Idilio

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Recuerdo cuando robaste una botella de vino del estante de tu abuelo a mitad de la noche. Subimos la escalera descalzos pisando en punta de pies para que la vieja madera no nos delatara. Entramos al cuarto de visitas y salimos por la ventana. Trepamos hasta llegar al borde del tejado. Nos quedamos allí sentados bebiendo ese refrescante Pinot Noir D.O Casablanca en copas de plástico. Contemplamos el terciopelo azul del cielo a medianoche ornamentado con relucientes circones. Puse mis manos en los bolsillos de mi Levi's y tú lo habías notado. Entumecido, temblando, sintiendo el frio de noviembre sobre mis hombros pero tú los cubriste con tu sudadera roja para mantenerme cálido y a salvo. Encendiste un cigarrillo, tu brazo rodeando mi cuello, anillos de humo invisible. Apoyé mi cabeza en tu hombro y la consentiste con caricias cafuné. Te recompensé con un beso mariposa, besando tus mejillas con mis pestañas porque te encantaba aquel cosquilleo.


Principios de diciembre, el mes de tu nacimiento y de mi festividad preferida, La Navidad. Llevábamos dos meses saliendo desde aquel tercer domingo de septiembre cuando me pediste que fuese tu novio. Había conocido a tu afectuosa familia y tú habías conocido la mía. Nos reuníamos unas dos o tres veces a la semana. Inventábamos nuestros propios panoramas, como aquella guerra de almohadas en tu habitación, o cuando pintamos tu cocina de neón y salpicabas pintura en mi jardinera porque nada te divertía más que hacerme enojar. Los días pasaban en un abrir y cerrar de ojos, nunca era suficiente para nosotros. Quererte no era suficiente, para mí no lo era, por eso me esmeraba en vivir cada momento como si fuera el último. El turbulento ajetreo del último mes del año hacía estragos en las calles, un completo caos, especialmente en los centros comerciales donde se hacían escandalosas filas para ingresar a las tiendas más populares. La vibra navideña se sentía en el aire. Durante el día resultaba difícil vernos ya que ambos trabajábamos, pero eso no nos impedía disfrutar de las tardes en las que solíamos ir de caminata por el barrio Bellas Artes hasta llegar al boulevard de Lastarria adornado con luces colgantes y decoración ad hoc a la gran festividad del mes. Las noches eran cálidas y estrelladas, afloraban sentimientos de genuina y reverberante nostalgia. Me quedaba esporádicamente en tu apartamento, especialmente cuando no tenía que trabajar al día siguiente, Si no estábamos paseando por algún lugar del centro, estábamos viendo una maratón de películas o escuchando tu colección de vinilos y cantando algunas líneas entre canción y canción.


El 12 de diciembre había llegado, el día de tu cumpleaños. Quería asegurarme de ser el primero en saludarte así que te llamé a las doce en punto. Luego de varios minutos al teléfono te dí las buenas noches y me dormí. Recibí un mensaje de texto tuyo al mediodía que decía: - Ponte guapo. Pasaré por ti a las seis. – Acostumbrabas a decirme que te encantaba mi estilo al vestir pero aun así me esmeré en elegir muy bien mi atuendo; un conjunto casual, cómodo, fresco pero con un toque elegante. Me tomó un par de minutos armar mi outfit pero ya lo tenía confeccionado; una guayabera bermellón estampada con patrones barrocos de tonos blanco, negro y ocre, unos capri de tela color musgo y mi par favorito de Vans negras con cordones blancos. Me apliqué un poco de cera para modelar mi cabello peinándolo hacia un costado, presioné el atomizador de mi perfume aplicándolo en mi pecho y en mis muñecas. Me miraba en el espejo del tocador cuando escuché la bocina de tu Peugeot. Guardé el celular en el bolsillo de mi pantalón, tomé las llaves, cogí la bolsa donde iba tu regalo y salí de casa. Entré al auto y te veías guapísimo con tu clásica camisa escocesa, tus jeans azules desgastados y tus North Star blancas con franjas rojas. Me diste un beso corto pero intenso. Me besaste para luego decir: - Te ves precioso. – Me sonrojé demás. Te besé la mejilla, agarraste el volante y condujiste hacia la casa de tus padres. El camino hacia allá siempre era encantador y bastante poco transitado en comparación con otros sectores de la ciudad. Nos había tomado alrededor de cuarenta minutos llegar. El portón estaba abierto así que ingresamos por la entrada principal. Estacionaste el auto en el garaje y desde la ventana pude divisar a tu pequeña hermana que estaba columpiándose en el jardín. No tardó en divisarnos y corrió hacia tus brazos. Luego de aquel efusivo abrazo, se abrazó a mis piernas y me hizo saber lo contenta que estaba al verme. Caminamos tomados de la mano con ella en el medio hacía la entrada de la casa donde esperaba tu hermana mayor aguardando para saludar y darnos la bienvenida. Había confeti en la puerta y por todo el corredor. Tu madre en la cocina horneando un pie de limón y tu padre poniendo la mesa. Tu abuelo sentado en un sofá bebiendo una copa de vino tinto de su mejor cosecha y una foto de él de joven junto a tu difunta abuela colgando al costado de un estante. Después de haber saludado a todos, dejé mi bomber encima de una silla del comedor y tu regalo junto los del resto sobre la mesa de centro.


