✓ DRAGONS, harry potter [#1]

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░▒▓DRAGONS! ❛Ellos creen que pueden jugar contigo. Déjalos creer que tienen el control.❜ Lucy intenta enco... Mai multe

𝐃𝐑𝐀𝐆𝐎𝐍𝐒
𝐆𝐑𝐀́𝐅𝐈𝐂𝐎𝐒
c.000: La carta.
c.001: Invocación.
c.002: Sara McGregor.
c.003: Al tanto.
c.004: Harry Potter.
c.005: La selección.
c.006: Primer día.
c.007 (en proceso)
8. 𝗣𝗥𝗜𝗠𝗘𝗥𝗔 𝗔𝗩𝗘𝗡𝗧𝗨𝗥𝗔
9. 𝗟𝗨𝗖𝗬 𝗛𝗢𝗟𝗠𝗘𝗦
10. 𝗧𝗥𝗢𝗟
11. 𝗖𝗘𝗗𝗥𝗜𝗖 𝗗𝗜𝗚𝗚𝗢𝗥𝗬
12. 𝗙𝗨𝗘 𝗦𝗡𝗔𝗣𝗘
13. 𝗖𝗛𝗔𝗥𝗟𝗜𝗘 𝗪𝗘𝗔𝗦𝗟𝗘𝗬
14. 𝗡𝗔𝗩𝗜𝗗𝗔𝗗
15. ¿𝗠𝗔𝗠𝗔́? ¿𝗣𝗔𝗣𝗔́?
16. 𝗡𝗜𝗖𝗢𝗟𝗔𝗦 𝗙𝗟𝗔𝗠𝗘𝗟
17. 𝗘𝗟 𝗣𝗔𝗥𝗧𝗜𝗗𝗢 𝗗𝗘𝗙𝗜𝗡𝗜𝗧𝗜𝗩𝗢
18. 𝗘𝗟 𝗗𝗥𝗔𝗚𝗢́𝗡 𝗗𝗘 𝗛𝗔𝗚𝗥𝗜𝗗
19. 𝗧𝗥𝗔𝗙𝗜𝗖𝗔𝗡𝗗𝗢 𝗨𝗡 𝗗𝗥𝗔𝗚𝗢́𝗡
20. 𝗖𝗔𝗦𝗧𝗜𝗚𝗔𝗗𝗢𝗦
21. 𝗔 𝗧𝗥𝗔𝗩𝗘́𝗦 𝗗𝗘 𝗟𝗔 𝗧𝗥𝗔𝗠𝗣𝗜𝗟𝗟𝗔
22. 𝗔 𝗧𝗥𝗔𝗩𝗘́𝗦 𝗗𝗘 𝗟𝗔 𝗧𝗥𝗔𝗠𝗣𝗜𝗟𝗟𝗔²
23. 𝗣𝗔𝗣𝗔́
━━━𝘼𝘾𝙏𝙊 𝘿𝙊𝙎
24. 𝗦𝗢𝗣𝗛𝗜𝗘
25. 𝗟𝗔 𝗠𝗔𝗗𝗥𝗜𝗚𝗨𝗘𝗥𝗔
26. 𝗔𝗗𝗜𝗢́𝗦, 𝗦𝗢𝗣𝗛𝗜𝗘
27. 𝗘𝗟 𝗖𝗨𝗠𝗣𝗟𝗘𝗔𝗡̃𝗢𝗦 𝗗𝗘 𝗦𝗔𝗥𝗔
28. 𝗛𝗔𝗥𝗥𝗬
29. ¿𝗤𝗨𝗘́ 𝗘𝗦 𝗘𝗦𝗢?
30. 𝗖𝗔𝗟𝗟𝗘𝗝𝗢́𝗡 𝗞𝗡𝗢𝗖𝗞𝗧𝗨𝗥𝗡
31. 𝗦𝗔𝗥𝗔 𝗔𝗟 𝗥𝗘𝗦𝗖𝗔𝗧𝗘
32. 𝗡𝗢 𝗠𝗘 𝗙𝗜́𝗢 𝗗𝗘 𝗘́𝗟
33. 𝗠𝗔𝗧𝗔𝗥𝗘́ 𝗔 𝗥𝗬
34. 𝗗𝗘𝗩𝗨𝗘𝗟𝗧𝗔 𝗔 𝗛𝗢𝗚𝗪𝗔𝗥𝗧𝗦
35. 𝗘𝗟 𝗙𝗔𝗡 𝗗𝗘 𝗥𝗬
36. 𝗗𝗨𝗘𝗡𝗗𝗘𝗖𝗜𝗟𝗟𝗢𝗦
37. 𝗘𝗟 𝗔́𝗟𝗕𝗨𝗠
38. 𝗦𝗔𝗡𝗚𝗥𝗘 𝗦𝗨𝗖𝗜𝗔
39. 𝗖𝗛𝗔𝗥𝗟𝗔 𝗖𝗢𝗡 𝗛𝗔𝗚𝗥𝗜𝗗
40. 𝗟𝗔 𝗜𝗡𝗩𝗜𝗧𝗔𝗖𝗜𝗢́𝗡
41. 𝗛𝗔𝗟𝗟𝗢𝗪𝗘𝗘𝗡
42. 𝗟𝗔 𝗦𝗘𝗡̃𝗢𝗥𝗔 𝗡𝗢𝗥𝗥𝗜𝗦
43. 𝗟𝗔 𝗖𝗔́𝗠𝗔𝗥𝗔 𝗗𝗘 𝗟𝗢𝗦 𝗦𝗘𝗖𝗥𝗘𝗧𝗢𝗦
44. 𝗔𝗥𝗔𝗡̃𝗔𝗦
45. 𝗔𝗗𝗜𝗢́𝗦, 𝗗𝗜𝗚𝗡𝗜𝗗𝗔𝗗 𝗗𝗘 𝗥𝗬
46. 𝗣𝗔𝗥𝗧𝗜𝗗𝗢
47. 𝗡𝗘𝗥𝗩𝗜𝗢𝗦
48. 𝗗𝗨𝗘𝗟𝗢𝗦
49. 𝗥𝗘𝗔𝗖𝗖𝗜𝗢𝗡𝗔, 𝗦𝗔𝗥𝗔
50. 𝗔𝗗𝗜𝗢́𝗦, 𝗛𝗢𝗚𝗪𝗔𝗥𝗧𝗦
51. 𝗠𝗔𝗠𝗔́
52. 𝗦𝗢𝗟𝗢 𝗘𝗦 𝗨𝗡𝗔 𝗠𝗨𝗡̃𝗘𝗖𝗔
53. 𝗗𝗔𝗥𝗜́𝗔 𝗠𝗜 𝗩𝗜𝗗𝗔 𝗣𝗢𝗥 𝗟𝗔 𝗧𝗨𝗬𝗔
54. ¡𝗡𝗢 𝗟𝗔 𝗧𝗢𝗤𝗨𝗘𝗦!
55. 𝗥𝗘𝗖𝗢𝗡𝗖𝗜𝗟𝗜𝗔𝗖𝗜𝗢́𝗡
56. 𝗗𝗜́𝗔 𝗗𝗘 𝗦𝗔𝗡 𝗩𝗔𝗟𝗘𝗡𝗧𝗜́𝗡
━━━𝘼𝘾𝙏𝙊 𝙏𝙍𝙀𝙎
57. 𝗥𝗔𝗪𝗥𝗔𝗤
58. 𝗡𝗢 𝗖𝗥𝗘𝗢 𝗤𝗨𝗘 𝗦𝗘𝗔 𝗧𝗢𝗡𝗧𝗢
59. 𝗨𝗡𝗔 𝗡𝗜𝗡̃𝗘𝗥𝗔
60. 𝗧𝗨́ 𝗟𝗢 𝗧𝗥𝗔𝗡𝗤𝗨𝗜𝗟𝗜𝗭𝗔𝗦
61. 𝗘𝗟 𝗧𝗘́ 𝗗𝗘 𝗟𝗨𝗖𝗬
62. 𝗘𝗟 𝗗𝗘𝗠𝗘𝗡𝗧𝗢𝗥
63. 𝗠𝗔𝗟𝗢𝗦 𝗔𝗨𝗚𝗨𝗥𝗜𝗢𝗦
64. 𝗛𝗜𝗣𝗢𝗚𝗥𝗜𝗙𝗢
65. 𝗕𝗢𝗚𝗚𝗔𝗥𝗧
66. 𝗛𝗢𝗚𝗦𝗠𝗘𝗔𝗗𝗘
67. 𝗟𝗔 𝗛𝗨𝗜𝗗𝗔 𝗗𝗘 𝗟𝗔 𝗦𝗘𝗡̃𝗢𝗥𝗔 𝗚𝗢𝗥𝗗𝗔
68. 𝗟𝗔 𝗗𝗘𝗥𝗥𝗢𝗧𝗔
69. 𝗝𝗔𝗠𝗘𝗦 𝗣𝗢𝗧𝗧𝗘𝗥 𝗬 𝗦𝗜𝗥𝗜𝗨𝗦 𝗕𝗟𝗔𝗖𝗞
70. 𝗧𝗘𝗥𝗖𝗢 𝗬 𝗚𝗥𝗨𝗡̃𝗢́𝗡
71. 𝗟𝗔 𝗦𝗔𝗘𝗧𝗔 𝗗𝗘 𝗙𝗨𝗘𝗚𝗢
72. 𝗘𝗟 𝗦𝗟𝗬𝗧𝗛𝗘𝗥𝗜𝗡 𝗜𝗡𝗧𝗘𝗥𝗘𝗦𝗔𝗗𝗢 𝗘𝗡 𝗟𝗨𝗖𝗬
73. 𝗬𝗢 𝗦𝗢𝗬 𝗟𝗔 𝗖𝗛𝗜𝗖𝗔 𝗗𝗘 𝗟𝗔 𝗖𝗔𝗥𝗧𝗔
74. 𝗖𝗟𝗔𝗥𝗢 𝗤𝗨𝗘 𝗠𝗘 𝗔𝗧𝗥𝗔𝗘 𝗛𝗔𝗥𝗥𝗬
75. 𝗘𝗟 𝗜𝗡𝗦𝗢𝗣𝗢𝗥𝗧𝗔𝗕𝗟𝗘
76. 𝗟𝗔 𝗙𝗜𝗡𝗔𝗟 𝗗𝗘 𝗤𝗨𝗜𝗗𝗗𝗜𝗧𝗖𝗛
77. 𝗟𝗔 𝗘𝗝𝗘𝗖𝗨𝗖𝗜𝗢́𝗡
78. 𝗘𝗟 𝗕𝗘𝗦𝗢 𝗔𝗖𝗖𝗜𝗗𝗘𝗡𝗧𝗔𝗟
79. 𝗘𝗟 𝗗𝗥𝗔𝗚𝗢́𝗡, 𝗘𝗟 𝗣𝗘𝗥𝗥𝗢, 𝗘𝗟 𝗚𝗔𝗧𝗢 𝗬 𝗟𝗔 𝗥𝗔𝗧𝗔
80. 𝗦𝗡𝗔𝗣𝗘 𝗘𝗦 𝗠𝗔𝗟𝗙𝗢𝗬
81. 𝗔𝗦𝗤𝗨𝗘𝗥𝗢𝗦𝗔 𝗥𝗔𝗧𝗔
82. 𝗩𝗔𝗟𝗘𝗡𝗧𝗜́𝗔
83. 𝗙𝗨𝗜́ 𝗬𝗢
━━━𝘼𝘾𝙏𝙊 𝘾𝙐𝘼𝙏𝙍𝙊
84. 𝗙𝗔𝗬𝗡𝗔 𝗙𝗜𝗡𝗡𝗜𝗚𝗔𝗡
85. 𝗙𝗢𝗥𝗧𝗔𝗟𝗘𝗖𝗜𝗘𝗡𝗗𝗢 𝗘𝗟 𝗩𝗜́𝗡𝗖𝗨𝗟𝗢
86. 𝗗𝗘 𝗥𝗘𝗚𝗥𝗘𝗦𝗢 𝗔 𝗟𝗔 𝗠𝗔𝗗𝗥𝗜𝗚𝗨𝗘𝗥𝗔
87. 𝗢𝗟𝗩𝗜𝗗𝗢
88. 𝗖𝗘𝗡𝗔 𝗘𝗡 𝗙𝗔𝗠𝗜𝗟𝗜𝗔
89. 𝗘𝗟 𝗧𝗥𝗔𝗦𝗟𝗔𝗗𝗢𝗥
90. 𝗘𝗡 𝗕𝗨𝗦𝗖𝗔 𝗗𝗘 𝗔𝗚𝗨𝗔
91. 𝗕𝗔𝗚𝗠𝗔𝗡 𝗬 𝗖𝗥𝗢𝗨𝗖𝗛
92. 𝗟𝗔𝗦 𝗠𝗔𝗦𝗖𝗢𝗧𝗔𝗦
93. 𝗟𝗢𝗦 𝗠𝗨𝗡𝗗𝗜𝗔𝗟𝗘𝗦 𝗗𝗘 𝗤𝗨𝗜𝗗𝗗𝗜𝗧𝗖𝗛
94. 𝗟𝗔 𝗠𝗔𝗥𝗖𝗔 𝗧𝗘𝗡𝗘𝗕𝗥𝗢𝗦𝗔
95. 𝗠𝗢𝗥𝗧𝗜𝗙𝗔𝗚𝗢𝗦
96. 𝗖𝗘𝗟𝗘𝗦𝗧𝗘, 𝗥𝗢𝗦𝗔 𝗬 𝗥𝗢𝗝𝗢
97. 𝗗𝗘 𝗖𝗔𝗠𝗜𝗡𝗢 𝗔 𝗛𝗢𝗚𝗪𝗔𝗥𝗧𝗦
98. 𝗘𝗟 𝗧𝗢𝗥𝗡𝗘𝗢 𝗗𝗘 𝗟𝗢𝗦 𝗧𝗥𝗘𝗦 𝗠𝗔𝗚𝗢𝗦
99. 𝗥𝗔𝗪𝗥𝗔𝗤 𝗘𝗦 𝗨𝗡 𝗖𝗔𝗦𝗢 𝗘𝗦𝗣𝗘𝗖𝗜𝗔𝗟
100. 𝗧𝗘 𝗘𝗡𝗖𝗔𝗡𝗧𝗔
101. 𝗖𝗟𝗔𝗦𝗘𝗦 𝗖𝗢𝗡 𝗠𝗢𝗢𝗗𝗬
102. 𝗦𝗘𝗡𝗧𝗜𝗠𝗜𝗘𝗡𝗧𝗢𝗦 𝗘𝗫𝗧𝗥𝗔𝗡̃𝗢𝗦
103. 𝗜𝗠𝗣𝗘𝗥𝗜𝗢
Interrogatorio exclusivo
104. 𝗟𝗔 𝗖𝗜𝗧𝗔
105. 𝗩𝗜𝗦𝗜𝗧𝗔𝗡𝗧𝗘𝗦
106. 𝗘𝗟 𝗖𝗔́𝗟𝗜𝗭 𝗗𝗘 𝗙𝗨𝗘𝗚𝗢
107. 𝗘𝗦𝗧𝗔́𝗦 𝗘𝗡𝗔𝗠𝗢𝗥𝗔𝗗𝗔 𝗗𝗘 𝗘́𝗟
108. 𝗟𝗔𝗥𝗚𝗢, 𝗜𝗠𝗕𝗘́𝗖𝗜𝗟
109. 𝗘𝗦 𝗣𝗢𝗥 𝗠𝗜 𝗦𝗔𝗡𝗚𝗥𝗘
110. 𝗘𝗟 𝗣𝗜𝗡 𝗗𝗘 𝗦𝗔𝗥𝗔
111. 𝗘𝗦𝗧𝗔́𝗦 𝗟𝗢𝗖𝗔
112. 𝗔𝗬𝗨́𝗗𝗔𝗠𝗘, 𝗟𝗨𝗖𝗬
113. 𝗣𝗘𝗥𝗩𝗘𝗥𝗧𝗜𝗗𝗔𝗦
114. 𝗖𝗢𝗡𝗖𝗘́𝗡𝗧𝗥𝗔𝗧𝗘, 𝗛𝗔𝗥𝗥𝗬
115. 𝗣𝗥𝗜𝗠𝗘𝗥𝗔 𝗣𝗥𝗨𝗘𝗕𝗔
116. 𝗟𝗔 𝗕𝗜𝗕𝗟𝗜𝗢𝗧𝗘𝗖𝗔
117. 𝗟𝗔 𝗙𝗜𝗘𝗦𝗧𝗔
118. 𝗗𝗘𝗦𝗖𝗔𝗡𝗦𝗔, 𝗣𝗢𝗧𝗧𝗘𝗥
119. 𝗗𝗢𝗕𝗕𝗬
120. 𝗟𝗔 𝗜𝗡𝗩𝗜𝗧𝗔𝗖𝗜𝗢́𝗡 𝗗𝗘 𝗨𝗡𝗔 𝗩𝗘𝗘𝗟𝗔
121. 𝗨𝗡𝗔 𝗣𝗔𝗥𝗘𝗝𝗔 𝗣𝗔𝗥𝗔 𝗟𝗨𝗖𝗬
122. 𝗟𝗔 𝗜𝗡𝗩𝗜𝗧𝗔𝗖𝗜𝗢́𝗡 𝗗𝗘 𝗥𝗢𝗡
123. 𝗘𝗟 𝗕𝗔𝗜𝗟𝗘 𝗗𝗘 𝗡𝗔𝗩𝗜𝗗𝗔𝗗¹
124. 𝗘𝗟 𝗕𝗔𝗜𝗟𝗘 𝗗𝗘 𝗡𝗔𝗩𝗜𝗗𝗔𝗗²
125. 𝗘́𝗟 𝗡𝗢 𝗧𝗘 𝗠𝗘𝗥𝗘𝗖𝗘
126. 𝗟𝗔 𝗣𝗥𝗜𝗠𝗜𝗖𝗜𝗔 𝗗𝗘 𝗥𝗜𝗧𝗔 𝗦𝗞𝗘𝗘𝗧𝗘𝗥
127. 𝗛𝗔𝗚𝗥𝗜𝗗
128. 𝗘𝗟 𝗕𝗔𝗡̃𝗢 𝗗𝗘 𝗣𝗥𝗘𝗙𝗘𝗖𝗧𝗢𝗦
129. 𝗔𝗟𝗚𝗢 𝗥𝗔𝗥𝗢
130. 𝗦𝗘𝗚𝗨𝗡𝗗𝗔 𝗣𝗥𝗨𝗘𝗕𝗔
131. 𝗟𝗔 𝗣𝗘𝗡𝗔 𝗦𝗘𝗖𝗥𝗘𝗧𝗔 𝗗𝗘 𝗛𝗔𝗥𝗥𝗬 𝗣𝗢𝗧𝗧𝗘𝗥
132. 𝗘𝗟 𝗥𝗘𝗚𝗥𝗘𝗦𝗢 𝗗𝗘 𝗖𝗔𝗡𝗨𝗧𝗢
133. 𝗔𝗠𝗘𝗡𝗔𝗭𝗔𝗦
134. 𝗡𝗢 𝗗𝗘𝗝𝗔𝗥𝗘́ 𝗤𝗨𝗘 𝗡𝗔𝗗𝗔 𝗠𝗔𝗟𝗢 𝗧𝗘 𝗦𝗨𝗖𝗘𝗗𝗔
135. 𝗡𝗢 𝗦𝗘 𝗔𝗣𝗔𝗥𝗧𝗘𝗡 𝗗𝗘 𝗣𝗢𝗧𝗧𝗘𝗥
136. 𝗨𝗡 𝗗𝗘𝗦𝗠𝗔𝗬𝗢
137. 𝗧𝗘𝗥𝗖𝗘𝗥𝗔 𝗣𝗥𝗨𝗘𝗕𝗔¹
138. 𝗧𝗘𝗥𝗖𝗘𝗥𝗔 𝗣𝗥𝗨𝗘𝗕𝗔²
139. 𝗟𝗔 𝗗𝗘𝗦𝗣𝗘𝗗𝗜𝗗𝗔
140. 𝗘𝗟 𝗖𝗢𝗠𝗜𝗘𝗡𝗭𝗢 𝗗𝗘𝗟 𝗙𝗜𝗡𝗔𝗟
━━━𝘼𝘾𝙏𝙊 𝘾𝙄𝙉𝘾𝙊
141. 𝗟𝗘𝗫𝗔 𝗖𝗨𝗡𝗛𝗔𝗢
142. 𝗟𝗔 𝗟𝗟𝗔𝗩𝗘
143. 𝗛𝗘𝗥𝗠𝗔𝗡𝗜𝗧𝗢𝗦
144. 𝗥𝗬 𝗘𝗫𝗣𝗨𝗟𝗦𝗔𝗗𝗢
145. 𝗟𝗔 𝗛𝗨𝗜𝗗𝗔
146. 𝗠𝗜 𝗥𝗘𝗬 (+18)
147. 𝗗𝗘 𝗥𝗘𝗚𝗥𝗘𝗦𝗢
148. 𝗣𝗥𝗘𝗦𝗘𝗡𝗧𝗜𝗠𝗜𝗘𝗡𝗧𝗢
149. 𝗨𝗠𝗕𝗥𝗜𝗗𝗚𝗘
150. 𝗥𝗢𝗡
151. 𝗟𝗔 𝗖𝗔𝗥𝗧𝗔
152. 𝗥𝗘𝗨𝗡𝗜𝗢́𝗡
153. 𝗘𝗟 𝗘𝗝𝗘́𝗥𝗖𝗜𝗧𝗢
154. 𝗟𝗔 𝗖𝗜𝗧𝗔
155. 𝗟𝗔 𝗛𝗜𝗦𝗧𝗢𝗥𝗜𝗔
156. 𝗡𝗔𝗩𝗜𝗗𝗔𝗗
158. 𝗦𝗡𝗔𝗣𝗘
159. 𝗚𝗥𝗔𝗪𝗣
160. 𝗟𝗔 𝗗𝗘𝗥𝗥𝗢𝗧𝗔 (𝗙𝗜𝗡)
SEGUNDA PARTE
NUEVA VERSIÓN

