Quimera

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El verano había llegado con todo su esplendor trayendo días de calor que solo se toleraban bajo la ducha o disfrutando de una tarde de piscina. No nos vimos demasiado durante los dos primeros meses del año a causa de nuestros trabajos. Tu trabajabas de lunes a viernes en horario de oficina, yo en cambio trabajaba una semana 5x2 y la siguiente 6x1 con dos domingos libre al mes. Pasabas la mayor parte del tiempo en la oficina de Manquehue mirando una foto nuestra de la noche de año nuevo sobre tu escritorio. Yo por mi parte me encontraba con mucho trabajo en el viñedo, ya que la actividad turística había aumentado considerablemente durante la temporada, especialmente los fines de semana. Cuando comenzaba a extrañarte demás te llamaba por video llamada. Tú hacías lo mismo. Así transcurrieron enero y febrero, entre llamadas de larga duración, mensajes de texto de buenos días y de dulces sueños y fugas de sábado por la noche para pasar el domingo en tu apartamento, despertando tarde, desayunando al mediodía, dando un paseo por el parque después de almuerzo, saboreando paletas de helado Mepiache, haciendo el amor bajo la ducha, en la mesa de la cocina, sobre la alfombra del living, bajo las sábanas de tu cama o simplemente mirando las películas de Marlon Brando que tanto nos gustaban.


Fines de marzo. Las vacaciones se habían agotado para la mayoría pero para nosotros recién empezaban. Me llamaste a las dos de la tarde para contarme que habías tomado prestada la Jeep Renegade azul de tu padre. Hice mi maleta. Me aseguré de empacar todo lo necesario. Robé unas barras de Snickers que eran de mi hermano. Cogí las llaves y salí de casa. Me recogiste detrás del Mall. Llevabas puesto un Jockey amarillo con la visera hacia atrás, tus Ray-Ban Wayfarer polarizados y una Guayabera de viscosa floreada. Subí al auto y me besaste con euforia. Nuestra escapada romántica apenas comenzaba. Escuchábamos nuestra radio favorita mientras conducías con destino a la costa. El tránsito con retorno a Santiago era agobiante. Había tanto tráfico que nos sentimos afortunados de no haber salido de vacaciones antes. Extendí mi brazo derecho sacándolo por la ventana y el aire costero acarició con su frescura la palma de mi mano. El día estaba realmente hermoso. Nos pasamos cantando los éxitos de la radio todo el camino. Teníamos nuestro propio Carpool Karaoke. Nos tomó alrededor de dos horas de camino pero finalmente habíamos arribado a nuestro destino, la hermosa costa de Cachagua, donde alquilamos una pintoresca cabaña a cinco minutos de la playa. Estacionamos el auto en el garaje e inmediatamente inspeccionamos el lugar. Tenía un bello jardín que estaba muy bien preservado. El suelo recubierto de césped, enredaderas de jazmín azul y blanco trepaban las paredes y las ligustrinas formaban filas alrededor de una pileta de yeso que en su centro tenía un querubín flautista. Entramos a la cabaña. Era más espaciosa de lo que habíamos visto previamente por fotos.



El living comedor era muy acogedor. Albergaba una rústica chimenea de piedra grisácea, un estante con una colección de libros de literatura clásica, una mesa de centro redonda con revistas y pequeños adornos esculpidos en arcilla, un amplio y acolchado sofá. La cocina era amplia y de estilo americano, con una barra de porcelanato azabache sobre una base de ladrillo y dos sillas bar. El baño era más amplió que el de tu apartamento y tenía una lujosa bañera con hidromasaje. Echamos un vistazo a las dos habitaciones. La más pequeña contaba con una litera y un escritorio, la otra contaba con una cama tamaño King, veladores en ambos costados de la cama, un walking closet, un plasma de 40 pulgadas sobre un rack de madera lisa de pino y un ventanal con salida al patio. Este último resguardaba un quincho y una piscina ovalada. ¡Una verdadera belleza!. La cabaña era perfecta para nosotros. Me robaste un beso improvisado en el patio y dijiste: - ¿Y si nos venimos a vivir aquí? - Te miré ilusionado. Me abrasaste y las cadenas en nuestros cuellos se rozaron entre sí. Tuve un flash forward mientras nos abrazábamos. Una visión nemorosa sobre nosotros, llevaba tu camisa de franela puesta, esa que te había regalado la navidad pasada, esa que permanencia aun colgada con su etiqueta en el closet de tu apartamento. Corríamos por un bosque lluvioso, completamente descalzos, sintiendo el tibio cosquilleo de la hierba debajo de nuestros pies, respirando un aroma petricor, donde el verdor perenne permanecía inmarcesible por años, viviendo en una pequeña cabaña, bebiendo té con canela frente a la hipnótica incandescencia de la chimenea, oliendo la fragancia silvestre de la leña, como si fuese el más caprichoso de los sueños. Una quimera. Un lugar que no existía físicamente, que solo habitaba en mi mente.


Tras desempacar decidimos ir a comer algo. Caminamos por el sector y nos vislumbrábamos ante la opulencia de las casas, la mayoría de dos pisos con terraza y piscina. Nos tentó el aroma a empanadas fritas de un local así que compramos un par. El camino en pendiente se pronunciaba cada vez más en inclinación hacia el mar. Estábamos a unos pasos de la playa. Aire salado en mi cara. Corrimos por la orilla como dos niños echando carreras. La playa estaba totalmente desolada. Demasiado bueno para ser verdad. - ¿No era maravilloso? - La playa entera para nosotros. Tendí una manta mientras tú clavabas el quitasol en la pálida arena. Nos sentamos y contemplamos en parcial silencio la belleza ondulante del mar que se rebelaba con toda su bravura al arpegio de las olas que perecían en la orilla.


Luego de haber comido esas exquisitas empanadas nos animamos a introducirnos con los pies descalzos al mar. Tomados de la mano como amantes fugitivos de verano, con la burbujeante espuma bañando nuestros pies, escuchando la intensa percusión de las olas al colisionar con las rocas y el graznido de las gaviotas reverberando en un cielo surrealista. Me cargaste en tu espalda y eso fue tan tierno. Me hiciste sentir como un niño de nuevo. Nos sentamos en la orilla y jugamos con la arena haciendo dibujos aleatorios. Mi inicial colgando en tu cadena de plata y la tuya en la mía, esperando para observar el ocaso a tu lado, parados frente al mar con nuestras manos atadas, un lienzo pintándose ante nosotros, colores que jamás se volverían a repetir, que causaron fascinación, como las pinturas de Leonid Afremov. Despedimos esa noche con una cálida fogata a la luz de la luna llena que separaba las oscuras aguas del mar con su intrusa y plateada mangata, sentados en la arena mirando al fuego desdoblarse, con tu cabeza inclinada sobre mi hombro, cantándote una balada que solo nosotros recordaríamos.


El eterno resplandor de un efímero verano que nos obsequió los momentos más gloriosos y nos dejó los recuerdos más hermosos, como cuando nos bañamos en la piscina a medianoche, como cuando me hiciste el amor en el sofá y acabamos en la alfombra completamente exhaustos, o como cuando ibas conduciendo de regreso a Santiago por la ruta 5 a 100, coreando el himno de la radio: - "Oh, when I look back now that summer seemed to last forever" – No era el verano del 69 pero esa canción siempre me recordaría aquel verano tardío que pasamos juntos, siempre me llevaría de regreso a aquel caprichoso, rebelde y romántico verano de 2015.

CulturaWhere stories live. Discover now