TOGLILE GLI OCCHI
(Sácales los ojos)
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Anneliese Petrelli no participaba en clase de natación, o se duchaba en el instituto, luego de deportes.
Algunas personas intercambiaban comentarios al respecto: decían que quizá Annie tenía cicatrices o alguna otra clase de terribles marcas, en el cuerpo, que la avergonzaban y le impedían quitarse la ropa frente a los demás, pero eso no tenía ninguna base y carecía de credibilidad, tomando en cuenta que ella sí usaba bañador, sólo no entraba a la piscina. Y lo peor era que el entrenador de natación no le exigía —como al resto de alumnos— que participara. Él le permitía sencillamente que tomara asiento en una esquina y se pusiera a leer.
Claro que las personas se preguntaban el porqué de estos privilegios, pero nadie se quejaba con el entrenador pues él era demasiado severo y, preguntarle directamente a Anneliese, quien era excesivamente reservada y tímida —ella no hablaba con nadie—, no era una opción.
Fue por eso que a Aurora se le ocurrió que, empapándola con un capuchino extra acaramelado, la obligarían a desnudarse y tomar una ducha. Y cuando le dijo a Fabio que la ensuciara con café, no creyó que él cogería una taza caliente del carrito y le lanzaría el contenido. Dedujo que, antes de hacerlo, lo enfriaría. No, no es cierto: ni siquiera pensó en eso. ¿Realmente era necesario explicar que, si la intención es ensuciar, y no arrancar la piel, primero hay que enfriar la bebida?
Tampoco él lo pensó. Su novia le dijo: "Lánzale un capuchino a Anneliese Petrelli" y Fabio no se paró a pensar en que estaban muy calientes. De hecho, ya incluso cuando se lo había lanzado, no reparó en que la había quemado: en aquel liceo las tazas eran térmicas, por lo que él no percibió el calor de la bebida en su mano. Se dio cuenta de lo que había hecho cuando Annie se retiró las manos del rostro y pudo ver el gesto de dolor que torcía, luego estudió el resto de tazas y notó que despedían un ligero vapor.
Y sin saber por qué Annie no usaba las regaderas, Aurora y Fabio fueron expulsados de la institución: el bullying no era tolerado en el Istituto Cattolico Montecorvino.
En cuanto a Angelo Petrelli, luego de reunirse el director de la institución, con la psicóloga, algunos profesores y el consejo de padres de familia, se decidió que el suyo había sido un acto de cólera al ver a su hermana herida, atacada injustamente y, siendo así, debían comprender al adolescente, quien nunca antes, durante su estancia en el instituto, había tenido alguna clase de reportes, ni problemas con nadie. Sin embargo, le habían dado una semana de suspensión, como sanción.
O tal vez había sido un descanso para que se recuperara emocionalmente, creía Anneliese, ya que había escuchado al director susurrar a Raffaele que él se encargaría de que el muchacho no tuviese faltas en ninguna materia. Annie no se sorprendió: el director sentía gran afecto por Angelo, y la institución estaba interesada en conservar a un alumno tan sobresaliente como él. En cuanto a ella, también le habían dado una semana para recuperarse. «Pero eso no es suficiente», pensó, una semana no bastaba para que se olvidaran de su humillación... o de los motivos de Aurora, si es que se llegaban a esparcir por la institución.
Y lo harían.
En el liceo los rumores corrían con rapidez. Siempre había alguien susurrando y Annie ya había escuchado que sus compañeros sentían curiosidad del porqué se le permitía pasar de la clase de natación y, lo que era un poco peor, no usaba las regaderas luego de deportes, limitándose a quitarse el sudor con una toalla empapada.
Pero Annie no podía decírselos; lo consideraba vergonzoso y humillante: aquella caída en la piscina, cuando tenía sólo cinco años, había degenerado en un temor profundo e irracional hacia cualquier contenedor de agua que albergase el suficiente líquido para cubrirle las pantorrillas...
Annie quería vencer su temor, pero no podía controlarlo. Era algo inevitable y, con cada año, sentía que su fobia crecía. En ese momento ni siquiera era capaz de meterse a la ducha si tenía a personas cerca, pues temía que la sujetaran bajo el chorro de agua —lo cual, por supuesto, no la ahogaría, pero sí la asfixiaría, ya que sus conductos de respiración se cerraban cuando entraba en pánico—.
«Patética», se dijo, sintiendo ganas de llorar.
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—¿Y si aprovechamos estos días y nos vamos de vacaciones? —preguntó Matteo. Se dirigía a su padre.
La familia se encontraba en la cocina, cenando.