El aroma a galletas recién horneadas desde la cocina, la estética del set de tazas de porcelana de tu abuela perfectamente conservado por tu madre, té de hojas saborizado con canela recién preparado en una tetera, el pie de limón en una budinera sobre la mesa. Todo el montaje se apreciaba tan bello y prolijo como las fiestas de té de las películas que miraba de niño, todas esas fiestas de té a las que añoré haber asistido. De todas las cosas que teníamos en común había una en particular que me causaba mucha gracia, ambos odiábamos las tortas, en especial las de mil hojas y las que estaban recubiertas con excesiva y hostigosa crema batida. Ambos éramos el tipo de persona que prefería un suave pie de limón o un crujiente kuchen de fruta, pero la mayoría de las madres no concedía una fiesta de cumpleaños para sus hijos sin una torta con velas, ¿no es así?. Mis sospechas se confirmaron cuando vi que tu hermana mayor volvía desde la cocina con una torta en sus manos. Te miré con un gesto burlesco antes de que pudieras pronunciar una palabra y tú solo sonreíste con resignación. Para nuestra suerte el pastel era de trufas. Tu padre encendió las velas e inmediatamente comenzamos a cantar a coro cumpleaños feliz. Tú hermanita te ayudó a soplar las velas pero las condenadas llamas se resistieron y eso provocó hasta las carcajadas de tu abuelo. Esa tarde irradiabas relumbre de juventud eterna, pues te habías unido oficialmente al codiciado e icónico club de los treinta.


El televisor  encendido, un VHS reproduciendo videos tuyos de niño junto a tu familia, tu abuelo bebiendo su vino, tu madre repartiendo rebanadas de torta, tu padre contándome los detalles detrás de cada anécdota, tu pequeña hermana parecía maravillada, tu hermana mayor incluso más avergonzada de lo que tú estabas. Eras una adorable criatura pelirroja con cabello semi rizado, con pecas tatuadas en tu nariz y en tus mejillas, vistiendo jardineras con camisas a cuadros, jugando con autos a control remoto, trenes a batería y una colección de soldaditos de batalla. Acaricié el dorso de tu mano y respondiste con una amplia sonrisa, la misma sonrisa que hacías de niño. Tras haber mirado la colección de videos de tu familia llegó el momento de abrir los regalos. El primero que abriste era de tu hermanita, un tetris portátil muy similar al que tenías de niño, el regalo más original que habías recibido. La abrazaste fuerte dándole un tierno beso en la mejilla que la hizo sonrojarse. Tu hermana mayor te había obsequiado un hermoso para de sandalias con hebilla, tu abuelo una interesante botella estilo caramañola de Carmenere Artesano, vino que había tenido la fortuna de degustar en mis clases de cata. Al parecer el gusto por coleccionar botellas lo habías heredado de él. El regalo de tus padres era fantástico, una polaroid para capturar tus momentos favoritos y un pequeño álbum para guardar las instantáneas. Finalmente mi regalo con el envase más pequeño que evidentemente causó la intriga de todos. Una cajita de terciopelo que contenía dos cadenas de plata grabadas con la misma inicial. Habías extraviado aquella cadena de plata que llevabas puesta el día que te conocí, por eso decidí obsequiarte una nueva, una que portara un significado que nos perteneciera a ambos, que nos identificara a ambos, un significado compartido, como si de un amuleto se tratara. Me pediste que te la colgara alrededor del cuello, tú hiciste lo mismo con la mía. Ese instante conmovió a tu familia y tuve la sensación de que jamás te habían visto tan a gusto con alguien ajeno a ellos. Tomaste las primeras instantáneas para inmortalizar aquella celebración familiar. Tu hermanita tomó nuestra primera instantánea la cual había resultado algo borrosa de hecho, pero fue precisamente eso lo que la hizo tan singular.


Tu hermana mayor se despidió de nosotros y dejó la casa. Tu abuelo se había quedado dormido en el sofá, tu hermanita ya estaba durmiendo y tus padres se despidieron dándonos las buenas noches desde la escalera. Nos quedamos solos tú y yo, tomaste mi rostro con tus manos y lo acercaste al tuyo para besarme. Aún podía saborear el manjar del pastel en tu lengua y paladar. Dijiste que te había encantado mi obsequio. Traté de no ruborizarme demasiado. Era casi medianoche cuando recordé algo que tuve en mente durante toda la semana. Tomé tu mano y salimos por la puerta de la cocina con dirección al jardín. Había asombro en tu expresión. - ¿Qué haces? – preguntaste. – tranquilo. – respondí. – No te voy a hacer el amor aquí aunque sé que morirías por ello – Te di una de aquellas miradas felinas que tanto te gustaban y tu sonrisa coqueta dibujó hoyuelos en tus mejillas. ¡Cuánta insolencia!. Destellos de pura limerencia. Tras unos minutos de indiscreto galanteo en el jardín te revelé mi plan para aquella noche. Nos recostamos en el césped con las manos entrelazadas y con la vista volcada a un cielo astrífero, de un color zafiro que se revelaba inconquistable ante nosotros. Había constelaciones en tus ojos centelleantes, de un color exuberante. Hubo un silencio redundante, prolongado, no verbalizado. Tendidos sobre ese prado siempre verde, en conticinio, esperando contemplar las Gemínidas cruzar el firmamento esa tibia noche del trece de diciembre, cuando sostuviste tu mirada sidérea junto a la mía. Para ti era incógnito, para mí fue evidente. Siempre me recordarías como las Gemínidas en tu cielo de diciembre.

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