Apogeo

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24 de diciembre. Habíamos acordado pasar la navidad cada uno con nuestras respectivas familias y la noche de año nuevo juntos. Te llamé pasada las doce para decirte feliz navidad e intercambiamos saludos. Tu regalo estaba apilado junto con los del resto al costado del árbol de navidad y no pude evitar pensar lo cruelmente romántico que me resultaba presenciar como los demás regalos eran desempacados de sus envases mientras que el tuyo permanecía en una esquina acentuando tu ausencia aquella noche. Como me hubiera encantado pasar nuestra primera navidad juntos, bailando un lento de la radio, besándote bajo el muérdago, deleitándome con tu sonrisa celestial, pero me consolaba el saber que nos veríamos en unos días más.


Me desperté tarde al día siguiente. Me preparé un tazón de yogurt de plátano con cereal para el desayuno. De repente vibró el celular en mi bolsillo. Llamaste para decir que me recogerías a las cuatro. Mi corazón acongojado de la noche anterior volvió a latir con brío. Esta vez elegí un atuendo más austero, una camiseta blanca, unos bermudas de denim deshilachados y mis Converse desgastadas que de blancas ya nos les quedaba casi nada. Habías llegado media hora retrasado pero ya estaba acostumbrado y, a decir verdad, me encantaba porque yo era igual de impuntual. Tocaste la puerta y mi madre te invitó a pasar. Ella insistió en que te quedaras un rato más. Estuvimos poco menos de media hora compartiendo con mi familia hasta que tomé tu regalo y nos marchamos en tu auto con rumbo desconocido.


Las ofertas eran muy limitadas por el día festivo pero aquella tarde la pasamos en un mirador. La vista desde lo alto del cerro era tan epatante que te arrebataba el aliento. Nos entregamos los regalos de navidad y se sintió como si hubiéramos instaurado nuestro propio ritual. Te cedí el honor y abriste tu regalo. Una camisa de franela a cuadros. No era precisamente el tipo de camisa que se vestía en verano por lo que tendrías que esperar hasta la próxima temporada para poder estrenarla. Nunca había conocido a alguien a quien le fascinaran tanto las camisas a cuadros, para ti era un fetiche, para mi una tentación, porque cada vez que te veía usándolas mi único deseo era quitártelas y porque ningún otro hombre sobre la faz de la tierra  las lucía mejor que tú. Me besaste y eso significaba que te había encantado. Mi regalo estaba muy bien envuelto. Lo abrí y dijiste: - Espero que te guste porque quiero ser el único al que le escribas canciones. – y luego añadiste recalcando: - ¡Mírame!, soy perfecto para protagonizar los versos en tus letras, ¿no crees? – Me dedicaste la sonrisa más seductora y la mirada más coqueta. Tu regalo me había dejado estupefacto. Se trataba de un hermoso diario forrado con una fina cubierta empastada de color gris marmolado. Sus hojas se asemejaban a las de un pergamino. Eran ligeras y rugosas al tacto y de un color marfil. Me dijiste: - Revisa la última página. – Estaba doblada como formando un sobre que contenía aquella borrosa instantánea que nos había tomado tu hermanita el día de tu cumpleaños. Guardé el diario con extremo cuidado dentro de la bolsa de regalo, tomé tu mentón y te besé apasionadamente como un beso de Best Seller, esos que habían sido inmortalizados en el cine. Prometí que escribiría sobre nosotros, sobre nuestras hazañas y nuestros sueños más salvajes y eso te hizo sonreír como niño enamorado.  Nos quedamos hasta contemplar los últimos tonos degradados del crepúsculo y descendimos por la ladera pavimentada con tierra caliza. Pasamos la noche en tu apartamento, descalzos en la cocina, compartiendo besos, caricias y confesiones bajo las sábanas, con el claro de luna atravesando el cristal de la ventana.


El último día del año había llegado trayendo consigo ferviente excitación y alta expectación. Me había tocado trabajar hasta el mediodía, tú en cambio tenías el día libre. Llevaba preparando esta cita hace varias semanas atrás y en completo secreto. Era una sorpresa y nada lo podía arruinar. Llegué a casa, almorcé con mi familia y tomé una ducha. Había escogido meticulosamente mi atuendo para la noche. La ocasión era sinónimo de elegancia por lo que me vestí con una camisa palo rosa lisa, un blazer de color gris perla, pantalones de tela color marengo ajustados en la pantorrilla y unos zapatos de charol estilo Oxford que contrastaban con la opacidad del conjunto superior. Me apliqué cera en el cabello y lo modelé ligeramente hacia el costado derecho, me apliqué el perfume que tanto te gustaba, pedí un Uber y ya iba de camino a nuestra cita. El conductor era un hombre mayor bastante ameno y educado y sugirió que eligiera la estación de radio a mi gusto, Elegí mi favorita – perdón – nuestra favorita, la 100.9 y adivinen que canción estaba sonando, si, la misma que escuchamos aquella tarde de septiembre mientras saboreaba los Hot Cakes que habías preparado. El tránsito expedito era una especie de milagro y lo tomé como una señal de buen augurio. El conductor me dejó a las afueras del Castillo Forestal. Era diez para las ocho. Había llegado diez minutos antes de la hora prevista. Si, definitivamente era un caso excepcional el haber llegado a una cita antes de la hora acordada. De pronto me llegó un mensaje de texto: - ¿De qué calabozo te escapaste ceniciento? – una risa amena seguida de una sonrisa ilusionada. Mi mirada te buscó en múltiples direcciones hasta que finalmente te divisó. Respondí tu mensaje de texto devolviendo el elogio con sarcasmo: - Conserva tus modales, príncipe rana. – Me miraste y te estabas riendo. El semáforo cambió a verde y cruzaste la calle. Te veías avasalladoramente hermoso con esa camisa azul marino de tela tornasol, tus pantalones negros de caída recta, zapatos del mismo color estilo Derby y un Trench de color beige doblado colgando en tu brazo. Realmente te esmeraste en cumplir con el Dress Code. Las puntas de nuestras narices se besaron y luego de intercambiar un par de halagos entramos al castillo.


Velada para dos en la torre del castillo con vista al parque, luces colgantes, ambiente jazzie, un saxofonista tocando prodigiosamente "Careless Whisper", Cena a ciegas a la luz de las velas, rosas perfumadas sobre la mesa 41. Brillantina dorada sobre un piso rústico de madera. Parecíamos de la realeza esa noche. Brindamos con copas de Aperol Spritz. Para la entrada, Bisque de Homard con Sauvignon Blanc, Boeuf Bourguignon era el plato principal y lo maridamos con Cabernet Franc. Crème Brûlée y Cosecha Tardía para el postre. Una cena de ensueño, la cita perfecta a la luz de la luna que se colaba por las rendijas de la ventana. Nuestras cadenas de plata reluciendo con las mismas iniciales, tus ojos garzos eclipsando mis pardos. Tomaste mis manos tersas y las besaste delicadamente con el calor de tus labios. El tiempo se detuvo entre mejillas sonrojadas y latidos acelerados. Aun teníamos tiempo a favor para recorrer el castillo antes del gran espectáculo. Nos levantamos para apreciar la romántica arquitectura, la fabulosa decoración, cuadros variopintos en una pared. El anfitrión nos sugirió dar un paseo por el Museo de juguetes que se encontraba en el sótano del castillo. ¡Qué maravillosa idea! – considerando que ambos teníamos cierta fascinación por las reliquias. Descendimos por una escalera y la exhibición se reveló ante nosotros. Apreciábamos detenidamente cada pieza de la asombrosa colección. Había juguetes que databan de los años 30 y que estaban perfectamente conservados. Algunos habían sido restaurados con maderas y capas de pintura. Permanecimos en la sala unos quince minutos y dejamos el castillo. Me preguntaste a donde iríamos pero era una sorpresa. Besé tu mejilla y caminamos hacía la esquina para tomar un taxi. El conductor preguntó hacia donde nos dirigíamos. – Al Costanera Center, por favor. – fue lo que le dije. Había una mezcla de asombro e incertidumbre en tu expresión facial. Bajamos del taxi e ingresamos por la mampara de vidrio hacia el interior del edificio. Había una fila que recién comenzaba a formarse para nuestra suerte. - ¿Cómo no se me ocurrió planear esto antes? – fue lo que te preguntaste a ti mismo en voz alta. – Porque los mejores panoramas no se planean, simplemente hacemos que sucedan – fue lo que te respondí. Toque tu nariz suavemente con mi dedo índice y te di un beso esquimal. Permanecimos unos diez minutos en la fila hasta que se otorgó el permiso desde la recepción para ingresar al ascensor que nos llevaría al mirador en el piso 62. Antes de ingresar echamos un vistazo a la fila detrás de nosotros y agradecimos haber llegado con antelación. Era impresionante la rapidez imperceptible con la que se elevaba el ascensor. Tomó menos de un minuto y ya estábamos en la cúspide del edificio más alto de Sudamérica, maravillados ante la infartante vista panorámica de toda la ciudad a trescientos metros de altura. Desde arriba todo parecía tan diminuto e insignificante. Éramos como titanes parados sobre una metrópolis en miniatura. El sentimiento era aterrador, especialmente para mí por mi latente conflicto con las alturas. Brindamos con Blanc de Blancs de aperitivo y saboreamos Bruschettas en bandejas de plata sobre una mesa. El tiempo transcurrió en un abrir y cerrar de ojos. Había una emoción incontenible en el ambiente. Las parejas eufóricas a nuestro alrededor se fotografiaban con las cámaras de sus teléfonos celulares. Tomamos un par de selfies también. La cuenta regresiva que se proyectaba desde la Torre Entel había comenzado. Gritábamos los números en un coro al unísono y cuando la cuenta llegó a cero se escuchó una estridente y monumental ovación de ¡Feliz Año Nuevo! que reverberó en multitudinarios ecos por todo el lugar. Nos fundimos en el más romántico de los abrazos. Nos besamos con tanta pasión que podría haberse acabado el mundo en ese instante y nosotros seguiríamos besándonos en medio del Apocalipsis. Me paré detrás de ti, atando mis brazos a tu cintura y apoyando mi mentón en tu hombro izquierdo. Fahrenheit destilando de tu cuello. Flashbacks de nosotros en tu apartamento. Un momento estuvimos allí y al siguiente volvimos aquí, con el apogeo de los fuegos artificiales reflectados en nuestras pupilas como bengalas, mirando nuestro propio reflejo en el cristal, ese reflejo que nos recordó que de todas las maravillas del mundo ninguna podía competir con la magnificencia del amor cuando era enteramente correspondido.

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