había comenzado a pensar en que, tal vez, él realmente no quería hacerlo, pero cuando se hallaron desnudos, se dio cuenta de que, lo que él tenía, era temor —por la situación..., por ella—. Él comenzaba a tocar su piel —de manera suavísima, delicada—, estudiando su rostro, sus reacciones, probando qué podía tocar y qué no y..., fue ahí cuando Annie se dio cuenta de que también ella tenía miedo.

Ella lo había estado abrazando, besando —halando—, con la intención de incitarlo, de despertarle el deseo, pero una vez que lo tuvo, que él comenzó a buscar partes de su cuerpo desnudo, con sus labios, ella se sintió cohibida —de hecho, había dado más de un respingo cuando, de repente, él acariciaba lugares muy privados, frenándolo así, sin quererlo, provocando que sus caricias, por un buen rato, fueran pudorosas—.

Y aunque ella, a momentos, se había perdido con la desnudez de Angelo —él siempre había sido un muy activo atleta, por lo que su cuerpo, de piel blanca, pura, tenía músculos duros que se remarcaban desde los hombros, los brazos fuertes, pectorales y abdomen—, y hacía pausas para besar su piel, se había negado, rotundamente, a que él besara más abajo del ombligo. Y él lo había aceptado; había sido considerado y paciente, yendo al ritmo que el cuerpo virgen de la muchacha lo aceptaba.

Había sido un proceso lento —muy, muy lento— y, sobre todo, doloroso, pero él no se había quejado, ni apresurado, una sola vez, y pareció incluso avergonzado cuando, a los pocos segundos de terminar de unirse con ella —cuando ella aún intentaba asimilar el dolor y acostumbrarse a la dilatación— le confesó que iba a terminar.

También fue su primera vez, Annie lo entendía y, en secreto, daba gracias: ella no habría sido capaz de soportar más dolor.

Por consideración con él y, pese al temor, Annie le dio permiso de continuar y, aunque el sufrimiento superó a cualquier otro, su mente se paralizó al escucharlo soltar el aire por la boca, en un jadeo suave, al tiempo que se enterraba profundamente dentro de ella.

Mordiéndose un labio y resistiendo, Annie notó que su piel blanca estaba erizada y le dio un besito en una mejilla, buscándole la cara... y, cuando él volteó, ahí mismo, en ese momento y en ese instante, cuando sus ojos grises, brillantes y entrecerrados a causa del placer, la miraron, ella dejó de ser sencillamente Anneliese y se convirtió en algo más... en una con él, con ese muchacho tan bello —¡tan aterradoramente bello! Por Dios, Annie nunca lo había visto tan guapo antes— que había llegado al éxtasis... dentro de ella.

Jadeó al ser enteramente consciente de que él estaba terminando. Recorrió su rostro bonito con la mirada: su frente estaba perlada de una fina capa de sudor, sus labios rosas, húmedos, estaban entreabiertos, buscando aire, dejando ver sus colmillos afilados... y entonces ella, pese al dolor, se sorprendió con las piernas bien abiertas, flexionadas y alzadas, recibiéndolo, sintiendo...

A pesar del sufrimiento —y de que ella no había conseguido placer físico alguno— se sentía complacida, pues creía que todo, absolutamente todo, había valido la pena por ver esa expresión tan bella que puso él, en su momento más dulce, más vulnerable, por haberlo tenido, desnudo, entre los brazos, y por haber escuchado ese quejidito erótico, masculino, de placer y alivio, que él había dejado escapar al final...

Pero ahora le dolía hasta la espalda.

Y también estaba algo decepcionada, pues al final —luego de que se unieron por segunda vez—, cuando él la envolvió entre sus brazos para que pudiera descansar, ella le pidió que no se marchara y él prometió "Jamás»"..., pero, en ese momento, se encontraba sola.

Se sentía defraudada, pero no sorprendida: sus padres regresaban esa misma mañana y Matteo también; era obvio que Angelo no quería que los encontraran juntos, desnudos, en la cama.

Cambió de postura y se quejó; también le dolían las piernas.

—Anneliese —llamó Hanna a su puerta, algo urgida.

—Ay... —susurró Annie. ¿Qué quería su madre? No le apetecía ponerse de pie—. ¿Qué pasa, mami?

—¡Anneliese! —la llamó de nuevo, aún más fuerte que antes.

—¡¿Qué?! —se obligó a tomar asiento y le dolió el vientre—. ¿Qué pasa? —gruñó por el dolor que le provocó el grito.

—Tu papá ya está en el auto. ¿Qué estás haciendo? ¡Te está esperando!

¿En el auto? Su mente no logró recordar a dónde tenían que ir. Miró el calendario en su escritorio: 20 de Mayo. ¿Qué tenían para el 20 de M... ¡Mierda! El cumpleaños del abuelo Giovanni.

—Ya casi estoy lista —mintió, acariciándose el vientre; era como tener un cólico menstrual—. Dile que ya bajo, por favor.

Se quitó el edredón de encima y buscó rastros de sangre en las sábanas —su madre jamás los acompañaba a casa de los abuelos, lo cual significaba que podría entrar a su recámara y ver esas... delatadoras manchas—, pero ahí no había nada. Al menos, no sangre viva —como ella había temido—, había algunas manchas rosadas, pero nada más. Se puso de pie y las piernas le temblaron. Era como haber hecho ejercicio durante horas enteras. Se le revolvió el estómago y tuvo que tomar asiento. ¿Qué diablos le ocurría?

—¿Listo, Annie? —siguió Hanna.

La muchacha comenzó a irritarse. ¿Su madre no iba a apartarse de la puerta hasta que ella saliera?

—Ya casi —gruñó, exasperada. Se dio cuenta de que estaba sudando.

Una vez más, se forzó a levantarse y entonces sintió que un líquido cálido bajaba por uno de sus muslos. Por un momento creyó que le había llegado el periodo, sin embargo, ese líquido era... blanco. Totalmente blanco, espeso y se entremezclaba con hilos de sangre.

«¿Esto es...?» se preguntó, algo asustada, y entonces reparó en que Angelo no había usado condón.

Su madre volvió a llamar a la puerta y la rubia suspiró, en ese momento no tenía tiempo para pensar en las posibles consecuencias de la noche anterior. ¡Tenía que prepararse antes de que fuera a buscarla Raffaele y la obligara a abrir su puerta! Cogió algunos pañuelos desechables y se limpió los muslos, luego toallas húmedas y se las pasó por toda la piel, comenzando con la cara —ni siquiera se había desmaquillado—, el cuello sudado, las axilas, el vientre... la entrepierna. Una vez aseada, se metió rápidamente en lencería oscura —no quería dejar manchas, que su madre podría ver, en las pantaletas claras—, se puso un vestido azul, del mismo tono que sus ojos, se calzó sandalias y se cepilló los cabellos. Se adornó con algunas joyas de oro, cogió un bolso y guardó dentro su teléfono celular, un espejo y algo de maquillaje —se oscurecería las cejas en el camino—, luego, abrió la puerta, fingiendo una sonrisa a su madre, aunque, lo que quería, era pedirle una pastilla para los cólicos menstruales.

Al verla, Hanna frunció el ceño.

—¿Qué es lo que estabas haciendo? —inquirió, extrañada. Su hija no parecía haberse esmerado en su arreglo. Lucía simple y algo... asustada—. ¿Te sientes bien?

—Sí. Y no hacía nada —se limitó Annie, cerrando la puerta en las narices de su madre—. Adiós —dijo, pero ingresó al cuarto de baño; se moría por lavarse el rostro y cepillar sus dientes.

Cuando llegó al garaje —sintiendo que se le doblaban las piernas a cada paso—, el auto de su padre ya estaba encendido.

—¿Dónde diablos estabas, Anneliese? —le gruñó él.

«Ya va a empezar».

—Perdón, papi. Me quedé dormida —se acomodó en el asiento trasero, junto a Matteo. La entrepierna punzó al sentarse.

Angelo ocupaba el lugar del copiloto y evitó voltearla a ver.

—¿Y tú haciendo qué? —siguió él—. Matteo me hizo perder el tiempo porque se quedó viendo televisión, Angelo estudiando, ¿y tú?

«¿También Angelo se quedó dormido?», se preguntó. Miró a su hermano desde el asiento trasero; él no parecía desvelado. Lucía fresco y adorable, como siempre.

—Leyendo, papi —se limitó—. Tengo un nuevo libro.

*

Contrario a las celebraciones de la abuela Rebecca, los cumpleaños de Giovanni Petrelli eran una reunión familiar bastante sencilla —era lo más que aceptaba él—. Sólo asistían sus tres hijos y las parejas de estos —exceptuando a Hanna, claro—, sus siete nietos —y Raimondo—, y Marco.

Marco Petrelli era su hermano menor y padecía de discapacidad intelectual, por lo que vivía en una casa para personas con capacidades diferentes, pero esto no era porque él resultase peligroso para nadie, sino porque ahí era bien atendido las 24/7, y podía jugar el día entero con otros niños, como él; Marco era un hombre que, físicamente, tenía cincuenta años, pero su mente no había madurado nunca. Tenía poca retención y siempre llevaba entre las manos algún juguete afelpado. Le gustaban los abrazos, las canciones, los chocolates y jugar con los nietos de su hermano. Aunque a Annie le gustaba magullarla un poco —con abrazos—, y jamás podía recordar su nombre —él siempre la llamaba Audrey—.

—¡Raffaele! —gritó Marco, emocionado, al ver a su sobrino bajar del auto.

Lo abrazó y apretó con fuerza, embarrando la costosa playera color beige, de su sobrino, con pastel de chocolate. Por fortuna —para Raffaele—, un zorro que pasó cerca de ellos llamó la atención del hombre-niño, haciendo que se olvidara completamente de Raffaele y corriera tras el animal.

—Qué bueno que ninguno de ustedes nació loco —murmuró Raffaele a sus hijos, con cansancio, limpiándose el chocolate de la ropa—. Porque eso, Annie, igual que la hemofilia, sí es hereditario —añadió, recordando la pregunta de su hija, de tiempo atrás, sobre si el nacimiento de gemelos era una cuestión genética.

—Ah, ¿sí? —tanteó ella, y sus ojos azules se desviaron nuevamente hacia Angelo.

Dos veces. La noche anterior, se habían unidos dos veces... ¿Qué sucedería si se quedaba embarazada? Sintió miedo, pero no de que Angelo le hiciese un hijo insano mentalmente —nada que viniera de Angelo Petrelli podía ser feo, o tonto, o incompleto—. Su miedo era más simple: ¿un embarazo a los quince años? ¡¿Un embarazo producto de su primera experiencia sexual?! Deseó haberse cuidado con algo...

Estaba tan absorta en sus pensamientos, que no se dio cuenta de que su padre y hermanos echaron a andar, hacia la casa, dejándola atrás, hasta que Marco la sorprendió por la espalda y la abrazó.

—¡Audrey! —le gritó.

—¡Ay, tío! Me haces daño —le dijo, con los pies colgando a más de veinte centímetros del suelo.

Deficiente mental o no, Marco era tan alto y tan fuerte como todos los varones Petrelli, pero él no medía su fuerza.

—Audrey, ¿jugamos a Serpientes?

—No, tío. Llévame con Jessica —sabía que él no iba a bajarla pronto—. ¿Ya llegó Jessica?

—Sí. Y hay pastel. ¿Quieres pastel, Audrey?

—Sí. Y a Jessica.

Marco la dejó en el suelo, luego se arrodilló de espaldas a ella.

—Caballito —le propuso, con su enorme sonrisa bobalicona.

A Anneliese se le partió el corazón. Su tío Marco tenía las mejores intenciones con ella, pero... ¡ella no podía abrir las piernas más! Si se montaba sobre su espalda, se pondría a llorar.

—Ven, tío —le dijo, cogiéndolo de la mano—. No puedo. Estoy algo dolorida, ¿sabes?

El rostro de Marco fue de auténtico pesar.

—Oh, ¿qué te ocurrió, Audrey? —le revisó la cabeza—. ¿Te lastimó Raffaele? Le diré a Giovanni que Raffaele volvió a pegarte.

¿Volvió? ¿Cuándo Raffaele la había golpeado? Sí, bueno, le había dado una bofetada, una vez, pero nunca la había golpeado en la cabeza. Annie frunció el ceño.

—No, tío —lo encaminó hacia la casa—. Mi papá no me pegó. Él no me pega —le aclaró, antes de que él lo dijese frente a alguien y las personas lo malinterpretaran—. Vamos —lo llevó hasta el jardín trasero, donde estaba toda la familia reunida.

Annie sonrió, le gustaba verlos a todos sentados en la misma mesa. Sus tías Gabriella e Irene se reían de alguna broma entre ellas, la abuela Rebecca abrazaba a Raffaele, el tío Uriele decía algo al abuelo Giovanni, Matteo y Angelo tomaban asiento junto a Ettore y Lorenzo, quienes miraban videos en un teléfono celular, y al final, estaban Raimondo, Lorena y Jessica; la primera —abrazada a su novio— la saludó con un ademán, la segunda, ni la miró. Y hasta entonces, Annie reparó en que había dejado sola a su prima en casa del entrenador de soccer; no había que ser un genio para comprender que ella estaba muy molesta.

—Ahí está mi sol —dijo Giovanni al ver a Anneliese, y le tendió los brazos—. ¿Dónde estabas, mi rubia hermosa?