157. 𝗩𝗜𝗦𝗧𝗢

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.ciento cincuenta y siete

Luna dijo que no sabía cuándo aparecería la entrevista de Rita con Harry en El Quisquilloso, pues su padre estaba esperando un largo e interesantísimo artículo basado en el testimonio de personas que recientemente habían visto snorkacks de cuernos arrugados.

—Como se pueden imaginar —explicó—, esa historia es muy importante, así que la de Harry quizá tenga que esperar al siguiente número.

Para Harry no fue una experiencia fácil hablar de la noche en que regresó Voldemort. Rita lo había presionado para sacarle hasta el último detalle, y él le había contado todo lo que recordaba, consciente de que aquélla era una oportunidad única para explicar la verdad. No sabía cómo reaccionaría la gente al leer la crónica. Imaginaba que serviría para que muchos se reafirmaran en la opinión de que estaba completamente loco, en parte porque su historia aparecería junto a una sarta de tonterías sobre los snorkacks de cuernos arrugados. Pero la fuga de Bellatrix Lestrange y de los otros mortífagos había despertado en Harry un deseo irrefrenable de hacer algo, funcionara o no…

—Estoy impaciente por saber lo que opina la profesora Umbridge de tus revelaciones a la prensa —le dijo Dean, atemorizado, el lunes por la noche durante la cena. Seamus, sentado al lado de Dean, engullía enormes cantidades de empanadas de pollo con jamón, pero Harry se dio cuenta de que no se perdía detalle.

—Has hecho lo que tenías que hacer, Harry —terció Neville, que estaba sentado enfrente. Estaba muy pálido, pero añadió en voz baja—: Debió de ser… muy duro para ti hablar de todo eso, ¿verdad?

—Sí —musitó el chico—, pero la gente tiene que saber de qué es capaz Voldemort, ¿no?

—Claro; bueno, él y sus mortífagos —coincidió Neville asintiendo con la cabeza—. La gente debería saber…

Neville dejó la frase inacabada y siguió comiendo patatas asadas. Seamus, por su parte, levantó la cabeza, pero cuando su mirada se encontró con la de Harry, bajó rápidamente la vista hacia su plato. Al cabo de un rato, Dean, Seamus y Neville se marcharon a la sala común; Harry y Hermione se quedaron en la mesa esperando a Lucy y Ron, que todavía no habían cenado por culpa del entrenamiento de quidditch.

Cho Chang entró en el comedor con su amiga Betty. Harry notó una desagradable sacudida en el estómago, pero ella no miró hacia la mesa de Gryffindor y se sentó de espaldas a él.

—Ah, se me olvidó preguntártelo —comentó Hermione tras echar un vistazo a la mesa de Ravenclaw—, ¿cómo te fue la cita con Cho? ¿Por qué volviste tan pronto?

—Pues fue…, fue… —respondió Harry al mismo tiempo que acercaba una bandeja de pastel de ruibarbo y se servía por segunda vez— un fracaso total, ya que me lo preguntas.

Y le contó lo que había pasado en el salón de té de Madame Pudipié.

—…y entonces —concluyó varios minutos más tarde, cuando desaparecieron las últimas migas de pastel— se levanta y dice: «Hasta la vista, Harry» ¡y se larga corriendo! —dejó la cuchara sobre la mesa y miró a Hermione—. ¿Tú entiendes algo?

Hermione lanzó una mirada a la nuca de Cho y suspiró.

—¡Ay, Harry! —exclamó con tristeza—. Lo siento, pero tienes muy poco tacto.

—¿Poco tacto? ¿Yo? —dijo Harry, indignado—. Pero si estábamos la mar de bien, y de repente me cuenta que Roger Davies le había pedido salir y que ella solía ir a aquel ridículo salón de té a besuquearse con Cedric. ¿Cómo crees que me sentó a mí eso? Solo la confundí con Lucy una vez, no es para tanto.

—Verás —dijo Hermione adoptando un aire de paciencia infinita, como si estuviera explicándole a un niño pequeño e hipersensible que uno más uno son dos—, no debiste soltarle en plena cita lo de Lucy. ¿Y por qué le dijiste lo de que debías juntarte conmigo?

—Pero…, pero —balbuceó Harry—, pero tú me pediste que nos reuniéramos allí a las doce y me dijiste que podía llevarla. ¿Cómo querías que lo hiciera sin decírselo?

—Tendrías que habérselo explicado de otro modo —aclaró Hermione sin abandonar aquel exasperante aire de superioridad—. Tendrías que haberle asegurado que te daba mucha rabia, pero que yo te había hecho prometer que irías a Las Tres Escobas, y que en realidad no tenías ningunas ganas de ir allí porque preferías mil veces pasar todo el día con ella, pero desgraciadamente creías que no podías darme plantón; y tendrías que haberle pedido por favor que te acompañara, porque así podrías librarte antes de mí. Y no habría estado de más mencionar lo fea que me encuentras —añadió Hermione en el último momento.

—Pero si yo no te encuentro fea —dijo Harry, desconcertado. Su amiga se rió.

—Eres peor que Ron, Harry. Bueno, peor no. —Suspiró, y en ese momento Ron y Lucy entraron en el comedor; Ron iba lleno de salpicaduras de barro y estaba malhumorado—. Mira, a Cho le disgustó que hubieras quedado conmigo e intentó ponerte celoso. Lo hizo para averiguar hasta qué punto te gusta.

—¿Estás segura? —inquirió Harry al mismo tiempo que Lucy se sentaba a su lado y Ron se dejaba caer en el banco de enfrente, se acercaba todas las bandejas que tenía a su alcance—. ¿Y no habría sido más sencillo que me hubiera preguntado si ella me gusta más que tú o Lucy?

Lucy lo miró de reojo, llevándose una una patata a la boca y viéndose confundida.

—Las chicas no suelen hacer preguntas de ese tipo —le respondió Lucy.

—¡Pues deberían hacerlas! —exclamó Harry con vehemencia—. ¡Así yo habría podido decirle que no tiene que preocuparse, y ella no habría tenido que volver a ponerse a llorar por la muerte de Cedric!

Lucy intercambió miradas con Hermione, ya que se sintió algo raro el que Harry la hubiera mirado al decir eso.

—Yo no digo que lo que hizo fuera lo más sensato —puntualizó Hermione—. Sólo intento hacerte comprender lo que Cho sentía en aquel momento.

—Deberías escribir un libro —le dijo Ron a Hermione mientras cortaba las patatas que se había puesto en el plato—. Tendrías que explicar todas las locuras que hacen las chicas para que los chicos pudiéramos entenderlas.

—Sí —dijo Harry con fervor, y miró hacia la mesa de Ravenclaw. Cho acababa de levantarse y, sin mirar hacia donde estaba él, salió del Gran Comedor. Harry, muy deprimido, miró a Ron y a Lucy—. Bueno, ¿qué tal ha ido el entrenamiento de quidditch?

—Fue una pesadilla —contestó Ron hoscamente.

—Vamos, vamos —dijo Hermione mirando a Lucy—, seguro que no ha sido tan…

—Ya lo creo —afirmó Lucy—. Ha sido desastroso. Al final, Angelina estaba al borde de las lágrimas. 

Después de cenar, Ron y Lucy fueron a darse un baño y Harry y Hermione regresaron a la concurrida sala común de Gryffindor y a su montón de deberes de rigor. Harry llevaba media hora peleando con un nuevo mapa celeste para la clase de Astronomía cuando aparecieron Fred y George.

—¿No están aquí ni Ron ni Lucy? —preguntó Fred, y miró alrededor mientras arrastraba una butaca; Harry negó con la cabeza, y entonces Fred dijo—: Mejor. Hemos estado viendo el entrenamiento. Los van a machacar. Sin nosotros son un completo desastre.

—Vamos, Lucy no lo hace mal —intervino George, y se sentó junto a su gemelo—. La verdad es que no me explico que lo haga tan bien, porque nunca le hemos dejado jugar con nosotros, tal vez sea el don de Charlie.

—Tu sobrina vuela un dragón todas sus vacaciones y Charlie aprovecha para enseñarle algunas cosas del quidditch, con su vieja escoba  —dijo Hermione desde detrás de un inseguro montón de libros sobre la asignatura de Runas Antiguas.

—¡Ah! —exclamó George, ligeramente impresionado—. Bueno, eso lo explica todo.

—¿Ha parado Ron alguna pelota? —preguntó Hermione asomando por encima de la cubierta de Jeroglíficos y logogramas mágicos.

—Verás, el caso es que las para cuando cree que nadie lo mira —explicó Fred poniendo los ojos en blanco—, de modo que lo único que tenemos que hacer el sábado es pedir a los espectadores que se den la vuelta y hablen unos con otros cada vez que la quaffle llegue al extremo del campo donde está Ron —Fred se levantó e, inquieto, fue hacia la ventana y desde allí contempló los oscuros jardines—. ¿Saben una cosa? El quidditch era lo único por lo que valía la pena quedarse en este colegio.

Hermione lo miró con severidad.

—¡Pronto tendrás exámenes!

—Ya te lo he dicho, los ÉXTASIS no nos preocupan —repuso Fred—. Los Surtidos Saltaclases ya están listos, hemos encontrado la manera de eliminar esos granos: basta con aplicarles un par de gotas de solución de murtlap. Lee fue quien nos lo recomendó.

