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Richard atravesó el umbral de la mansión familiar de los Cox como un conejo que busca refugio en su madriguera. Aunque los Cox no poseían suficiente dinero como para mantener la casa en perfecto estado, Richard adoraba todos los rincones de aquel lugar, elegante y algo decrépito. Los tapices descoloridos y las alfombras de Aubusson deshilachadas eran de una familiaridad reconfortante. Dormir bajo el vetusto techo era como hacerlo en los brazos de un abuelo querido.

Aquella casa majestuosa, con frontones y columnas en la fachada e hileras de pulcras ventanitas, era donde Maureen había pasado su infancia. Era fácil imaginarse a la niña revoltosa que debió de ser subiendo y bajando a todo correr por la escalera central, jugando en el césped de suave pendiente, durmiendo en el mismo cuarto donde en ese momento descansaba Lee, la hija de Richard.

Richard se alegraba de haber vendido la residencia donde él y Maureen habían vivido durante su breve y maravilloso matrimonio. Aquel lugar contenía los recuerdos más felices y más tristes de su vida. Prefería estar aquí, donde el dolor se atenuaba con imágenes agradables de la infancia de Maureen.

Había retratos suyos de cuando era niña, lugares donde había grabado su nombre en la madera, baúles de juguetes y libros llenos de polvo que debieron de entretenerlo durante horas. Su familia... su madre, sus dos hermanos y sus esposas, por no hablar de los sirvientes que habían atendido a Maureen desde que era una bebé, eran amables y afectuosos. Todo el cariño que un tiempo le prodigaron a Maureen, la hija predilecta, se lo entregaban a Richard y a Lee. Le resultaba fácil imaginarse pasando allí el resto de su vida, en el dulce mundo que los Cox le ofrecían.

Sólo en raras ocasiones se sentía Richard asfixiado por aquella reclusión tan perfecta. A veces, mientras fumaba, lo acosaban fantasías extrañas y descabelladas, que parecían escapar a su control. También había momentos en los que sentía emociones irreprimibles que no tenía forma de expresar. Quería hacer algo escandaloso, gritar en la iglesia, ir a algún sitio con un llamativo traje y bailar... o besar a un desconocido.

—Dios mío —susurró Richard en voz alta, dándose cuenta de que había algo perverso en él, algo que debía cerrarse bajo llave para que no aflorara jamás. Adoraba las caricias de Maureen y siempre había esperado con expectación las noches en que iba a su habitación y se quedaba hasta el amanecer. En aquellos tres últimos años, había luchado contra la necesidad inconfesable que sentía desde su muerte. No había confiado a nadie su problema, pues conocía bien el concepto que la sociedad tenía sobre el deseo masculino. Ni siquiera debería existir.

—¿Señor?! ¿Qué tal el baile? ¿Se ha divertido? ¿Ha bailado? ¿Había gente que usted recordaba?

—Bien, sí, no y mucha —respondió Richard, forzándose a sonreír cuando su doncella, Linda, salió a recibirlo al umbral de su habitación. Linda era la única sirvienta que Richard había podido conservar tras la muerte de Maureen. Los otros sirvientes habían sido contratados por los Cox o despedidos con buenas referencias y la indemnización más elevada que Richard había podido conseguir.

Linda era una atractiva mujer de unos treinta años, bastante hermosa, que poseía una energía ilimitada y un buen humor perpetuo. Hasta su cabello rubio era exuberante, negándose a quedarse sujeto en los moños que se hacía. Trabajaba duro todos los días, primordialmente como niñera de Lee, y ayudaba también a Richard cuando era necesario.

—¿Cómo está Lee? —dijo Richard, acercándose al brasero y extendiendo las manos para calentarse—. ¿Le ha costado dormirse?

Linda esbozó una sonrisa triste.

—Por desgracia sí. Se puso a hablar como un pajarillo sobre el baile, y sobre lo guapo que estaba usted con ese traje negro. —Recogió el manto de Richard y lo dobló pulcramente sobre el brazo—. Aunque, si quiere mi opinión, sus trajes nuevos siguen pareciendo de luto; son de unos tonos oscurísimos. Ojalá se hiciera uno de color más claro...

𝐖𝐡𝐚𝐭 𝐢𝐬 𝐥𝐢𝐟𝐞||𝐒𝐭𝐚𝐫𝐫𝐢𝐬𝐨𝐧Where stories live. Discover now