—El tío Marco me atrapó —excusó Annie, mostrándole las irrefutables pruebas en su vestido azul: manchas de chocolate—. Felicidades, abuelito —lo abrazó, y el hombre la apretó con fuerza.

Anneliese se atrevería a decir que era ella la nieta consentida de Giovanni, a pesar de que, en realidad, no era su nieta —y de que él tenía dos nietas sanguíneas—.

—Hola —dijo a sus primas, cuando su abuelo finalmente la soltó.

Tomó asiento —con cuidado— al lado de Jessica. Quería disculparse, pero ¿cómo le decía lo que había ocurrido? ¿«Verás, Jess, Angelo besó a Rita; lo hizo para molestarme y yo caí. Perdona que saliera corriendo como Cenicienta. La parte buena, te alegrarás por mí, es que hicimos el amor»? No, eso no se escuchaba bien, aunque, internamente, se moría por contárselo. Era la primera vez que la excluía de una parte importante en su vida. Generalmente, una era confidente de la otra.

Un pequeño lechón, jugoso y humeante, que los cocineros pusieron frente a ellas, distrajo a Annie, quien se sorprendió del hambre que sintió al verlo. Alargó la mano y picoteó la crujiente piel del lechón con su tenedor; el jugo de la carne, brillante y salado, escurrió por un costado.

—¿Me perdí de algo? —preguntó, tragando saliva.

Hnm —Lorena pareció pensarlo—. No. De nada.

Annie se estiró y le besó una mejilla a Jessica; ella no se quitó, pero tampoco se lo regresó.

—Te cuento al ratito —le prometió Annie, aunque no sabía qué iba a inventarle.

Jess se encogió de hombros, indiferente.

—Qué bien huelen esos puerquitos —comentó Raimondo.

—Seguro que olían mejor en vida —argumentó Matteo.

—Tú no sabes de lo que hablas —terció Lorenzo—: yo los vi vivos esta mañana, cuando los trajeron (los alimenté incluso) y, créeme, ahora huelen y lucen mucho mejor que entonces.

Matt torció un gesto de desagrado:

—Los alimentaste esta mañana y, ¿ahora vas a tragártelos?

El debate sobre el consumo de la carne se desató entre los muchachos, y aunque al principio fue entretenido, Anneliese se aburrió —Angelo no dijo una sola palabra y ella quería oírlo a él—, así que, luego de comer una rebanada de lechón, se apartó y fue a perderse al jardín de rosas, de la abuela Rebecca. Quizás, en el fondo, lo que quería era que su hermano la siguiera cuando los demás se distrajeran.

O que la siguiera Jessica, también. Las dos opciones eran buenas.

Cuando niñas, las tres primas solían jugar durante horas en aquel jardín; era pequeño, con sus muros de arbusto combinados con rosas color lila, sin espinas —eran rosas con injerto de gardenia, lo que las hacía desprender un intenso aroma y, sus tallos, ni un sólo pincho—, los adoquines en el suelo eran grises y, la terraza central, tenía una salita que hacía juego con las rosas, donde Anneliese se recostó. Los rayos del sol matutino se le colaron por los párpados en un suave resplandor rojizo, pero lejos de incomodarla, la ayudaron a dormir, aunque, poco tiempo después, cuando despertó, fue precisamente gracias al sol: alguien le cubría la luz con la mano, esperaba un rato a que se acostumbrara a la sombra y la quitaba de repente, encandilándola.

Anneliese creyó que se trataba de su prima Jess, ¿quién más podría ser tan cruel? Y le dio un manotazo —aunque sabía que se merecía la tortura—.

—Basta —suplicó, volviéndose de costado.

Chist —le pidieron a cambio, y el sonido no correspondía a la femenina voz de Jessica.

Sintió que le apartaban los cabellos del rostro con una caricia, y ella abrió los ojos, encontrándose con Angelo, arrodillado, a su lado. Él se llevó el índice derecho a los labios, pidiéndole que guardara silencio.

—Toma —le susurró, entregándole algo envuelto en una servilleta de papel, y una botella de agua.

—¿Qué es? —preguntó ella, incorporándose, aunque tenía tantas otras cosas qué decirle. Abrió la servilleta y se encontró con un par de pastillas rosadas—. ¿Qué son?

Angelo ladeó ligeramente la cabeza, hacia un lado, como si buscara palabras para explicarlo.

Ah... Anoche —comenzó a decir, pero no terminó.

Annie lo comprendió: eran píldoras del día después. ¡Bendito su Dios que le había dado ese gran cerebro a su hermano!