George bostezó y miró desconsoladamente el nublado cielo nocturno.

—Me parece que no quiero ni ver ese partido. Si Zacharias Smith nos gana tendré que matarme.

—Querrás decir que tendrás que matarlo a él —lo corrigió Fred con firmeza.

—Eso es lo malo que tiene el quidditch —comentó Hermione, distraída, sin apartar la vista de su traducción de runas—, que crea muchas tensiones y enemistades entre las casas —levantó la cabeza para buscar su ejemplar del Silabario del hechicero y se dio cuenta de que Fred, George y Harry la miraban de hito en hito con una mezcla de asco e incredulidad en el rostro—. ¡Es cierto! —se defendió—. En realidad no es más que un juego, ¿no?

—Hermione —dijo Harry moviendo la cabeza con un gesto negativo—, eres un as con los sentimientos y esas cosas, pero de quidditch no tienes ni idea.

—Es posible —admitió ella con vaguedad, y siguió con su traducción—, pero al menos mi felicidad no depende de la habilidad de Ron como guardián.

Y pese a que Harry hubiera preferido saltar desde la torre de Astronomía antes que darle la razón a Hermione, habría dado un montón de galeones a cambio de que a él tampoco le interesara el quidditch después de ver el partido del sábado siguiente.

Lo mejor que podía decirse de aquel partido era que fue corto; los espectadores de Gryffindor sólo tuvieron que soportar veintidós minutos de martirio. No resultaba fácil decidir qué había sido lo peor, pero Harry creía que la palma se la disputaban la decimocuarta parada fallida de Ron, el momento en que Sloper no logró darle a la bludger y en cambio golpeó a Angelina en la boca con el bate, y el espectáculo que montó Kirke, que se puso a chillar y cayó de espaldas de su escoba, cuando Zacharias Smith salió zumbando hacia él con la quaffle. El milagro fue que Gryffindor sólo perdió por diez
puntos: Lucy consiguió atrapar la snitch cuando la bola estaba debajo de las narices de Summerby, el buscador de Hufflepuff, de modo que el resultado final fue de doscientos cuarenta a doscientos treinta.

—¡Buena jugada! —le dijo Harry a Lucy un poco más tarde en la sala común, donde reinaba una atmósfera parecida a la de un funeral especialmente triste.

—He tenido suerte —replicó ella encogiéndose de hombros—. No era una snitch muy rápida, y Summerby está resfriado: ha estornudado y ha cerrado los ojos justo en el peor momento. Pero cuando tú vuelvas al equipo…

—Me han suspendido de por vida, Lucy.

—Te han suspendido mientras la profesora Umbridge siga en el colegio —lo corrigió ella—. No es lo mismo. En fin, cuando tú vuelvas, creo que me presentaré a las pruebas de cazador. Angelina y Alicia se marchan el año que viene, y de todos modos prefiero marcar goles a buscar —Harry miró a Ron, que estaba encorvado en una esquina observándose las rodillas y llevaba una botella de cerveza de
mantequilla colgando de una mano—. Angelina sigue sin dejarle renunciar —le explicó Lucy como si le hubiera leído el pensamiento a su amigo—. Dice que está segura de que lo lleva en la sangre.

A Harry le caía bien Angelina por la fe que demostraba tener en Ron, pero al mismo tiempo pensaba que en el fondo le haría un favor si lo dejara abandonar el equipo. Ron había salido del terreno de juego en medio de otro atronador coro de «A Weasley vamos a coronar» entonado con verdadero entusiasmo por los de Slytherin, que ya eran los favoritos para ganar la Copa de quidditch. Los gemelos se le acercaron.

—Ni siquiera he tenido valor para tomarle el pelo —comentó Fred mirando a su hermano Ron—. Y eso que… cuando se le escapó la decimocuarta… —hizo unos aspavientos con los brazos, como si nadara al estilo perro—. Bueno, me lo guardo para las fiestas, ¿eh?

Poco después, Ron subió arrastrándose hasta el dormitorio. Harry, por respeto al estado de ánimo de su amigo, tardó un rato en subir a acostarse, para que pudiera hacerse el dormido si le apetecía. Y en efecto, cuando Harry entró en la habitación, Ron roncaba de un modo demasiado exagerado para ser del todo verosímil.

Harry se metió en la cama y se puso a pensar en el partido. Observarlo desde las gradas había resultado muy frustrante. La actuación de Lucy le había impresionado mucho, pero estaba seguro de que de haber jugado él habría logrado atrapar antes la snitch… Hubo un momento en que la pequeña bola alada revoloteó cerca del tobillo de Kirke; si Lucy no hubiera vacilado, habría podido conseguir que
Gryffindor ganara, aunque hubiera sido por los pelos. La profesora Umbridge había contemplado el partido sentada unas cuantas filas por debajo de Harry, Hermione y Sara. En un par de ocasiones, la profesora había girado la cabeza para mirarlo, y a él le había
parecido que la enorme boca de sapo de la profesora se había dilatado en una sonrisa de regodeo. Aquel recuerdo hizo que Harry, tumbado a oscuras en su cama, se pusiera rojo de ira. Sin embargo, pasados unos minutos recordó que tenía que vaciar su mente de toda emoción antes de dormir, como Snape seguía ordenándole siempre al final de la clase de Oclumancia.

Lo intentó durante un momento, pero la imagen de Snape se superponía a la de la profesora Umbridge, y eso no hacía más que intensificar su profundo resentimiento. De ese modo, en lugar de vaciar su mente, se dio cuenta de que estaba concentrado en pensar lo mucho que odiaba a aquellos dos personajes. Los ronquidos de Ron fueron apagándose poco a poco, y los sustituyó el sonido de su lenta y acompasada respiración. Harry tardó mucho más que su amigo en conciliar el sueño; estaba físicamente cansado, pero le llevó un buen rato desconectar el cerebro. Soñó que Neville y la profesora Sprout bailaban un vals en la Sala de los Menesteres mientras la profesora McGonagall tocaba la gaita. Él los observaba tranquilamente, hasta que decidía ir a buscar a los otros miembros del ED.

Pero cuando salía de la sala no se encontraba frente al tapiz de Barnabás el Chiflado, sino frente a una antorcha que ardía en un soporte, en una pared de piedra. Giraba con lentitud la cabeza hacia la izquierda, y allí, al final del pasillo sin ventanas, había una puerta negra y lisa. Se dirigía hacia ella con una emoción cada vez mayor. Tenía la extraña sensación de que esa vez, por
fin, iba a tener suerte y descubriría la forma de abrirla… Estaba a pocos palmos de ella y veía, con gran entusiasmo, que había una reluciente rendija de débil luz azulada que discurría por la parte de la derecha. La puerta estaba entreabierta. Estiraba un brazo para empujarla y…

Ron soltó un fuerte, bronco y genuino ronquido, y Harry despertó bruscamente con la mano derecha en alto y extendida en la oscuridad para abrir una puerta que estaba a cientos de kilómetros de distancia. Luego la dejó caer con una mezcla de decepción y culpabilidad. Era consciente de que no debía haber visto aquella puerta, pero al mismo tiempo lo consumía hasta tal punto la curiosidad por saber qué había detrás de ella que se enfadó con Ron. ¿No podía haber esperado un minuto más para soltar aquel ronquido?

El lunes por la mañana entraron en el Gran Comedor para desayunar en el preciso instante en que llegaban las lechuzas con el correo. Hermione no era la única que esperaba con avidez su ejemplar de El Profeta: casi todos los estudiantes estaban ansiosos por saber más noticias sobre los mortífagos fugitivos, quienes todavía no habían sido detenidos, pese a que muchas personas aseguraban haberlos visto. Entregó un knut a la lechuza que le dio el periódico, y lo desplegó apresuradamente mientras Harry se servía zumo de naranja; como sólo había recibido un mensaje en todo el curso, cuando la primera lechuza aterrizó con un golpe seco delante de él, creyó que se había equivocado.

—¿A quién buscas? —le preguntó apartando lánguidamente su zumo de naranja de debajo del pico de la lechuza, y se inclinó hacia delante para leer el nombre y la dirección del destinatario.

Harry Potter
Gran Comedor
Colegio Hogwarts

Harry frunció el entrecejo y se dispuso a agarrar la carta, pero, antes de que pudiera hacerlo, tres, cuatro y hasta cinco lechuzas más llegaron volando y se posaron al lado de la primera disputándose un sitio, al mismo tiempo que pisaban la mantequilla y tiraban el salero en sus intentos de entregarle, antes que las demás, la carta que llevaban.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Ron, asombrado, mientras los demás ocupantes de la mesa de Gryffindor se inclinaban para mirar y siete lechuzas más aterrizaban entre las anteriores, chillando, ululando y agitando las alas.

—¡Harry! —exclamó Hermione, que a continuación hundió las manos en la masa de plumas y levantó una lechuza que llevaba un paquete largo y cilíndrico—. Creo que sé lo que esto significa. ¡Abre ésta primero!

Harry retiró el envoltorio de papel de color marrón y encontró un ejemplar fuertemente enrollado del número de marzo de El Quisquilloso. Lo desenrolló y vio su cara, que sonreía tímidamente en la portada. Sobre la imagen de Harry había unas grandes letras rojas que rezaban:

HARRY POTTER HABLA POR FIN:

«TODA LA VERDAD SOBRE EL-QUE-NO-DEBE-SER-NOMBRADO Y LA NOCHE QUE LO VI REGRESAR»

—¿Te gusta? —le preguntó Luna, que se había acercado a la mesa de Gryffindor y se apretujaba en el banco entre Fred y Ron—. Salió ayer. Le pedí a mi padre que te enviara un ejemplar gratuito. Supongo que todo esto —añadió señalando las lechuzas, que seguían buscando un lugar frente a Harry— son
cartas de los lectores.

—Lo que me imaginaba —dijo Hermione con entusiasmo—. Harry, ¿te importa si…?

—Tú misma —repuso él con expresión de desconcierto.

Lucy, Ron y Hermione empezaron a abrir sobres.

—Ésta es de un tipo que cree que estás como una cabra —dijo Ron mientras leía la carta que había agarrado—. Ah, bueno…

—Esta mujer te recomienda que hagas un tratamiento de hechizos de choque en San Mungo —comentó Hermione, decepcionada, y arrugó su carta.

—No querrás leer esta —dijo Lucy, apartando la carta que acababa de leer.

—Pues ésta no está mal —afirmó Harry despacio, leyendo por encima una larga carta de una bruja de Paisley—. ¡Eh, dice que me cree!

—Éste está indeciso —terció Fred, que se había apuntado con entusiasmo a abrir cartas—. Dice que no cree que estés loco, pero que no le hace ninguna gracia pensar que Quien-ustedes-saben ha regresado y por eso ahora no sabe qué pensar. ¡Vaya, qué manera de malgastar el pergamino!

—¡A éste también lo has convencido, Harry! —exclamó Lucy, emocionada—. «Después de leer tu versión de la historia, he llegado a la conclusión de que El Profeta te ha tratado injustamente… Aunque no me guste pensar que El-que-no-debe-ser-nombrado ha regresado, no tengo más remedio que aceptar que dices la verdad…» ¡Es fantástico!

—Otro que cree que has perdido la cabeza —comentó Ron, y tiró una carta arrugada por encima del hombro—, pero ésta dice que la has convencido y que ahora piensa que eres un verdadero héroe; ¡hasta ha incluido una fotografía suya! ¡Toma!

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó una voz infantil y falsamente dulzona.

Harry, que tenía las manos llenas de sobres, levantó la cabeza. La profesora Umbridge estaba de pie, detrás de Fred y de Luna, y examinaba con sus saltones ojos de sapo el revoltijo de lechuzas y cartas que había encima de la mesa, enfrente de Harry. Y él se dio cuenta de que muchos estudiantes los
observaban con avidez.

—¿A qué se debe que recibas tantas cartas, Potter? —le preguntó la profesora Umbridge lentamente.

—¿También es delito recibir correo? —inquirió Fred en voz alta.

—Ten cuidado, Weasley, o tendré que castigarte —respondió la bruja—. ¿Y bien, señor Potter?

Harry vaciló, pero no sabía cómo iba a mantener en secreto lo que había hecho; seguramente, sólo era cuestión de tiempo que un ejemplar de El Quisquilloso llegara a manos de la profesora Umbridge.

—La gente me escribe cartas porque me han hecho una entrevista —contestó Harry—. Sobre lo que pasó en junio.

Cuando pronunció esta frase, dirigió la vista hacia la mesa de los profesores sin saber por qué. Harry tuvo la extraña sensación de que un instante antes Dumbledore lo había estado observando, pero cuando miró al director lo vio enfrascado en una conversación con el profesor Flitwick.

—¿Una entrevista? —repitió la profesora Umbridge con una voz más aguda y alta que nunca—. ¿Qué
quieres decir con eso?

—Quiero decir que una periodista me hizo preguntas y que yo las contesté. Mire…

Y le lanzó un ejemplar de El Quisquilloso. La profesora Umbridge lo agarró al vuelo y se quedó contemplando la portada. Inmediatamente, su blancuzco rostro se cubrió de desagradables manchas
violetas.

—¿Cuándo has hecho esto? —le preguntó con voz ligeramente temblorosa.

—En la última excursión a Hogsmeade —contestó Harry.

La profesora lo miró rabiosa mientras la revista temblaba entre sus regordetes dedos.

—Se te han acabado los fines de semana en Hogsmeade, Potter —susurró—. ¿Cómo te atreves…, cómo has podido…? —inspiró hondo—. He intentado mil veces enseñarte a no decir mentiras. Por lo visto, todavía no has captado el mensaje. Cincuenta puntos menos para Gryffindor y otra semana de castigos.

Se marchó muy indignada, con el ejemplar de El Quisquilloso contra el pecho, y los estudiantes la siguieron con la mirada.

A media mañana aparecieron colgados enormes letreros por todo el colegio, no sólo en los tablones de anuncios, sino también en los pasillos y en las aulas.

POR ORDEN DE LA SUMA INQUISIDORA DE HOGWARTS

Cualquier estudiante al que se sorprenda en posesión de la revista El Quisquilloso será expulsado del
colegio. Esta norma se ajusta al Decreto de Enseñanza n.°27.

Firmado:
Dolores Jane Umbridge
Suma Inquisidora

Por algún extraño motivo, a Hermione se le iluminaba la cara cada vez que veía uno de esos letreros.

—¿Se puede saber por qué estás tan contenta? —le preguntó Harry.

—¡Ay, Harryy! ¿No lo entiendes? —exclamó Hermione—. ¡Si algo puede haber hecho la profesora Umbridge para tener la certeza absoluta de que hasta el último estudiante de este colegio lee tu entrevista, es prohibirla!

Y por lo visto Hermione tenía razón. Hacia el final del día, aunque Harry no había visto ni un trocito de El Quisquilloso en todo el colegio, los alumnos hablaban entre sí de la entrevista. Harry oyó que cuchicheaban mientras esperaban en fila para entrar en las aulas, y que la comentaban a la hora de comer y durante las clases; además, Hermione le informó de que las chicas también hablaban de la noticia en los lavabos cuando ella entró allí un momento antes de la clase de Runas Antiguas.

—Entonces me han visto, y como saben que te conozco, me han bombardeado a preguntas —le contó con los ojos relucientes—. Y me parece que te creen, Harry, de verdad, ¡creo que por fin los has convencido!

Entre tanto, la profesora Umbridge recorría el colegio parando a los estudiantes al azar, y les exigía que se vaciaran los bolsillos y le enseñaran los libros; Harry sabía que lo que buscaba era ejemplares de El Quisquilloso, pero los alumnos le llevaban ventaja: habían embrujado las páginas de la entrevista de Harry para que parecieran fragmentos de libros de texto por si las leía alguien que no fuera ellos, o las
habían borrado mediante magia, y esperaban el momento adecuado para leerlas. Al poco tiempo daba la impresión de que todo el alumnado había leído la entrevista.

Los profesores tenían prohibido mencionar la entrevista según el Decreto de Enseñanza n.° 26, por supuesto, pero aun así encontraron formas de expresar lo que opinaban de ella. La profesora Sprout concedió veinte puntos a Gryffindor cuando Harry le acercó una regadera; el profesor Flitwick le puso una caja de ratones de azúcar chillones en las manos al finalizar la clase de Encantamientos, y luego dijo: «¡Chissst!» y se alejó a toda prisa; y la profesora Trelawney lloró como una histérica durante la clase de Adivinación y anunció a la desconcertada clase, y a la profesora Umbridge, que la contemplaba con gesto de desaprobación, que no era cierto que Harry moriría prematuramente, sino que llegaría a ser muy viejo, se convertiría en ministro de Magia y tendría doce hijos.

Sin embargo, lo que hizo más feliz a Harry fue que al día siguiente Cho lo alcanzara por un pasillo cuando él se dirigía a la clase de Transformaciones, y antes de que se diera cuenta de lo que estaba pasando, Cho le agarrara de la mano y le susurrara al oído: «Lo siento muchísimo. Esa entrevista es un
verdadero acto de valentía. Me ha hecho llorar.»

Harry lamentó que Cho hubiera llorado por culpa de aquel tema, pero se alegraba mucho de que volvieran a ser amigos, y se puso aún más contento cuando Cho le dio un fugaz beso en la mejilla y se alejó corriendo. Y lo más increíble fue que, en cuanto Harry llegó al aula de Transformaciones, ocurrió
algo francamente asombroso: Seamus se separó de la fila para hablar con él.

—Sólo quería decirte que te creo —masculló mirando la rodilla izquierda de Harry con los ojos entrecerrados—. Y que he enviado un ejemplar de esa revista a mi madre.

Y si algo hacía falta para redondear la felicidad de Harry, fue la reacción de Malfoy, Crabbe y Goyle . Los vio con las cabezas juntas a última hora de la tarde en la biblioteca; estaban con un chico enclenque que, según le dijo Hermione al oído, se llamaba Theodore Nott. Giraron la cabeza para mirar a Harry mientras él buscaba por las estanterías un libro sobre desaparición parcial que necesitaba: Goyle hizo crujir los nudillos, como si lo amenazara, y Malfoy le susurró algo sin duda malicioso a Crabbe. Harry sabía perfectamente por qué se comportaban así: él había identificado a sus respectivos padres como mortífagos.

—¡Y lo mejor de todo es que no pueden contradecirte porque no deben admitir que han leído el artículo! —dijo en voz baja Hermione, con regocijo, cuando abandonaban la biblioteca.

Por si fuera poco, a la hora de cenar, Luna le informó de que ningún otro número de El Quisquilloso se había agotado tan deprisa.

—¡Mi padre está haciendo una reimpresión! —le explicó a Harry con los ojos fuera de las órbitas—. ¡No puede creerlo; dice que a la gente le interesa más esta historia que la de los snorkacks de cuernos arrugados!

Aquella noche Harry recibió tratamiento de héroe en la sala común de Gryffindor. Fred y George, con gran osadía, le habían hecho un encantamiento de ampliación a la portada de El Quisquilloso y la habían colgado en la pared, de modo que la gigantesca cabeza de Harry presidía la reunión desde lo alto, y decía de vez en cuando cosas como: «LOS DEL MINISTERIO SON UNOS IMBÉCILES» o «CHÚPATE ÉSA, UMBRIDGE» con voz atronadora. Hermione no lo encontró muy divertido; dijo que le impedía concentrarse, y acabó acostándose temprano de lo fastidiada que estaba. Harry tuvo que reconocer, pasadas un par de horas, que el póster ya no resultaba tan gracioso, sobre todo cuando empezaron a agotarse los efectos del hechizo parlante y sólo gritaba palabras inconexas, como
«CHÚPATE» y «UMBRIDGE», a intervalos cada vez más frecuentes y con una voz cada vez más alta. De hecho, aquellos gritos comenzaron a producirle dolor de cabeza, y la cicatriz volvía a molestarle mucho. Al final, pese a las exclamaciones de desilusión de los estudiantes que estaban sentados a su alrededor y que le pedían que reviviera su entrevista por enésima vez, Harry anunció que él también
necesitaba acostarse pronto.

Cuando llegó al dormitorio lo encontró vacío. Apoyó un momento la frente en el frío cristal de la ventana que había junto a su cama, y eso le alivió un tanto el dolor. A continuación, se desvistió y se metió en la cama con la esperanza de que se le pasara. También estaba un poco mareado. Se tumbó sobre un costado, cerró los ojos y se quedó dormido casi al instante…

Estaba de pie en una habitación oscura con cortinas, iluminada con unas pocas velas, y agarraba con ambas manos el respaldo de una silla que tenía delante. Eran unas manos blancas de largos dedos, como si no hubieran visto la luz del sol durante años, y parecían enormes y pálidas arañas contra el
oscuro terciopelo de la silla. Frente a ésta, bajo la luz que proyectaban las velas, estaba arrodillado un hombre que llevaba una túnica negra.

—Al parecer me han aconsejado mal —decía Harry con una voz fría y aguda, cargada de ira.

—Le ruego que me perdone, amo —respondía con voz ronca el hombre que estaba arrodillado en el suelo. La luz de las velas se reflejaba en su nuca. Estaba temblando. —No te culpo a ti, Rookwood —afirmaba Harry, que seguía hablando con aquella voz fría y cruel.

Soltaba la silla, pasaba junto a ella y se acercaba al hombre que estaba encogido de miedo en el suelo, hasta situarse enfrente de él en la oscuridad, y miraba hacia abajo desde una altura mucho mayor de la habitual.

—¿Estás seguro de lo que dices, Rookwood? —preguntaba Harry.

—Sí, mi señor, sí… Yo trabajé en el Departamento después…, después de todo…

—Avery me dijo que Bode podría sacarla de allí.

—Bode jamás habría podido agarrarla, amo… Bode debía de saber que no podía… Sin duda fue por eso por lo que se defendió tanto contra la maldición Imperius que le echó Malfoy…

—Levántate, Rookwood —susurraba Harry.

El hombre arrodillado casi se caía con las prisas por obedecer. Tenía la cara picada de viruela y la luz de las velas daba relieve a las cicatrices. Al ponerse en pie permanecía un poco encorvado, como si se hubiera quedado a media reverencia, y lanzaba miradas aterradas a Harry.

—Has hecho bien contándome eso —decía Harry—. Muy bien… Por lo visto, he malgastado meses urdiendo planes inútiles… Pero no importa, volveremos a empezar. Cuentas con la gratitud de lord Voldemort, Rookwood.

—Sí, mi señor —contestaba éste con voz ahogada y ronca, cargada de alivio.

—Voy a necesitar tu ayuda. Voy a necesitar toda la información que puedas conseguir.

—Por supuesto, mi señor, por supuesto… Haría cualquier cosa…

—Muy bien, ya puedes irte. Envíame a Avery. Y avísale a mí hijo del nuevo plan —Rookwood salía caminando hacia atrás, haciendo reverencias, y desaparecía por una puerta.

—Si, mí señor.

Harry, a solas en la habitación en penumbra, se volvía hacia la pared, donde había colgado un viejo espejo rajado y con manchas. Harry iba hacia él. Su reflejo se hacía más grande y más nítido en la oscuridad… Veía una cara más blanca que una calavera, unos ojos rojos con unas pupilas que parecían
rendijas…

—¡NOOOOOO!

—¿Qué pasa? —preguntó una voz.

Harry agitó los brazos, desesperado, se enredó en los cortinajes y cayó de la cama. Durante unos segundos no supo dónde se hallaba; estaba convencido de que volvería a ver de inmediato la cara
blanca que parecía una calavera, pero entonces, muy cerca de él, la voz de Ron dijo:

—¿Quieres dejar de comportarte como un loco para que pueda sacarte de aquí?

Ron arrancó las cortinas y Harry, tumbado boca arriba y sintiendo un intenso dolor en la cicatriz, vio a su amigo bajo la luz de la luna. Ron debía de estar a punto de acostarse porque tenía un brazo fuera de la túnica.

—¿Han vuelto a atacar a alguien? —preguntó Ron al mismo tiempo que ayudaba a Harry a levantarse

—. ¿A mi padre? ¿Ha sido esa serpiente otra vez?

—No, todos están bien —contestó Harry de forma entrecortada y con la frente ardiendo—. Bueno, Avery no… Él está metido en un lío… Le dio una información equivocada… Voldemort está muy enfadado…

Harry soltó un gemido y se desplomó temblando en la cama mientras se frotaba la cicatriz.

—Pero ahora Rookwood va a ayudarlo… Vuelve a estar sobre la pista correcta…

—Pero ¿de qué estás hablando? —dijo Ron, muy asustado—. ¿Insinúas… que has visto a Quien-tú-sabes?

—Yo era Quien-tú-sabes —lo corrigió Harry, y extendió las manos en la oscuridad y se las acercó a la cara para comprobar que ya no eran de un blanco mortal y que no tenían aquellos largos dedos—. Estaba con Rookwood, es uno de los mortífagos que se fugaron de Azkaban, ¿te acuerdas? Rookwood
acaba de decirle que Bode no habría podido hacerlo.

—¿Que no habría podido hacer qué?

—Sacar algo… Dijo que Bode debía de saber que no habría podido hacerlo… Bode estaba bajo la maldición Imperius… Creo que dijo que se la había echado Malfoy.

—¿Embrujaron a Bode para sacar algo de algún sitio? Pero… Harry, tiene que ser…

—El arma —confirmó él terminando la frase de Ron—. Ya lo sé.

Entonces se abrió la puerta del dormitorio y entraron Dean y Seamus. Harry subió las piernas a la cama. No quería que se notara que había pasado algo raro, puesto que hacía muy poco que Seamus pensaba que Harry no estaba chiflado.

—¿Qué has dicho? —murmuró Ron acercando la cabeza a la de Harry y fingiendo que se servía un poco de agua de la jarra que había en su mesilla de noche—. ¿Que eras Quien-tú-sabes?

—Sí —afirmó Harry en voz baja. Ron bebió un gran sorbo de agua que no necesitaba y Harry vio que se le derramaba por la barbilla y por el pecho.

—Harry —dijo mientras Dean y Seamus iban de aquí para allá haciendo ruido, quitándose las túnicas y hablando entre ellos—, tienes que contárselo…

—No tengo que contárselo a nadie —le contradijo su amigo de manera cortante—. No habría visto nada de todo eso si supiera hacer Oclumancia. Se supone que he aprendido a no tener esas visiones. Eso es precisamente lo que quieren.

Con el «quieren» se refería a Dumbledore. Se metió de nuevo en la cama y se tumbó sobre un costado, dándole la espalda a Ron; al cabo de un rato, oyó crujir el colchón de su amigo, que también se había acostado. Entonces a Harry empezó a arderle la cicatriz y mordió con fuerza la almohada para no hacer ningún ruido. Sabía que en algún lugar estaban castigando a Avery.

Al día siguiente, Harry y Ron esperaron hasta la hora del recreo para contarle a Lucy y Hermione lo que había pasado; querían estar completamente seguros de que nadie los oiría. De pie en su rincón de siempre del frío y ventoso patio, Harry les relató su sueño con todos los detalles que pudo recordar. Cuando hubo terminado, ninguna dijo nada durante unos momentos;  Hermione se quedó mirando fijamente a Fred y George, que se paseaban sin cabeza por el otro extremo del patio mientras vendían los sombreros mágicos que llevaban escondidos debajo de las capas.

—Así que es por eso por lo que lo mataron —comentó Lucy pensativa—. Cuando Bode intentaba robar esa arma, le ocurrió algo raro. Supongo que, para impedir que la toquen, debe de tener hechizos defensivos encima o alrededor de ella. Por eso Bode estaba en San Mungo, porque tenía el cerebro afectado y no podía hablar.

—Pero ¿se acuerdan de lo que nos dijo la sanadora? —repuso Hermione con voz queda, apartando al fin la mirada de los gemelos—. Aseguró que se estaba recuperando. Y ellos no podían arriesgarse a que se recuperara del todo, ¿no? Quiero decir que la conmoción o lo que fuera que sufrió Bode al tocar esa arma, seguramente provocó que la maldición Imperius dejara de ejercer efecto sobre él. En cuanto recobrara la voz, explicaría lo que había estado haciendo, ¿verdad? Se habría sabido que lo habían enviado a robar el arma. A Lucius Malfoy debió de resultarle fácil echarle la maldición porque se pasa la vida en el Ministerio, ¿no es así?

—Hasta estaba por allí el día que se celebró mi vista —comentó Harry—. En el… Un momento —dijo lentamente—. ¡Aquel día estaba en el pasillo del Departamento de Misterios! Tu padre, Ron, comentó que era probable que estuviera intentando colarse allí abajo y averiguar qué había pasado en mi vista, pero ¿y si…?

—¡Sturgis! —exclamó Hermione con un grito ahogado de estupefacción.

—¿Cómo dices? —preguntó Ron sin comprender.

—¡A Sturgis Podmore lo detuvieron por intentar colarse por una puerta! —exclamó Hermione con voz entrecortada—. ¡Lucius Malfoy también debió de echarle una maldición a él! Apuesto algo a que lo hizo el día que tú lo viste allí, Harry. Sturgis llevaba la capa de Moody, ¿verdad? ¿Y si estaba plantado junto a la puerta, manteniéndose invisible, y Malfoy lo oyó moverse, o adivinó que había alguien allí, o sencillamente lanzó la maldición Imperius para ver si por casualidad había un vigilante apostado en aquel lugar? Y en cuanto a Sturgis se le presentó una ocasión, probablemente cuando volvió a tocarle montar guardia, intentó entrar en el Departamento para robar el arma para Voldemort… Tranquilo, Ron… Pero lo pillaron y lo enviaron a Azkaban… —Hermione miró fijamente a Harry—. ¿Y ahora Rookwood le ha explicado a Voldemort cómo conseguir el arma?

—No oí toda la conversación, pero eso fue lo que me pareció —confirmó Harry—. Rookwood trabajaba allí… ¿Y si Voldemort envía a Rookwood a robarla?

Hermione asintió con la cabeza, abstraída. De repente dijo:

—Pero no debiste ver nada de todo eso, Harry.

—¿Qué? —dijo él sin comprender.

—Se supone que estás aprendiendo a cerrar tu mente a esas cosas —comentó Hermione con severidad.

—Ya lo sé, pero…

—Mira, creo que deberíamos intentar olvidar lo que has visto —añadió Hermione con firmeza—. Y a partir de ahora también deberías poner un poco más de empeño en las clases de Oclumancia.

Harry se enfadó tanto con ella que no le dirigió la palabra durante el resto del día, que nuevamente resultó ser un asco. Cuando en los pasillos no se comentaba el tema de los mortífagos fugados, la gente se reía de la pésima actuación de los de Gryffindor en su partido contra Hufflepuff, y los de Slytherin cantaron «A Weasley vamos a coronar» tan fuerte y tan a menudo que, antes de que el sol se pusiera, Filch, harto de la cancioncilla, la había prohibido.

La situación no mejoró con el paso de los días. Harry recibió otras dos D en Pociones; todavía estaba en ascuas por si despedían a Hagrid, y no podía dejar de pensar en el sueño en que él era Voldemort, aunque no volvió a hablar sobre ello ni con Ron ni con Hermione y mucho menos con Lucy porque no quería que su amiga volviera a regañarlo. Le habría encantado hablar de aquel tema con Sirius, pero eso estaba descartado, así que intentó confinar el asunto a lo más recóndito de su mente.

🐲

L

ucy salió de la biblioteca, dispuesta a ir al Gran Comedor para la cena, pero sus pasos fueron disminuyendo al ver a Cho Chang caminado frente a ella. Se apresuró para alcanzarla y al parecer la azabache se sorprendió de que Lucy la llamara, Rawraq permaneció como una estatua, moviendo solo los ojos con cada movimiento de parte de Cho.

—¡Oh, hola, Lucy!

—Hola —saludó la pelirroja, tratando de no verse tan seria—. ¿Tienes unos minutos? Quiero hablar contigo.

—Si, claro. —Cho miró a su amiga y le dijo:—. Adelantate, iré luego. —Betty se fue, no sin antes despedirse de Lucy con una mano e irse al Gran Comedor—. ¿De qué quieres hablar?

—Sobre Harry.

—Oh, bien...

—Mira, sé que se besaron y todo eso —repuso Lucy, viéndose amable por primera vez frente a alguien que no fuese Sophie, Hermione, Harry o Sara—. Y sé que ahora están viéndose, solo te quiero pedir una cosa.

—Si, dime —asintió la azabache.

—No lo lastimes —le pidió Lucy—. Sé que es algo lento, torpe e idiota —ambas soltaron una risa—, pero tiene un gran corazón y solo quiero que esté bien, ya sufrió demasiado, no lo lastimes más.

—No te preocupes —Cho sonrió levemente—. No lo lastimaré.

—Y... —Lucy borró un poco su sonrisa—, lamento lo de Cedric, en verdad, él era muy amable.

—En verdad que lo era —asintió Cho algo nostálgica.

Entonces, unos gritos detuvo su conversación. Ambas intercambiaron miradas antes de caminar por el pasillo y seguir el rastro de los gritos. Los gritos, efectivamente, procedían del vestíbulo, y se hicieron más fuertes. Cuando Lucy llegó al vestíbulo, lo encontró abarrotado: los estudiantes habían salido en tropel del Gran Comedor, donde todavía se estaba sirviendo la cena, para ver qué pasaba; otros se habían amontonado en la escalera de mármol. Al otro lado,Harry se abrió paso a empujones entre un grupo de alumnos de Slytherin, que eran muy altos, y vio que los curiosos habían formado un gran corro; algunos estaban asombrados, y otros, incluso aterrados. La profesora McGonagall se hallaba enfrente de Harry, al otro lado del vestíbulo, y daba la impresión de que lo que estaba viendo le producía un débil mareo.

La profesora Trelawney estaba de pie en medio del vestíbulo, sosteniendo la varita en una mano y una botella vacía de jerez en la otra, completamente enloquecida. Tenía el pelo de punta, las gafas se le habían torcido, de modo que uno de los ojos aparecía más ampliado que el otro, y sus innumerables chales y bufandas le colgaban desordenadamente de los hombros causando la impresión de que se le habían descosido las costuras. En el suelo, junto a ella, había dos grandes baúles, uno de ellos volcado, como si se lo hubieran lanzado desde la escalera. La profesora Trelawney miraba fijamente, con gesto de terror, algo que Harry no distinguía, pero que al parecer estaba al pie de la escalera.

—¡No! —gritó la profesora Trelawney—. ¡NO! ¡Esto no puede ser! ¡No puede ser! ¡Me niego a aceptarlo!

—¿No se imaginaba que iba a pasar esto? —preguntó una voz aguda e infantil con un deje de crueldad; Harry, que se había desplazado un poco hacia la derecha, descubrió que la aterradora visión de la profesora Trelawney no era ni más ni menos que la profesora Umbridge—. Pese a que es usted incapaz de predecir ni siquiera el tiempo que hará mañana, debió darse cuenta de que su lamentable actuación
durante mis supervisiones, y sus nulos progresos, provocarían su despido.

—¡N-no p-puede! —bramó la profesora Trelawney, a quien las lágrimas le resbalaban por las mejillas por detrás de sus enormes gafas—. ¡No p-puede despedirme! ¡Llevo d-dieciséis años aquí! ¡Hogwarts es m-mi hogar!

—Era su hogar hasta hace una hora, en el momento en que el ministro de Magia firmó su orden de despido —la corrigió la profesora Umbridge, y Harry sintió asco al ver que el placer le ensanchaba aún más la cara de sapo mientras contemplaba cómo la profesora Trelawney, que lloraba
desconsoladamente, se desplomaba sobre uno de sus baúles—. Así que haga el favor de salir de este vestíbulo. Nos está molestando.

Pero la profesora Umbridge se quedó donde estaba, regodeándose con la imagen de la profesora Trelawney, que gemía, se estremecía y se mecía hacia delante y hacia atrás sobre su baúl en el paroxismo del dolor. Harry oyó un sollozo amortiguado a su izquierda y giró la cabeza. Lavender y Parvati lloraban en silencio, agarradas del brazo. Luego oyó pasos. La profesora McGonagall había salido de entre los espectadores, había ido directamente hacia la profesora Trelawney y le estaba dando firmes palmadas en la espalda al mismo tiempo que se sacaba un gran pañuelo de la túnica.

—Toma, Sybill, toma… Tranquilízate… Suénate con esto… No es tan grave como parece… No tendrás que marcharte de Hogwarts…

—¿Ah, no, profesora McGonagall? —dijo la profesora Umbridge con una voz implacable, y dio unos pasos hacia delante—. ¿Y se puede saber quién la ha autorizado para hacer esa afirmación?

—Yo —contestó una voz grave.

Las puertas de roble se habían abierto de par en par. Los estudiantes que estaban más cerca de ellas se apartaron y Dumbledore apareció en el umbral. Harry no tenía ni idea de qué debía de haber estado haciendo el director en los jardines, pero tenía un aire imponente allí plantado, como si lo enmarcara una extraña neblina nocturna. Dumbledore dejó las puertas abiertas y avanzó, dando grandes zancadas a través del corro de curiosos, hacia la profesora Trelawney, quien seguía temblando y llorando sobre su baúl, con la profesora McGonagall a su lado.

—¿Usted, profesor Dumbledore? —se extrañó la profesora Umbridge con una risita particularmente desagradable—. Me temo que no ha comprendido bien la situación. Aquí tengo —dijo, y sacó un rollo de pergamino de la túnica— una orden de despido firmada por mí y por el ministro de Magia. Según el
Decreto de Enseñanza número veintitrés, la Suma Inquisidora de Hogwarts tiene poder para supervisar, poner en periodo de prueba y despedir a cualquier profesor que en su opinión, es decir, la mía, no esté al nivel exigido por el Ministerio de Magia. He decidido que la profesora Trelawney no da la talla, y la he despedido.

Para gran sorpresa de Harry, Dumbledore siguió sonriendo. Miró a la profesora Trelawney, que no dejaba de sollozar e hipar sobre su baúl, y dijo:

—Tiene usted razón, desde luego,bprofesora Umbridge. Como Suma Inquisidora, está en su perfecto
derecho de despedir a mis profesores. Sin embargo, no tiene autoridad para echarlos del castillo. Me temo que la autoridad para hacer eso todavía la ostenta el director —dijo, e hizo una pequeña reverencia—, y yo deseo que la profesora Trelawney siga viviendo en Hogwarts.

Al escuchar las palabras de Dumbledore, la profesora Trelawney soltó una risita nerviosa que no logró disimular un hipido.

—¡No, no! ¡M-me m-marcharé, Dumbledore! M-me iré de Ho-Hogwarts y b-buscaré fortuna en otro lugar…

—No —dijo Dumbledore, tajante—. Yo deseo que usted permanezca aquí, Sybill. —se volvió hacia la
profesora McGonagall y añadió—: ¿Le importaría acompañar a Sybill arriba, profesora McGonagall?

—En absoluto —repuso ésta—. Vamos, Sybill, levántate…

La profesora Sprout salió apresuradamente de entre la multitud y agarró a la profesora Trelawney por el otro brazo. Juntas la guiaron hacia la escalera de mármol pasando por delante de la profesora Umbridge. El profesor Flitwick corrió tras ellas con la varita en ristre, gritó: «¡Baúl locomotor!», y el equipaje de la profesora Trelawney se elevó por los aires y la siguió escaleras arriba. El profesor Flitwick cerraba la comitiva.

La profesora Umbridge no se había movido, y miraba de hito en hito a Dumbledore, que continuaba sonriendo con benevolencia.

—¿Y qué piensa hacer cuando yo nombre a un nuevo profesor de Adivinación que necesitará las habitaciones de la profesora Trelawney? —le preguntó la profesora Umbridge en un susurro que se oyó por todo el vestíbulo.

—¡Ah, eso no supone ningún problema! —contestó Dumbledore en tono agradable—. Verá, ya he encontrado a un nuevo profesor de Adivinación, y resulta que prefiere alojarse en la planta baja.

—¿Que ha encontrado…? —repitió la profesora Umbridge con voz chillona—. ¿Que usted ha encontrado…? Permítame que le recuerde, profesor Dumbledore, que el Decreto de Enseñanza número veintidós…

—El Ministerio sólo tiene derecho a nombrar un candidato adecuado en el caso de que el director no consiga encontrar uno —la interrumpió Dumbledore—. Y me complace comunicarle que en esta ocasión lo he conseguido. ¿Me permite que se lo presente?

Entonces se dio la vuelta hacia las puertas, que seguían abiertas y dejaban pasar la neblina. Harry oyó ruido de cascos. Un murmullo de asombro recorrió el vestíbulo, y los que estaban más cerca de las puertas se apartaron rápidamente; algunos hasta tropezaron con las prisas por abrir camino al recién llegado.

A través de la niebla apareció un rostro que Harry ya había visto antes, una noche oscura y llena de peligros, en el Bosque Prohibido: tenía el cabello rubio, casi blanco, y los ojos de un azul espectacular; eran la cabeza y el torso de un hombre unidos al cuerpo de un caballo claro con la crin y la cola blancas.

—Le presento a Firenze —le dijo Dumbledore alegremente a la perpleja profesora Umbridge—. Creo que lo encontrará adecuado.

🔥🐲

—Supongo que ahora lamentarás haberte dado de baja de Adivinación, ¿verdad, Hermione? —comentó Parvati con una sonrisita de suficiencia.

Era la hora del desayuno, dos días después del despido de la profesora Trelawney, y Parvati se estaba rizando las pestañas con la varita y examinaba el resultado en la parte de atrás de una cuchara. Aquella mañana iban a tener la primera clase con Firenze.

—Pues no, la verdad —contestó Hermione con indiferencia mientras leía El Profeta—. Nunca me han gustado los caballos.

Pasó la página del periódico y echó un vistazo a las columnas.

—¡No es un caballo, es un centauro! —exclamó Lavender, indignada.

—Un centauro precioso, por cierto —añadió Parvati.

—Ya, pero sigue teniendo cuatro patas —comentó Hermione fríamente—. Además, ¿ustedes dos no estaban tan disgustadas porque habían despedido a la profesora Trelawney?

—¡Y lo estamos! —le aseguró Lavender—. Fuimos a verla a su despacho y le llevamos un ramo de narcisos, y no eran de esos que graznan de la profesora Sprout, sino unos muy bonitos.

—¿Cómo está? —preguntó Lucy.

—No muy bien, pobrecilla —respondió Lavender con compasión—. Se puso a llorar y dijo que prefería marcharse para siempre del castillo a permanecer bajo el mismo techo que Dolores Umbridge, y no me extraña, porque la profesora Umbridge ha sido muy cruel con ella, ¿no les parece?

—Tengo la sospecha de que la profesora Umbridge no ha hecho más que empezar a ser cruel —dijo
Hermione misteriosamente.

—Imposible —terció Ron, que se estaba zampando un gran plato de huevos con beicon—. No puede volverse peor de lo que es.

—Ya verás, intentará vengarse de Dumbledore por haber nombrado a un nuevo profesor sin consultarlo con ella —sentenció Hermione mientras cerraba el periódico—. Y más aún tratándose de un semihumano. ¿Se fijaron en la cara que puso al ver a Firenze?

Después de desayunar, Hermione fue a su clase de Aritmancia, y Harry, Lucy y Ron siguieron a Parvati y Lavender al vestíbulo, pues tenían clase de Adivinación.

—¿No hemos de subir a la torre norte? —preguntó Ron, desconcertado, al ver que Parvati no subía por la escalera de mármol.

La chica lo miró desdeñosamente por encima del hombro.

—¿Cómo quieres que Firenze suba por esa escalerilla? Ahora las clases de Adivinación se imparten en el aula once. Ayer pusieron una nota en el tablón de anuncios.

El aula once estaba en la planta baja, en el pasillo que salía del vestíbulo, al otro lado del Gran Comedor. Lucy sabía que era una de las aulas que no se utilizaban con regularidad, y que por eso en ella reinaba cierto aspecto de descuido, como en un trastero o en un almacén. Por ese motivo, cuando entró seguida de Harry y Ron se encontró en medio del claro de un bosque, se quedó momentáneamente atónita.

—Pero ¿qué…?

El suelo del aula estaba cubierto de musgo y en él crecían árboles; las frondosas ramas se abrían en abanico hacia el techo y las ventanas, y la habitación estaba llena de sesgados haces de una débil luz verde salpicada de sombras. Los alumnos que ya habían llegado al aula estaban sentados en el suelo, apoyaban la espalda en los troncos de los árboles o en piedras, y se abrazaban las rodillas o tenían los brazos cruzados firmemente sobre el pecho. Todos parecían muy nerviosos. En medio del claro, donde
no había árboles, estaba Firenze.

—Harry Potter —lo saludó el centauro y extendió una mano al verlo entrar.

—Ho-hola —contestó él, y le estrechó la mano al centauro, que lo miró sin parpadear con aquellos asombrosos ojos azules suyos, pero no le sonrió—. Me alegro de verte.

—Y yo a ti —repuso Firenze inclinando su rubia cabeza—. Estaba escrito que volveríamos a encontrarnos.

Harry reparó en que Firenze tenía la sombra de un cardenal con forma de herradura en el pecho. Al volverse para sentarse con el resto de los alumnos en el suelo del aula, vio que todos lo miraban sobrecogidos; al parecer, les había impresionado mucho que tuviera tan buenas relaciones con Firenze,
ante quien se sentían profundamente intimidados.

Tan pronto como se cerró la puerta y el último estudiante se hubo sentado en un tocón junto a la papelera, Firenze hizo un amplio movimiento con un brazo abarcando la sala.

—El profesor Dumbledore ha tenido la amabilidad de arreglar esta aula para nosotros imitando mi habitat natural —les explicó Firenze cuando todos estuvieron instalados—. Yo habría preferido impartir estas clases en el Bosque Prohibido, que hasta el lunes pasado era mi hogar, pero no ha sido posible…

—Perdone…, humm…, señor —dijo Parvati entrecortadamente levantando una mano—, ¿por qué no ha sido posible? Ya hemos estado allí con Hagrid y no nos da miedo.

—No es una cuestión del valor de los alumnos, sino de mi situación. No puedo regresar al bosque. Mi manada me ha desterrado.

—¿Su manada? —se extrañó Lavender con un tono que denotaba confusión, y Lucy comprendió que se estaba imaginando un rebaño de vacas—. ¿Qué…? ¡Ah! —Entonces lo entendió—. ¿Hay más como usted? —preguntó, atónita.

—¿Los crió Hagrid, como a los thestrals? —inquirió Dean con interés. Firenze giró lentamente la cabeza hasta posar la mirada en Dean, quien se dio cuenta inmediatamente de que había hecho un comentario muy ofensivo—. Bueno…, no quería… Es decir…, lo siento —se disculpó con un hilo de voz.

—Los centauros no somos sirvientes ni juguetes de los humanos —declaró Firenze sin alterarse. Se produjo una pausa, y entonces Parvati volvió a levantar la mano.

—Perdone, señor, ¿por qué lo han desterrado los otros centauros?

—Porque he accedido a trabajar para el profesor Dumbledore —respondió Firenze—. Ellos lo consideran una traición a nuestra especie.

Entonces Harry recordó cómo, casi cuatro años atrás, el centauro Bane había insultado a Firenze por dejar que Lucy y Harry montara en él para ponerse a salvo llamándolo «vulgar mula». Harry también se preguntó si habría sido Bane quien había pegado una coz a Firenze en el pecho.

—Empecemos —dijo el centauro.

Agitó su larga y blanca cola, levantó una mano hacia el toldo de hojas que tenían sobre las cabezas y luego la bajó lentamente. La luz de la sala se atenuó inmediatamente, de modo que parecía que estaban sentados en el claro de un bosque al anochecer, y aparecieron estrellas en el techo. Hubo exclamaciones y gritos contenidos de asombro, y Ron dijo en voz alta: «¡Caramba!»

—Tumbense en el suelo —les indicó Firenze con voz sosegada— y observen el cielo. En él está escrito, para los que saben ver, el destino de nuestras razas. —Lucy se echó sobre la espalda y miró al techo. Una titilante estrella roja le hacía guiños desde lo alto—. Ya sé que en la clase de Astronomía han estudiado los nombres de los planetas y de sus lunas —prosiguió Firenze con voz queda—, y que han trazado la trayectoria de las estrellas por el firmamento. Los centauros llevamos siglos desentrañando los misterios de esos movimientos. Nuestros hallazgos nos han demostrado que el futuro se puede vislumbrar en el cielo…

—¡La profesora Trelawney nos daba Astrología! —exclamó Parvati levantando la mano—. Marte causa accidentes, quemaduras y cosas así, y cuando forma un ángulo con Saturno, como ahora —trazó un ángulo recto en el aire—, significa que hay que extremar las precauciones al manejar cosas calientes…

—Eso son tonterías de los humanos —dijo Firenze con serenidad. La mano de Parvati descendió con languidez—. Daños triviales, pequeños accidentes humanos —continuó el centauro, y sus cascos se oyeron sobre el húmedo musgo del suelo—. En el contexto del universo, esas cosas no tienen más relevancia que los correteos de las hormigas, y no les afectan los movimientos planetarios.

—La profesora Trelawney… —empezó a decir Parvati, dolida e indignada.

—… es un ser humano —la atajó Firenze escuetamente—. Y por lo tanto está cegada y coartada por las
limitaciones de su especie.

Lucy ladeó ligeramente la cabeza para mirar a Parvati, que parecía muy ofendida, como muchos de sus compañeros.

—Quizá Sybill Trelawney pueda predecir, no lo sé —prosiguió Firenze, y Lucy volvió a oír el susurro de su cola mientras se paseaba ante ellos—, pero en general pierde el tiempo con esas estupideces halagadoras que los humanos llaman «leer el futuro». En cambio, yo estoy aquí para explicarles la sabiduría de los centauros, que es impersonal e imparcial. Nosotros buscamos en el cielo las grandes corrientes del mal y los cambios que a veces están escritos en él. Podemos tardar cien años en estar seguros de lo que estamos viendo. —Firenze señaló la estrella roja que Lucy tenía justo encima—. En la década pasada vimos indicios de que los magos vivían un periodo de calma entre dos guerras. Marte, el rey de la guerra, brilla intensamente sobre nosotros, lo cual sugiere que la batalla podría volver a estallar pronto. Los centauros podemos intentar predecir cuándo sucederá quemando ciertas hierbas y hojas, y observando el humo y las llamas…

Fue la clase más inusual a la que Lucy había asistido jamás. Quemaron salvia y malva dulce en el suelo, y Firenze los invitó a buscar ciertas formas y algunos símbolos en el acre humo que se desprendía de las hierbas, pero no pareció que le preocupara ni lo más mínimo que ninguno de los alumnos viera los signos que él describía. Contó que los humanos no eran muy buenos en aquel arte y que los centauros habían tardado muchos años en dominarlo; concluyó diciendo que de todos modos era una tontería poner demasiada fe en aquellas cosas, porque hasta los centauros se equivocaban a veces al interpretarlas. Firenze no se parecía a ningún profesor humano que Lucy hubiera tenido hasta entonces. Daba la impresión de que su prioridad no era enseñarles lo que él sabía, sino hacerles comprender que nada, ni siquiera los conocimientos de los centauros, era infalible.

—No se define mucho, ¿verdad? —comentó Ron en voz baja mientras apagaban el fuego de la malva dulce—. A mí no me importaría saber algo más sobre esa guerra que está a punto de estallar.

Sonó la campana que había en el pasillo, junto a la puerta del aula, y todos se sobresaltaron; Harry había olvidado por completo que todavía estaban dentro del castillo y habría jurado que estaba en el Bosque Prohibido. Los alumnos salieron en fila con cara de perplejidad. Harry, Lucy y Ron se disponían a seguir a sus compañeros cuando Firenze dijo:

—Harry Potter, Lucinda Winters, un momento, por favor.

Harry se dio la vuelta y Lucy imitó su acción. El centauro avanzó un poco hacia ellos y Ron vaciló.

—Puedes quedarte —le dijo Firenze—. Pero cierra la puerta, por favor.

Ron se apresuró a obedecer.

—Harry Potter, eres amigo de Hagrid, ¿verdad? —le preguntó el centauro.

—Sí —afirmó él.

—Entonces dale este aviso de mi parte: sus intentos no están dando resultado. Más le valdría abandonar.

—¿Sus intentos no están dando resultado? —repitió Harry sin comprender.

—Y más le valdría abandonar —puntualizó Firenze asintiendo con la cabeza—. Si pudiera avisaría yo mismo a Hagrid, pero me han desterrado; no sería prudente por mi parte acercarme demasiado al bosque precisamente ahora. Hagrid ya tiene bastantes problemas, y sólo le faltaría una batalla de centauros.

—Pero… ¿qué es lo que intenta hacer Hagrid? —preguntó Harry con inquietud.

Firenze miró a Harry sin inmutarse.

—Últimamente Hagrid me ha prestado gran ayuda —contestó Firenze—, y hace mucho tiempo que se ganó mi respeto por el cuidado que dedica a todas las criaturas vivientes. No voy a revelar su secreto. Pero hay que hacerle entrar en razón. Sus intentos no están dando resultado. Díselo, Harry Potter —los tres pensaron que ya había acabado, hasta que Firenze llamó a Lucy—. Pequeña dama, desde la última vez que la ví los astros me dieron otras señales, hoy vi algo diferente, debe fijarse bien en sus acompañantes y no dejarse llevar por los malos sentimientos.

—¿Malos sentimientos? —Ron se vio más confundido que Lucy.

—Que pases un buen día —finalizó Firenze, haciendo una leve reverencia hacia Lucy.

La felicidad que Harry había sentido tras la publicación de la entrevista en El Quisquilloso ya se había evaporado. El grisáceo mes de marzo dejó paso a un borrascoso abril, y la vida de Harry parecía haberse convertido de nuevo en una larga serie de preocupaciones y problemas.

La profesora Umbridge había seguido asistiendo a todas las clases de Cuidado de Criaturas Mágicas, de modo que a Harry le había resultado muy difícil transmitir a Hagrid la advertencia de Firenze. Por fin, un día consiguió hacerlo fingiendo que había perdido su ejemplar de Animales fantásticos y dónde encontrarlos y volvió sobre sus pasos cuando ya había terminado la clase. Al dar el mensaje de Firenze a Hagrid, éste lo miró un momento con los hinchados y amoratados ojos como si se hubiera sorprendido. Pero luego recobró la compostura.

—Firenze es un gran tipo —afirmó con brusquedad—, pero de esto no entiende nada. Mis intentos están dando muy buenos resultados.

—¿Qué te traes entre manos, Hagrid? —le preguntó Harry poniéndose serio—. Tienes que ir con cuidado porque la profesora Umbridge ya ha despedido a la profesora Trelawney, y si quieres saber mi opinión, creo que no va a haber quien la pare. Si se entera de que estás haciendo algo que no deberías, te va a…

—Hay cosas más importantes que conservar el empleo —lo interrumpió Hagrid, aunque, cuando lo dijo, le temblaron ligeramente las manos y se le cayó al suelo un cuenco lleno de excrementos de knarl—. No sufras por mí, Harry. Y ahora vete, sé bueno.

Harry no tuvo más remedio que dejar a Hagrid recogiendo el estiércol del suelo de su cabaña, pero mientras se dirigía hacia el castillo se sintió muy desanimado.

Entre tanto, los TIMOS cada vez estaban más cerca, algo que los profesores y Hermione seguían recordando a los alumnos. Todos los de quinto estaban más o menos estresados, pero Hannah Abbott fue la primera en recibir una pócima calmante de la señora Pomfrey, después de echarse a llorar durante la clase de Herbología y afirmar, entre sollozos, que era demasiado tonta para aprobar los exámenes y que quería marcharse cuanto antes del colegio.

Harry estaba convencido de que, de no haber sido por las reuniones del ED, se habría sentido terriblemente desgraciado. A veces tenía la sensación de que sólo vivía para las horas que pasaba en la Sala de los Menesteres; allí trabajaba duro, pero al mismo tiempo se divertía muchísimo y se enorgullecía al contemplar a los otros miembros del ED y comprobar cuánto habían progresado. En ocasiones Harry se preguntaba cómo reaccionaría la profesora Umbridge cuando los miembros del ED recibieran un «Extraordinario» en sus TIMOS de Defensa Contra las Artes Oscuras.

Por fin habían empezado a trabajar en los encantamientos patronus, que todos estaban deseando practicar pese a que, como Harry insistía en recordarles, no era lo mismo lograr que un patronus
apareciera en medio de un aula intensamente iluminada y sin estar bajo ninguna amenaza, que conseguir que apareciera si se tenían que enfrentar a algo similar a un dementor.

—No seas aguafiestas —dijo Cho alegremente mientras contemplaba su plateado patronus con forma de cisne, que volaba por la Sala de los Menesteres durante la última reunión antes de las vacaciones de Pascua—. ¡Son tan bonitos!

—Lo que importa no es que sean bonitos —repuso Harry pacientemente—, sino que te protejan. Lo que necesitamos es un boggart o algo parecido; así fue como aprendí yo: tuve que invocar un patronus mientras el boggart se hacía pasar por un dementor.

—¡Uy, qué miedo! —comentó Lavender, que disparaba bocanadas de humo por el extremo de su varita—. ¡Y yo sigo… sin… conseguirlo! —añadió con enfado.

Neville también tenía problemas. Estaba muy concentrado, pero de la punta de su varita sólo salían unas débiles volutas de humo plateado.

—Tienes que pensar en algo alegre —le recordó Harry.

—Ya lo intento —dijo Neville, desanimado; se estaba esforzando tanto que el sudor brillaba en su redonda cara.

—¡Mira, Harry, creo que lo estoy logrando! —gritó Seamus, a quien Dean había llevado por primera vez a una reunión del ED—. ¡Mira…! ¡Oh, ha desaparecido! Pero ¡era una cosa peluda, Harry!

El patronus de Hermione, una reluciente nutria plateada, retozaba a su alrededor.

—Son bonitos, ¿verdad? —comentó la chica mirando al animal con cariño.

Pero la mirada de todos se centró en un dragón plateado que rugía y volaba sobre las cabezas de todos, Rawraq, algo interesado, volaba detrás de éste.

—Impresionante, Lucy —la felicitó Harry, viendo a la pelirroja hacer su quinto intento y lograr un patronus de cuerpo completo.

Lucy y Hermione intercambiaron miradas felices.

En ese momento la puerta de la Sala de los Menesteres se abrió y volvió a cerrarse. Harry se dio la vuelta para ver quién había entrado, pero no vio a nadie. Tardó un instante en darse cuenta de que los alumnos que estaban cerca de la puerta se habían quedado callados. Entonces algo le tiró de la túnica a la altura de las rodillas. Miró hacia abajo y se llevó una sorpresa al ver a Dobby, el elfo doméstico, que lo contemplaba desde debajo de los ocho gorros de lana que no se quitaba ni para dormir.

—¡Hola, Dobby! —exclamó Harry—. ¿Qué haces? ¿Qué pasa?

El elfo lo miraba con ojos desorbitados; estaba temblando de miedo. Los miembros del ED que estaban más cerca de Harry se habían quedado mudos y todos contemplaban a Dobby. Los pocos patronus que los alumnos habían conseguido se disolvieron en una neblina plateada, y la habitación quedó mucho más oscura que antes.

—Harry Potter, señor… —chilló el elfo, que temblaba de pies a cabeza—. Harry Potter, señor… Dobby ha venido a avisarlo…, pero a los elfos domésticos les han advertido que no digan…

Se lanzó de cabeza contra la pared. Harry, que conocía bien la costumbre de Dobby de autocastigarse, intentó sujetarlo, pero el elfo rebotó en la piedra, protegido por sus ocho gorros. Hermione y algunas chicas soltaron gritos de miedo y pena.

—¿Qué ha pasado, Dobby? —le preguntó Harry mientras lo agarraba por el delgado brazo y lo apartaba de cualquier cosa con la que pudiera intentar hacerse daño.

—Harry Potter, ella…, ella…

Dobby se golpeó fuertemente la nariz con el puño que tenía libre y Harry se lo sujetó también.

—¿Quién es «ella», Dobby?

Aunque Harry creía que sabía de quién se trataba; sólo había una persona que pudiera inspirarle tanto temor a Dobby. El elfo levantó la cabeza, lo miró poniéndose un poco bizco y movió los labios, pero sin articular ningún sonido.

—¿La profesora Umbridge? —preguntó Harry, horrorizado. Dobby asintió, y a continuación intentó golpearse la cabeza contra las rodillas de Harry, pero él estiró los brazos y lo mantuvo alejado de su cuerpo—. ¿Qué pasa con ella, Dobby? ¿Estás insinuando que ha descubierto esta…, que nosotros…, el
ED? —leyó la respuesta en el afligido rostro del elfo. Como Harry seguía sujetándole las manos, Dobby intentó darse una patada y cayó al suelo de rodillas—. ¿Viene hacia aquí? —inquirió Harry rápidamente.

Dobby soltó un alarido y exclamó:

—¡Sí, Harry Potter, sí!

Harry se enderezó y echó un vistazo a los inmóviles y aterrados alumnos que miraban al elfo, que no paraba de retorcerse.

—¿QUÉ ESPERAN? —gritó—. ¡CORRAN!

Entonces todos salieron disparados hacia la puerta, formando una marabunta, y empezaron a marcharse precipitadamente de la sala. Harry los oyó correr por los pasillos y confió en que tuvieran la prudencia de no intentar llegar hasta sus dormitorios. Sólo eran las nueve menos diez; ojalá se refugiaran en la biblioteca o en la lechucería, que quedaban más cerca…

—¡Vamos, Harry! —gritó Lucy desde el centro del grupo de alumnos que peleaban por salir.

Harry levantó en brazos a Dobby, que todavía intentaba lastimarse, y corrió con él para unirse a sus compañeros.

—Dobby, esto es una orden: baja a la cocina con los otros elfos, y si ella te pregunta si me has avisado, miente y di que no —dijo Harry—. ¡Y te prohibo que te hagas daño! —añadió, y cuando por fin cruzó el umbral, soltó al elfo y cerró la puerta tras él.

—¡Gracias, Harry Potter! —chilló Dobby, y echó a correr a toda pastilla.

Harry miró a derecha e izquierda; los otros corrían tanto que sólo alcanzó a ver un par de talones que doblaban cada una de las esquinas del pasillo antes de desaparecer; él se dirigió velozmente hacia la derecha; un poco más allá había un lavabo de chicos, y si conseguía llegar hasta él podría fingir que había estado allí todo el tiempo…

—¡AAAYYY!

Algo se había enroscado en sus tobillos, y Harry cayó estrepitosamente al suelo y resbaló boca abajo unos dos metros antes de detenerse. Oyó que alguien reía detrás de él. Se colocó boca arriba y vio a Malfoy escondido en una hornacina, bajo un espantoso jarrón con forma de dragón.

—¡Embrujo zancadilla, Potter! —dijo—. ¡Eh, profesora! ¡PROFESORA! ¡Ya tengo a uno!

La profesora Umbridge apareció jadeando por un extremo del pasillo, pero con una sonrisa de placer en los labios.

—¡Es él! —exclamó con júbilo al ver a Harry en el suelo—. ¡Excelente, Draco, excelente! ¡Muy bien! ¡Cincuenta puntos para Slytherin! Voy a sacarlo de aquí… ¡Levántate, Potter! —Harry se puso en pie y los miró con odio a los dos. Jamás había visto tan feliz a la profesora Umbridge, que lo agarró fuertemente por un brazo y se volvió, sonriendo de oreja a oreja, hacia Malfoy—. Corre a ver si atrapas a unos cuantos más, Draco —le ordenó—. Di a los otros que busquen en la biblioteca, a ver si encuentran a alguien que se haya quedado sin aliento. Miren en los lavabos, la señorita Parkinson puede encargarse del de las chicas. ¡Deprisa! Y tú —añadió adoptando un tono aún más amenazador de lo habitual, mientras Malfoy se alejaba—, tú vas a venir conmigo al despacho del director, Potter.

Al cabo de unos minutos estaban frente a la gárgola de piedra. A Harry le habría gustado saber a cuántos más habían atrapado. Pensó en Ron (la señora Weasley iba a matarlo), en cómo se sentiría Hermione si la expulsaban antes de que pudiera hacer sus TIMOS y en lo mucho que se enfadarían los padres de Lucy ante hacer caso omiso a sus órdenes. Y aquélla había sido la primera reunión de Seamus… Y Neville estaba mejorando tanto…

—¡Meigas fritas! —entonó la profesora Umbridge; la gárgola de piedra se apartó de un brinco, la pared que había detrás se abrió y Harry y la bruja subieron por la escalera móvil de piedra.

Enseguida llegaron a la brillante puerta con la aldaba en forma de grifo, pero la profesora Umbridge no se tomó la molestia de llamar, sino que entró directamente en el despacho dando grandes zancadas y sin soltar a Harry.

El despacho estaba lleno de gente. Dumbledore estaba sentado detrás de su mesa, con expresión serena y con las yemas de los largos dedos juntas. La profesora McGonagall estaba de pie, inmóvil, a su lado, con un aspecto muy tenso. Cornelius Fudge, ministro de Magia, se balanceaba hacia delante y hacia atrás sobre las puntas de los pies, junto al fuego, inmensamente complacido, al parecer, con la situación; Kingsley Shacklebolt y un mago de aspecto severo con pelo canoso, áspero y muy corto, al que Harry no reconoció, estaban situados a ambos lados de la puerta, como dos guardianes, y Percy Weasley, pecoso y con gafas, como siempre, andaba nervioso de un lado para otro junto a la pared con una pluma y un grueso rollo de pergamino en las manos, preparado para tomar notas.

Esa noche los retratos de antiguos directores y directoras no se hacían los dormidos. Todos estaban alerta y muy serios observando lo que ocurría en el despacho. Cuando entró Harry, unos cuantos saltaron a los cuadros vecinos e hicieron comentarios al oído de sus ocupantes. Harry se soltó de la profesora Umbridge en cuanto la puerta se cerró tras ellos. Cornelius Fudge lo fulminó con la mirada; la expresión de su rostro denotaba una especie de cruel satisfacción.

—Vaya, vaya —dijo.

Harry respondió con la mirada más asesina de que fue capaz. El corazón le latía con violencia en el pecho, pero tenía la mente fría y clara.

—Potter volvía a la torre Gryffindor —explicó la profesora Umbridge. Había un deje de indecente emoción en su voz, el mismo placer cruel que Harry había detectado en la voz de la bruja mientras veía llorar a lágrima viva a la profesora Trelawney en el vestíbulo—. Malfoy lo ha acorralado.

—¿Ah, sí? —dijo Fudge, agradecido—. Que no me olvide de decírselo a Lucius. Bueno, Potter… Supongo que ya sabes por qué estás aquí.

Harry estaba decidido a responder con un desafiante «Sí»; había despegado los labios y estaba a punto de pronunciar aquella palabra cuando vio la cara de Dumbledore. El director no miraba directamente a Harry, sino que tenía los ojos fijos en un punto situado sobre sus hombros, pero, cuando el muchacho lo observó, el director movió un milímetro la cabeza hacia uno y otro lado. Harry se corrigió justo a tiempo:

—S… No.

—¿Cómo dices? —preguntó Fudge.

—No —repitió Harry con firmeza.

—¿No sabes por qué estás aquí?

—No, no lo sé —declaró Harry.

Fudge miró con incredulidad a la profesora Umbridge. Harry aprovechó aquel momento de distracción del ministro para desviar fugazmente la mirada hacia Dumbledore, quien, con los ojos fijos en la alfombra, hizo un levísimo movimiento afirmativo con la cabeza y un breve guiño.

—De modo que no tienes ni idea de por qué la profesora Umbridge te ha traído a este despacho —prosiguió Fudge con una voz cargada de sarcasmo—. ¿No eres consciente de haber violado ninguna norma del colegio?

—¿Norma del colegio? —se extrañó Harry—. No.

—¿Ni ningún decreto ministerial? —puntualizó Fudge con enojo.

—Que yo sepa, no —contestó él con suavidad. El corazón seguía latiéndole muy deprisa. Valía la pena decir aquellas mentiras sólo para observar cómo a Fudge le aumentaba la presión sanguínea, pero Harry no veía cómo demonios iba a salirse con la suya; si alguien le había dado un chivatazo a la profesora Umbridge y le había hablado del ED, él, que era el líder, ya podía empezar a preparar su baúl.

—Entonces, ¿no sabes que hemos descubierto una organización estudiantil ilegal en este colegio? —continuó Fudge con una voz cargada de profunda ira.

—No, no lo sabía —aseguró Harry fingiendo inocencia y sorpresa; pero la expresión de su cara no resultaba muy convincente.

—Creo, señor ministro —intervino la profesora Umbridge con voz melosa—, que ahorraríamos tiempo si fuera a buscar a nuestra informadora.

—Sí, sí, claro —afirmó Fudge, y miró maliciosamente a Dumbledore mientras la bruja salía del despacho—. No hay nada como un buen testigo, ¿verdad, Dumbledore?

—Nada, Cornelius —dijo el director con gravedad, e inclinó la cabeza.

Esperaron unos minutos, y durante ese tiempo nadie miró a nadie; entonces Harry oyó que la puerta se abría detrás de él. La profesora Umbridge entró en el despacho y pasó por su lado, sujetando por el hombro a Betty, la amiga de Cho, que se tapaba la cara con las manos.

—No tengas miedo, querida, no pasa nada —le aseguró la profesora Umbridge con ternura, dándole unas palmaditas en la espalda—. Tranquila, tranquila. Has hecho lo que tenías que hacer. El ministro está muy contento contigo. Le dirá a tu madre lo bien que te has portado. La madre de Betty, señor ministro —añadió dirigiéndose a Fudge—, es Madame Edgecombe, del Departamento de Transportes Mágicos, Oficina de la Red Flu. Ha sido ella quien nos ha ayudado a vigilar las chimeneas de Hogwarts.

—¡Estupendo, estupendo! —exclamó Fudge, entusiasmado—. De tal palo, tal astilla, ¿eh? Bueno, querida, mírame, no seas tímida. Cuéntanos qué es lo que… ¡Gárgolas galopantes!

Cuando Betty levantó la cabeza, Fudge pegó un salto hacia atrás, horrorizado, y estuvo a punto de caer al fuego de la chimenea. Maldijo en voz alta y le tuvo que dar un pisotón al dobladillo de su capa, que había empezado a humear. Betty soltó un gemido y se levantó el cuello de la túnica hasta la altura de los ojos, pero todos habían visto ya que tenía la cara completamente desfigurada por una apretada franja de pústulas moradas que le cubrían la nariz y las mejillas formando la palabra «CHIVATA».

—Ahora no te preocupes por los granos, querida —dijo la profesora Umbridge con impaciencia—. Quítate la túnica de la boca y cuéntale al ministro… —Pero Betty emitió otro amortiguado gemido y movió con energía la cabeza haciendo un gesto negativo—. Está bien, boba, ya se lo contaré yo —le espetó la profesora, quien volvió a dibujar su repugnante sonrisa y dijo—: Verá, señor ministro, la señorita ha venido a mi despacho esta noche, poco después de la cena, y me ha comunicado que tenía que contarme una cosa. Me ha dicho que si iba a una sala secreta que hay en el séptimo piso, conocida como la Sala de los Menesteres, descubriría algo que me convenía saber. Le he formulado unas cuantas preguntas y ella ha reconocido que allí iba acelebrarse una especie de reunión. Desgraciadamente, en ese preciso instante ha entrado en funcionamiento este maleficio —señaló con desdén la cara tapada de Betty—, y al verse la cara en mi espejo, la niña se ha alterado tanto que no ha podido explicarme nada más.

—Muy bien —dijo Fudge, y dirigió a Betty una mirada que pretendía ser amable y paternal—, has sido muy valiente, querida, yendo a contárselo a la profesora Umbridge. Has hecho precisamente lo que tenías que hacer. Y ahora, ¿quieres explicarme qué ha pasado en esa reunión? ¿Cuál era su propósito? ¿Quién participaba en ella? —pero Betty, que tenía los ojos muy abiertos y cara de susto, se negó a hablar y se limitó a negar de nuevo con la cabeza—. ¿No tenemos ningún contraembrujo para esto? —le preguntó Fudge a la profesora Umbridge, impaciente, señalando el rostro de Betty—. ¿Para que podamos hablar con libertad?

—Todavía no lo he encontrado —admitió de mala gana la profesora Umbridge, y Harry se sintió orgulloso del dominio que Hermione tenía de los embrujos—. Pero no importa que la niña no quiera hablar. Yo puedo relatar el resto de la historia. Como recordará, señor ministro, en octubre le envié un informe en el que explicaba que Potter se había reunido con unos cuantos compañeros suyos en el pub Cabeza de Puerco de Hogsmeade…

—¿Y qué pruebas tiene de eso? —la interrumpió la profesora McGonagall.

—Tengo el testimonio de Willy Widdershins, Minerva, que casualmente se encontraba en el pub en ese momento. Iba vendado de pies a cabeza, no lo niego, pero eso no le impedía oír —respondió la profesora Umbridge con petulancia—. Oyó todo lo que dijo Potter y se apresuró a venir al colegio para contarme…

—¡Ah, de modo que por eso no lo procesaron por poner los inodoros regurgitantes! —se indignó la profesora McGonagall arqueando las cejas—. ¡Qué gran ejemplo del funcionamiento de nuestro sistema judicial!

—¡Escándalo! ¡Corrupción! —bramó el retrato del mago corpulento de nariz roja que estaba colgado en la pared detrás de la mesa de Dumbledore—. ¡En mis tiempos el Ministerio no hacía tratos con pequeños delincuentes, no, señor!

—Gracias, Fortescue, ya basta —dijo Dumbledore con voz queda.

—El propósito de la reunión de Potter con esos estudiantes —continuó la profesora Umbridge— era convencerlos de que entraran a formar parte de una asociación ilegal, cuyo objetivo era estudiar hechizos y maldiciones que el Ministerio ha catalogado de inapropiados para su edad…

—Creo que comprobará que en eso se equivoca, Dolores —terció Dumbledore con serenidad mientras la miraba por encima de las gafas de media luna, que se le apoyaban hacia la mitad de la torcida nariz.

Harry observó al director. No veía cómo Dumbledore iba a salvarlo de aquel lío; si era verdad que Willy Widdershins había oído todo lo que él había dicho en Cabeza de Puerco, no tenía escapatoria.

—¡Aja! —explotó Fudge, que volvía a balancearse sobre la punta de los pies—. ¡Sí, oigamos el último cuento chino pensado para sacarle las castañas del fuego a Potter! Adelante, Dumbledore, adelante… Willy Widdershins mintió, ¿no? ¿O era el gemelo de Potter el que estaba en Cabeza de Puerco aquel día? ¿O esta vez hay también una sencilla explicación en la que intervienen una inversión en el tiempo, un muerto que resucita y un par de dementores invisibles?

Percy Weasley soltó una sonora carcajada.

—¡Muy bueno, señor ministro, muy bueno! —exclamó.

A Harry le habría encantado pegarle una patada. Entonces percibió, para su gran asombro, que Dumbledore también sonreía discretamente.

—Cornelius, no voy a negar, y estoy seguro de que Harry tampoco, que él estuvo en Cabeza de Puerco aquel día, ni que intentaba reclutar a estudiantes para formar un grupo para aprender hechizos y maldiciones. Me limitaba a señalar que Dolores se equivoca al afirmar que el grupo era ilegal en ese
momento. Si haces memoria recordarás que el decreto ministerial que prohibía toda asociación estudiantil no entró en vigor hasta dos días después de que Harry celebrara esa reunión en Hogsmeade, y por lo tanto en Cabeza de Puerco no se violó ninguna norma.

Percy se quedó como si le hubieran tirado un cubo de agua helada por la cabeza. Fudge, por su parte, se quedó inmóvil a medio balanceo con la boca abierta.

La profesora Umbridge fue la primera en recuperarse.

—Todo eso está muy bien, señor director —dijo con una dulce sonrisa—, pero ya han pasado casi seis meses desde la entrada en vigor del Decreto de Enseñanza número veinticuatro. Aunque la primera reunión no fuera ilegal, sí lo han sido las que se han celebrado posteriormente.

—Bueno —admitió Dumbledore mirándola con educación e interés por encima de los entrelazados dedos—, lo serían, en efecto, si hubieran continuado después de la entrada en vigor del decreto. ¿Tiene usted alguna prueba de que esas reuniones hayan seguido celebrándose?

Mientras Dumbledore hablaba, Harry oyó un murmullo detrás de él y como si Kingsley susurrara. Habría jurado que también notaba algo que le rozaba el costado, algo muy suave, como una corriente de aire o un ala, pero miró hacia abajo y no vio nada.

—¿Alguna prueba? —repitió la profesora Umbridge con aquella espantosa y ancha sonrisa de sapo—. ¿Acaso no nos ha estado escuchando, Dumbledore? ¿Por qué cree que hemos llamado a la señorita?

—Ah, ¿es que puede hablarnos ella de seis meses de reuniones? —preguntó Dumbledore arqueando las cejas—. Tenía la impresión de que sólo nos estaba informando sobre una reunión que se celebraba esta noche.

—Betty —se apresuró a decir la profesora Umbridge—, dinos desde cuándo se celebran esas reuniones, querida. Si quieres puedes limitarte a negar o a afirmar con la cabeza, estoy segura de que eso no hará que te salgan más granos. ¿Se han celebrado regularmente durante los seis últimos meses? —a Harry se le encogió el estómago. Ya estaba, habían llegado a un callejón sin salida, y ni siquiera Dumbledore iba a poder deshacer aquella sólida prueba en su contra— Di sí o no con la cabeza, querida —le indicó persuasivamente la profesora Umbridge a Betty—. Ánimo, eso no
reactivará el embrujo.