Habían pasado ya tres días desde que quemaran a Annie y, aunque ya no le dolía nada, su cara se había llenado de pequeñas ampollas. Sentía la piel delgada y reseca; temía sonreír y que sus mejillas se cuartearan, como un viejo lienzo de óleo.
—Tengo trabajo —se negó Raffaele, dándole un pequeño trago a su vaso de whiskey.
—Al menos el fin de semana —insistió el muchacho.
Raffaele suspiró, cansado.
—Tu hermana está lastimada —obvió—. Además, mañana iremos a casa de los abuelos.
El muchacho torció un gesto de hastío.
—Matt... —se adelantó Hanna—, ya cállate. No vamos a ningún lado, más que con tus abuelos. Cállate ya —su tono era casi amenazante.
«¿"Vamos"?», se preguntó Matteo, con ironía, con incredulidad e indignación. Claro, vamos... pero él y sus dos hermanos menores, ella no tenía que ir a casa del detestable padre de Raffaele. De hecho, ella tenía prohibido visitar la casa principal de los Petrelli —o cualquier casa donde estuviesen presentes los abuelos—. No era como si nadie lo hubiese dicho abiertamente... pero así era. Giovanni y Rebecca ni siquiera intentaban disimular su desprecio por Hanna... —y Giovanni, también por los hijos de ésta. Cualquiera diría que esto último era una tontería, ¿qué clase de persona detesta a sus nietos? Pero él lo hacía—. Y eso no era una simple suposición del muchacho. Estaba seguro de ello: nunca se lo había dicho a nadie, pues sentía cólera y vergüenza, pero él mismo lo había oído. Tenía sólo nueve años y era la primera vez que visitaban a los abuelos, por lo que Matt llegó a su residencia, a afueras de la ciudad, bastante emocionado. Algunos meses atrás había conocido a la familia de Hanna, en Alemania, y ellos habían llenado a los tres niños de besos, abrazos, galletas caseras y regalos, y al decir verdad, Matt esperaba el mismo trato por parte de los padres de Raffaele.
Claro, no había sido así: cuando llegaron a la enorme y anticuada casona, los viejos ni siquiera se dignaron a recibirlos. Les había abierto la puerta una sirvienta, pero luego bajó Gabriella, la hermana mayor de Raffaele; ella lo saludó con un gran abrazo y besos en las mejillas, y entonces él subió a buscar a sus padres. Luego, la tía llevó a los tres niños a la cocina, donde se encontraban sus hijos, los gemelos Lorenzo y Lorena.
El chocolate caliente que les sirvió la tía Gabriella entretuvo por un rato a los niños, pero Matteo comenzó a aburrirse y, apenas la tía los dejó solos un segundo, él corrió a buscar a su padre. Para su desgracia, lo encontró: Raffaele y Giovanni estaban dentro de un enorme estudio, hablando acaloradamente. El anciano —que en realidad no lo era: rondaba los cincuenta años y era tan alto y lucía casi tan fuerte como su padre— le decía:
"¿Por qué? ¿Te avergüenzas? —lo retaba y su padre guardaba silencio. Matteo nunca había escuchado a nadie gritarle a su padre y sintió un poco de miedo—. ¿Es eso? En la vergüenza es en lo último que deberías interesarte".
"No es... —comenzó a decir Raffaele, pero se interrumpió. Hablaba bajo—. Padre..., estoy intentándolo. Quiero--"
"¡Tú no quieres nada! —le gritó Giovanni—. Tú no tienes derecho a pedir nada".
"¿Ni siquiera el perdón?", probó Raffaele.
Y aunque Giovanni se mofó, su tono era amargo, y entre risas, le dijo: "¿El perdón? ¿El perdón de quién? ¿El de Dios?"
"... El tuyo" respondió él, sumiso.
¿Qué le pasaba a su padre?, se preguntó Matteo, angustiado, y casi grita de horror cuando Giovanni le dio una fuerte bofetada; parecía haber descargado toda su fuerza en ese golpe, y Raffaele lo recibió en completo silencio. "Mi perdón es algo que nunca vas a ganarte —le ladró el viejo, con los dientes apretados—. ¿Crees que tiene perdón lo que hiciste? O, si lo tuviera, ¿has hecho algo para ganártelo? —no obtuvo respuesta—. ¿Ah? —lo presionó, buscándole la mirada como si fuera un niño castigado—. ¿Has hecho algo, Raff?"
"Dime qué hacer, padre. Dime qué hacer y lo haré", suplicó él.
"¿Tú siguiendo órdenes? Vaya —se mofó de su hijo—. Debes estar muy desesperado por ganarte el perdón de los vivos, ¿no? ¿Eso te haría sentir mejor contigo mismo?".
Una vez más, Raffaele calló. Giovanni apretó los labios. "Bueno, pues te voy a perdonar —le dijo... y se escuchó como una amenaza—. Te daré ese perdón que tanto quieres. ¿Trajiste esos dos críos contigo?"
"¿A mis niños? —tanteó Raffaele, casi ilusionado—. Sí, Matteo y Angelo vinieron conmigo. Y también traje a Anneliese, ¿quieres--"
"Toma —Giovanni volvió a interrumpirlo y le entregó un abrecartas con forma de daga—. Sácales los ojos. A los dos".
Al principio, Matteo no entendió lo que su abuelo había dicho, sólo era un niño..., pero la expresión horrorizada de su padre le ayudó a comprender. ¿Los... qué?
"¿Qué?" la voz de Raffaele fue un hilo.
"Lo que oíste. Tráeme los ojos de esos niños. Págame; tráeme los ojos de Matteo por Sylvain, y los de Angelo por Sebastian. Vamos, gánate mi perdón y el de Dios. Castígate a ti mismo", le ofreció.
La respiración del niño se detuvo. El temor le había paralizado todo el cuerpo.
"¿Hablas en serio? —jadeó Raffaele—. Jesús..."
"No menciones Su nombre. No tienes derecho".
"¿Cómo puedes pedirme algo como eso? —de repente, la voz de Raffaele se llenó de fuerza y rabia. Eso tranquilizó un poco al niño; se dijo que su padre jamás tocaría los ojos de su hermano, ni los suyos—. Son tus nietos, padre. ¡Tu sangre!"
Y Giovanni torció un gesto de profundo asco. "Sí —aceptó, tenso—. Mis nietos".
"Dios... Ellos estaban tan contentos por venir aquí, a conocerte, ¿y tú quieres cegarlos? ¿Cómo puedes pedirme eso? ¡Son solo niños! ¡Mis niños! ¿Realmente crees que les torcería un pelo para que me perdones?"
"Por supuesto que no —dijo Giovanni, con una calma escalofriante—. Mi perdón nunca vas a obtenerlo. Quiero que les saques los ojos porque, cada vez que los miro, en sus ojos grises veo a tu puta. Son mis nietos, en sus venas llevan mi sangre, no tengo dudas, y por eso quiero que les arranques los ojos: quiero probar si así, sin la sombra de tu puta en ellos, puedo quererlos un poco".
El niño no pudo seguir escuchando; no recordaba haber estado tan asustado antes. Ni siquiera cuando Annie cayó a la piscina tuvo tanto miedo. Había regresado a la cocina y, durante mucho tiempo, había tenido pesadillas con su abuelo; soñaba que Giovanni Petrelli los perseguía a Angelo y a él y, tras una larga carrera, los cogía y les arrancaba los ojos con su abrecartas. Primero a su hermano pequeño y luego a él.
Con el tiempo, conforme fue creciendo y las pesadillas se fueron yendo, Matteo comenzó a preguntarse por qué Giovanni odiaba tanto a Hanna —a esa puta— al grado de aborrecer incluso a sus nietos por el sólo hecho de parecerse a ella. ¿Era que Hanna le había hecho algo muy malo? ¿Qué clase de mal podría haberle hecho ella? Matteo se lo preguntó por muchos años, luego, dejó de importarle: ¿qué lógica podrían tener los pensamientos de un viejo loco y cruel? De cierta forma, se alegraba de que su madre tuviese prohibido poner un solo pie en la casa de ese psicópata.
—Mattie —lo llamó su madre, al notarlo quedarse mudo y pensativo durante un buen rato.
El muchacho parpadeó un par de veces, rápido, sin darse cuenta, y buscó los ojos grises de su madre. Ella le sonrió y Matteo pensó que había pocas mujeres tan hermosas, de manera natural, como Hanna. Se preguntó cómo es que ese viejo maldito podía odiar a alguien tan bello.
—Es el último taco —le hizo saber. Cenaban comida mexicana; la misma Hanna la había pedido por teléfono. Ella no sabía cocinar, pero era experta buscando buenos restaurantes—, ¿lo quieres? —le preguntó, y su acento alemán se remarcó en la última palabra.
Matteo se tardó un rato en responder. Pensaba en que su madre llevaba como quince años viviendo en Italia y su acento aún era muy notorio. Por primera vez, se preguntó si acaso ésa era la razón por la cual el abuelo no la quería —la odiaba—...: por ser alemana.
«¿Será xenófobo, el desgraciado?» se preguntó, sin encontrar ningún otro motivo.
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El nombre de Marcello, se pronuncia "Marchélo".
¡Muchísimas gracias por su lectura, por sus votitos y el momento que dedican para comentar!
Un abrazo. ❤