—¿Dónde las conseguiste? —las cogió y las miró bien: eran diminutas.

—Fui con Matt y Ett a la farmacia, hace un momento —le dijo; Annie comprendió que se había quedado dormida un buen rato—. Tómatelas.

—¿Juntas? ¿Las dos?

—Sí.

Anneliese se las metió a la boca y Angelo abrió la botella para ella; se las bebió con un solo trago de agua y luego se quedaron mirándose.

—Anoche —comenzó a decir Annie, pero se escucharon pasos en su dirección y guardó silencio.

Angelo no esperó más, se levantó y se marchó, sin decirle nada. Y Anneliese se quedó ahí, deseando un beso.

Cuando Jessica cruzó el arco de rosas, hacia donde se encontraba Annie, rozó a Angelo por un hombro, sin querer, y lo miró de reojo.

—¿Te vas a quedar todo el rato aquí? —le preguntó luego a la rubia, cuando el muchacho las dejó—. Ya nos vamos a tomar la foto —la fotografía familiar, de cada año, se tomaban en el cumpleaños del abuelo.

Annie sacudió la cabeza.

—Sólo me maquillo, y ya —aseguró, abriendo su pequeño bolso.

Jessica se sentó frente a ella, cogió las sombras color chocolate, con las que Annie se oscurecía las cejas y una brocha.

—¿Por qué te fuiste así ayer? —le preguntó, raspando la sombra con la diminuta brocha.

—Me... sentía mal —fue todo lo que se le ocurrió decir.

Jessica se quedó quieta por un segundo, mirándola como si no le creyera nada, pero sin reproche alguno, haciéndole saber que no insistiría; comenzó a maquillarla.

—No físicamente —siguió Annie—. Yo... No lo sé. Perdóname.

*

Cuando volvían a casa, ya por la tarde, Raffaele se detuvo en un restaurante coreano para comprar la cena. Sus tres hijos bajaron con él, y mientras les entregaban su pedido, ellos tomaron asiento en una mesa cercana a la entrada, lo que provocó en Annie una punzada particularmente fuerte, entre las piernas.

Ella abrió su boca, halando aire, y se levantó rápido.

Los tres la voltearon a ver. Sólo uno de ellos sabía qué le ocurría.

—¿Qué pasó? —se preocupó Raffaele—. ¿Te duele algo?

—Cólico —mintió ella.

Su padre torció un gesto suave, que intentó ocultar; no le gustaba que le hablara de eso. Le gustaba pensar que su niña seguía siendo una niña.

—Mi pobre muñequita —se compadeció Matteo, dándole un beso en la cabeza cuando ella volvía a sentarse.

Fue Angelo el único que no le dijo nada; ni siquiera la miró y, de hecho, él no volvió a mirarla en toda la noche. Annie intentó disculparlo, diciéndose que el temor no lo superaría de la noche a la mañana, sin embargo, al día siguiente tampoco le habló, ni el día que le siguió, ni el que le siguió a ése...

Ella intentó acercarse más de una vez, pero le fue casi imposible: él comenzó a irse muy temprano al liceo, con Raimondo —dijo a su padre algo de que preparaban un nuevo proyecto de Robótica— y luego de las clases extracurriculares se quedaba dos horas más, pues su entrenador de natación estaba convencido de que él tenía la capacidad para competir en las siguientes olimpiadas; cuando finalmente llegaba a casa, sólo dejaba su mochila y cogía otra, la que llevaba siempre a la universidad, para su diplomado de física; regresaba ya noche —tanto que ni siquiera estaba cenando con su familia— y, cuando se llegó el día sábado, cuando Annie finalmente creyó que podrían hablar por cinco minutos... él se fue a casa de Raimondo.

Hanna dijo que él iba a quedarse unos días con su amigo —se había marchado incluso antes de que ella despertara— y Annie supo que no iba a verlo pronto: en casa ya no había quién le obligara a volver, pues su padre, dos días atrás, también había desaparecido a... a donde quiera que él fuese, cada verano.

Y aunque no quería hacerlo —aunque doliese hacerlo—, a Anneliese no le quedó más remedio que aceptarlo:

El miedo le había ganado.

Él no quería nada más y ella no podía obligarlo.

... Eso había sido todo.

Angelo quería dejarlo justo así y no había nada pudiera hacer para cambiarlo.

Aquel fin de semana, Anneliese lloró como nunca en su vida lo había hecho.

** ** ** ** ** **

Llegamos a la segunda parte del primer libro.

¡Muchísimas gracias por leer!


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