Todos los presentes miraron la parte superior de la cara de Betty. Sólo se le veían los ojos, entre la túnica levantada y el rizado flequillo. Quizá fuera un efecto de la luz del fuego de la chimenea, pero sus ojos tenían una expresión ausente. Y entonces, para gran sorpresa de Harry, Betty negó con la cabeza.

La profesora Umbridge miró rápidamente a Fudge y luego volvió a mirar a Betty.

—Creo que no has entendido bien la pregunta, ¿verdad, querida? Te estoy preguntando si has asistido a esas reuniones durante los seis últimos meses. Sí, ¿verdad? —Betty volvió a negar con la cabeza—. ¿Qué quieres decir con ese gesto? —inquirió la profesora Umbridge con mal genio.

—A mí me parece que está clarísimo —terció la profesora McGonagall con aspereza—. Que no ha habido reuniones secretas en los seis últimos meses. ¿Es eso correcto, señorita?

Betty asintió.

—Pero ¡esta noche ha habido una reunión! —gritó furiosa la profesora Umbridge—. ¡Ha habido una reunión en la Sala de los Menesteres, tú misma me lo has dicho, Edgecombe! Y Potter era el jefe, ¿no?, Potter la organizó, Potter… ¿Por qué sigues negando con la cabeza, niña?

—Bueno, normalmente, cuando alguien mueve la cabeza de un lado a otro significa «No» —apuntó la profesora McGonagall con frialdad—. Así que, a menos que la señorita Edgecombe esté utilizando un lenguaje de signos que los humanos todavía no conocemos…

La profesora Umbridge agarró a Betty por los hombros, la hizo girar para colocarla frente a ella y empezó a zarandearla con brusquedad. Dumbledore se puso en pie de inmediato con la varita levantada; Kingsley dio un paso adelante y la profesora Umbridge soltó a la chica y se apartó de ella agitando las manos, como si se las hubiera quemado.

—No puedo permitir que maltrate a mis alumnos, Dolores —afirmó Dumbledore, que, por primera vez, parecía enfadado.

—Haga el favor de calmarse, Madame Umbridge —dijo Kingsley con su lenta y grave voz—. Supongo que no querrá meterse en problemas, ¿no?

—Sí —dijo la profesora Umbridge, jadeante, y levantó la cabeza hacia la altísima figura de Kingsley—. Es decir, no… Tiene razón, Shacklebolt, es que… he perdido el control.

Betty se había quedado exactamente donde la profesora Umbridge la había soltado. No parecía alterada por el repentino ataque de la profesora ni aliviada porque la hubiera soltado; seguía sujetando el cuello de su túnica bajo sus ojos ausentes, y miraba fijamente hacia delante.

De pronto Harry tuvo una sospecha relacionada con el susurro de Kingsley y con aquella cosa que había notado pasar a su lado.

—Dolores —dijo Fudge, como si intentara zanjar definitivamente el asunto—, la reunión de esta noche, la que estamos seguros de que se ha celebrado…

—Sí —repuso la profesora Umbridge serenándose—, sí… Bueno, la señorita Edgecombe me avisó y yo me dirigí de inmediato al séptimo piso, acompañada por ciertos alumnos dignos de confianza, para sorprender a los que participaban en la reunión. Sin embargo, al parecer se los previno de mi visita, porque, cuando llegamos al séptimo piso, los vimos correr por los pasillos en todas direcciones. Pero no importa. Tengo sus nombres, pues pedí a la señorita Parkinson que entrara en la Sala de los Menesteres para ver si se habían dejado algo allí. Necesitábamos pruebas, y la sala nos las ha proporcionado. —Harry vio, horrorizado, cómo la profesora Umbridge se sacaba del bolsillo la lista de nombres que habían colgado en la pared de la Sala de los Menesteres, y se la entregaba a Fudge—. En cuanto vi el nombre de Potter en la lista comprendí de qué iba el asunto —añadió con voz queda.

—Excelente —dijo Fudge, y exhibió una sonrisa de oreja a oreja—. Excelente, Dolores. Y… ¡rayos y truenos! —miró a Dumbledore, que seguía de pie junto a Betty, con la varita en la mano aunque sin apretarla—. ¿Ha visto cómo se llaman? —comentó Fudge en voz baja—. «Ejército de Dumbledore.»

El director estiró un brazo y agarró el trozo de pergamino de las manos de Fudge. Dio un vistazo al título que Hermione había escrito meses atrás y durante un momento pareció quedarse sin habla. Pero luego levantó la cabeza con una sonrisa en los labios.

—Bueno, el juego ha terminado —afirmó con sencillez—. ¿Quiere una confesión mía firmada, Cornelius, o bastará con una declaración ante estos testigos?

Harry vio que la profesora McGonagall y Kingsley se miraban. El miedo se reflejaba en sus caras. Y él no entendía qué estaba pasando, como tampoco parecía entenderlo Fudge.

—¿Una declaración? —repitió el ministro lentamente—. Pero ¿qué…?

—Ejército de Dumbledore, Cornelius —dijo el director sin dejar de sonreír mientras agitaba la lista de nombres ante la cara de Fudge—. Ejército de Potter no. Ejército de Dumbledore.

—Pero…, pero… —de pronto el rostro de Fudge se iluminó. Dio un paso hacia atrás, horrorizado, gritó y volvió a apartarse de un brinco del fuego—. ¿Usted? —susurró mientras volvía a patear su chamuscada capa.

—Exacto —afirmó Dumbledore con tono amable.

—¿Usted organizó esto?

—Así es —confirmó Dumbledore.

—¿Reclutó a estos alumnos para…, para su ejército?

—Esta noche teníamos que celebrar la primera reunión —afirmó Dumbledore asintiendo con la cabeza—. Únicamente para preguntarles si les interesaría unirse a mí. Ahora me doy cuenta de que cometí un error al invitar a la señorita Edgecombe, por supuesto.

Betty asintió. Fudge la miró, y luego volvió a mirar a Dumbledore inspirando profundamente.

—¡Entonces es cierto que ha estado conspirando contra mí! —chilló.

—En efecto —admitió Dumbledore con desenfado.

—¡NO! —gritó Harry. Kingsley le lanzó una mirada de advertencia y la profesora McGonagall abrió
amenazadoramente los ojos, pero Harry acababa de comprender qué estaba a punto de hacer Dumbledore, y no podía permitirlo—. ¡No, profesor Dumbledore!

—Cállate, Harry, o me temo que tendré que hacerte salir de mi despacho —le advirtió el director sin alterarse.

—¡Sí, cállate, Potter! —rugió Fudge, que todavía se comía a Dumbledore con los ojos con una mezcla de deleite y horror—. Vaya, vaya, he venido a Hogwarts creyendo que iba a expulsar a Potter, y resulta que…

—Resulta que me detiene a mí —acabó la frase Dumbledore, sonriente—. Es como perder un knut y encontrar un galeón, ¿verdad?

—¡Weasley! —gritó Fudge temblando de placer—. Weasley, ¿lo ha apuntado todo, todo lo que Dumbledore ha dicho, su confesión? ¿Lo tiene todo?

—¡Sí, señor, creo que sí, señor! —contestó Percy con ímpetu. Tenía la nariz salpicada de tinta de lo rápido que había tomado las notas.

—¿Lo de que intentaba formar un ejército contra el Ministerio y que se proponía desestabilizarme?

—¡Sí, señor, lo tengo, sí! —confirmó Percy, y revisó sus notas con regocijo.

—Muy bien —dijo Fudge, radiante de alegría—, entonces haga una copia de sus notas, Weasley, y mándela cuanto antes a El Profeta. ¡Si enviamos una lechuza rápida podrán publicarla en la edición de la mañana! —Percy salió a toda prisa del despacho y cerró la puerta tras él. Entonces el ministro se volvió hacia Dumbledore—. ¡Ahora lo escoltarán hasta el Ministerio, donde será formalmente acusado, y luego lo enviarán a Azkaban, donde permanecerá hasta el día del juicio!

—¡Ah, sí! —repuso el director sin alterarse—. Sí. Ya pensé que podíamos tropezamos con ese problema.

—¿Problema? —se extrañó Fudge, cuya voz todavía vibraba de alegría—. ¡Yo no veo ningún problema, Dumbledore!

—Pues bien —prosiguió éste como si se disculpara—, me temo que yo sí.

—¿Ah, sí?

—Verá, se trata únicamente de que parece engañarse usted pensando que voy a…, ¿cuál es la expresión?…, entregarme sin oponer resistencia. Eso es, me temo que no voy a entregarme sin oponer resistencia, Cornelius. No tengo ninguna intención de ser enviado a Azkaban. Podría fugarme de allí, por supuesto, pero qué pérdida de tiempo, y francamente, se me ocurren un montón de cosas que preferiría hacer en lugar de eso.

El rostro de la profesora Umbridge cada vez estaba más colorado; era como si se estuviera llenando de agua hirviendo. Fudge miró a Dumbledore con cara de tonto, como si acabaran de asestarle un porrazo y no pudiera creer del todo lo que había pasado. Emitió un ruidito ahogado y se volvió hacia Kingsley y hacia el individuo de pelo canoso, áspero y corto, que era el único de los que se hallaban en el despacho que había permanecido callado hasta entonces; este hombre le dedicó un gesto tranquilizador a Fudge y dio un paso adelante separándose de la pared. Harry vio que se llevaba disimuladamente una mano hacia un bolsillo.

—No seas necio, Dawlish —dijo Dumbledore con cordialidad—. Estoy seguro de que eres un excelente auror, pues creo recordar que sacaste «Extraordinario» en todos tus ÉXTASIS, pero si intentas… llevarme por la fuerza, tendré que hacerte daño.

El hombre que se llamaba Dawlish parpadeó como un tonto y volvió a mirar a Fudge, pero esta vez en
busca de una señal sobre lo que debía hacer a continuación.

—Así que pretende enfrentarse a Dawlish, a Shacklebolt, a Dolores y a mí sin ayuda de nadie —dijo Fudge con desdén después de recuperarse—, ¿no es eso, Dumbledore?

—¡No, por las barbas de Merlín! —repuso el director, sonriente—. A menos que sea usted lo bastante estúpido para obligarme a hacerlo.

—¡No se enfrentará a ustedes sin ayuda de nadie! —intervino la profesora McGonagall en voz alta, y metió una mano dentro de su túnica.

—¡Ya lo creo, Minerva! —exclamó Dumbledore con vehemencia—. ¡Hogwarts la necesita!

—¡Basta de tonterías! —gritó Fudge, y sacó también su varita—. ¡Dawlish!¡Shacklebolt! ¡Arrestenlo!

Un rayo de luz plateada recorrió la sala; se oyó una explosión, parecida a un disparo, y el suelo tembló; una mano agarró a Harry por el pescuezo y lo obligó a tumbarse en el suelo al mismo tiempo que estallaba un segundo destello de luz plateada; varios retratos gritaron, Fawkes chilló y una nube de
polvo llenó el despacho. Harry, que estaba tosiendo, vio una oscura figura que caía al suelo con un fuerte estrépito ante él; se oyó un chillido y un topetazo, y alguien gritó «¡No!»; entonces se oyeron también otros sonidos: ruido de cristales rotos, un frenético correteo, un gruñido… y silencio.

Harry giró la cabeza con dificultad para saber quién era el que lo estaba estrangulando, y vio a la profesora McGonagall agachada a su lado; los había tirado al suelo a él y a Betty para que no se hicieran daño. Todavía había polvo flotando en el aire, y les caía suavemente sobre la cabeza. Harry, que jadeaba un poco, distinguió una figura muy alta que avanzaba hacia ellos.

—¿Están todos bien? —preguntó Dumbledore.

—¡Sí! —contestó la profesora McGonagall, que se puso en pie y levantó a Harry y a Betty.

El polvo se estaba dispersando y entonces empezaron a observar el caos que se había producido en el despacho: la mesa de Dumbledore estaba volcada, así como las mesitas de patas delgadas, y los instrumentos plateados habían quedado hechos añicos. Fudge, Umbridge, Kingsley y Dawlish estaban tumbados, inmóviles, en el suelo. Fawkes, el fénix, volaba describiendo círculos sobre ellos y cantaba débilmente.

—Por desgracia, he tenido que alcanzar a Kingsley con el maleficio, porque de otro modo habría resultado sospechoso —dijo Dumbledore en voz baja—. Ha sido muy hábil al modificar la memoria de la señorita Edgecombe cuando todos miraban hacia otro lado. ¿Querrá darle las gracias de mi parte, Minerva? Bueno, no tardarán en despertar, y será mejor que no sepan que hemos podido comunicarnos. Deben comportarse como si no hubiera pasado el tiempo, como si sólo hubieran caído al suelo un momento; ellos no recordarán…

—¿Adónde va a ir, Dumbledore? —le preguntó en un susurro la profesora McGonagall—. ¿A Grimmauld Place?

—No, no —respondió Dumbledore con una amarga sonrisa en los labios—. No me marcho para esconderme. Fudge pronto lamentará haberme echado de Hogwarts, se lo prometo.

—Profesor Dumbledore… —dijo Harry.

No sabía por dónde empezar: si por decirle cuánto sentía haber organizado el ED y haber causado tantos problemas, o por cómo lamentaba que tuviera que marcharse para evitar que lo expulsaran a él. Pero Dumbledore se le adelantó antes de que pudiera decirle nada.

—Escúchame bien, Harry —dijo con urgencia—. Debes estudiar Oclumancia con todo tu empeño, ¿entendido? Haz lo que te diga el profesor Snape, y practica todas las noches antes de dormir para que puedas cerrar tu mente a esos malos sueños. Pronto entenderás por qué, pero debes prometerme… —Dawlish empezaba a moverse. Entonces Dumbledore agarró a Harry por una muñeca—. Recuerda,
cierra tu mente… —pero cuando los dedos del director sujetaron la muñeca de Harry, éste notó una punzada de dolor en la cicatriz de la frente y volvió a sentir aquel terrible deseo de atacarlo, de morderlo, de herirlo—. Pronto lo entenderás —susurró Dumbledore.

En ese momento Fawkes trazó un último círculo por el despacho y descendió sobre el director. Dumbledore soltó a Harry, levantó una mano y asió la larga y dorada cola del fénix. Se produjo un fogonazo y ambos desaparecieron.

—¿Dónde está? —bramó Fudge incorporándose—. ¡¿Dónde está?!

—¡No lo sé! —gritó Kingsley, y se levantó del suelo.

—¡No puede haberse desaparecido! —gritó la profesora Umbridge—. ¡Nadie puede aparecerse ni desaparecerse dentro del recinto del colegio!

—¡La escalera! —gritó Dawlish, y se precipitó hacia la puerta; la abrió y salió por ella, seguido de cerca por Kingsley y la profesora Umbridge.
Fudge titubeó, aunque luego se puso lentamente en pie y se quitó el polvo de la ropa. Hubo un largo y tenso silencio.

—Bueno, Minerva —dijo el ministro con crueldad, alisándose la manga de la camisa que se le había roto—, me temo que éste es el fin de su amigo Dumbledore.

—¿Eso cree? —replicó con desprecio la profesora McGonagall.

Fudge fingió no haberla oído y echó un vistazo al destrozado despacho. Unos cuantos retratos lo abuchearon; uno o dos hasta le hicieron gestos groseros.

—Será mejor que lleve a esos dos a la cama —aconsejó Fudge dirigiéndose de nuevo a la profesora McGonagall, y señaló con la cabeza a Harry y Betty.

La profesora no respondió nada, pero los guió hacia la puerta. Cuando ésta se cerró tras ellos, Harry oyó la voz de Phineas Nigellus, que decía:

—¿Sabe qué le digo, señor ministro? Discrepo de Dumbledore en muchos aspectos, pero no podrá negar que tiene estilo.

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