XIV

95 26 1
                                    


Cuando Sophie tenía nueve años su padre la llevó a jugar baloncesto en una plaza del barrio, después de haberlo intentado hasta el cansancio, logró encestar por primera vez y su padre la felicitó, la cargó en sus brazos y ella se sintió amada.

Creció atada a ese momento toda su vida, porque nunca se destacó en nada realmente, por más que lo intentase, siempre había personas mejores que ella. En sus calificaciones, sus actividades extracurriculares y hasta en su trabajo.

Sophie no tenía muchos amigos por ser introvertida, casi nunca continuaba una conversación pero siempre que podía ayudar a otros lo hacía. A simple vista se podía palpar que era una buena persona.

Eso fue lo que Max notó en ella.

La pelirroja estudiaba arduamente en la biblioteca, sus calificaciones eran promedio, tenía que esmerarse el doble. El mulato reconocía el esfuerzo de la chica, la admiraba a lo lejos, hasta que se acercó a hablarle un día.

Algo surgió entre los dos aquella tarde, algo que se transformó en amor.

Si bien Max era un imbécil en múltiples aspectos, su actitud hacia los demás no siempre era la mejor y a veces era en extremo arrogante, desde el primer hasta el último momento en que la vio, prometió cuidarla siempre.

Y lo hizo, llevaban saliendo tres años cuando Sophie conoció a Tempel.

La luz que él irradiaba la atrajo naturalmente, y se encontró mirándolo fijamente de pie en la escalera del condominio.

– ¿Hola? —habló el castaño— ¿Todo bien?

Ella asintió tímidamente, saliendo de su trance.
Lo supo desde que lo vió, alguien como él no estaba hecho para un mundo como el que habitaban, era luz. La luz debía ser libre.

– ¿Cómo te llamas? —preguntó.

Sophie respondió.

— Soy Tempel.

– ¿Tempel?

– Sí.

– ¿Como el cometa?

Los ojos del más alto brillaron de asombro y una amplia sonrisa decoró los rincones de su cara, y desde ese momento fueron amigos.

Muchos de los miedos e inseguridades de la pelirroja desaparecieron cuando él llegó a su vida, de cierta manera, le recordaba lo efímera que era. Le hacía apreciar más la vida.

Y la vida podía ser despiadada, lo supo muy tarde.

Al elegir a lo que se dedicaría el resto de su vida, Sophie fue por el camino seguro, estudiaba Economía en la universidad local, se proyectaba siendo como su padre, una trabajadora promedio formando una familia a una edad cercana a los treinta, pero Sophie tenía un pasatiempo secreto, algo de lo que se avergonzaba un poco y aunque se lo había mostrado a Max, nunca recibió el apoyo que esperaba.

La primera vez que utilizó la vieja cámara fotográfica que le regaló su madre se sintió algo ridícula. Apuntó al cielo y enfocó una bandada de pájaros que surcaban el cielo. La imagen, si bien era muy bonita, no tenía nada que la hiciera especial, y Sophie continuó capturando escenarios así.

Una tarde Tempel fue a visitarla y descubrió la cámara fotográfica cubierta de polvo que descansaba sobre la pequeña mesa de la sala de estar. Olvidada. Le preguntó si podía encenderla y echarle un vistazo, ella sabía que él iba a hacerlo de todas formas.

Era la primera vez que Tempel sostenía una cámara y jugó con los botones hasta encenderla.

– ¿Cómo hago para ver las fotos?

TempelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora