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Lord Richard bajó ágilmente del carruaje con la ayuda de un lacayo. Al mirarlo, George notó una peculiar sensación en el pecho, una profunda palpitación de placer. Al fin había llegado. Lo miró con deleite. Estaba impecable. George tuvo el impulso de desarreglar su recatado aspecto.

«Otro traje marrón», pensó George frunciendo el entrecejo. Comprobar que aún no había dejado de llevar luto, que se vestía con aquellas prendas tan austeras, lo indignó.

Jamás había conocido a ningún hombre que hubiera llevado voluntariamente luto durante tanto tiempo. Su propia madre, que sin duda había amado a su padre, no había vacilado en quitarse las sofocantes ropas de luto al cabo de un año, y George no la había culpado ni por un instante. Una mujer no enterraba todas sus necesidades e instintos junto con su esposo, por mucho que la sociedad pretendiera lo contrario.

No obstante, George sospechaba que Lord Richard no seguía llevando luto porque estuviera bien visto o porque deseara que lo admiraran. Lamentaba sinceramente la muerte de su esposa. George se preguntó qué clase de mujer había inspirado un vínculo tan apasionado. Lady Maureen Cox había sido una aristócrata, de eso no cabía duda. Como Richard, bien educada y honorable. «Alguien completamente distinto a él», pensó George con tristeza.

Una sirvienta y una niña descendieron por las escalerillas móviles que habían colocado ante la puerta del carruaje, y George se fijó en la niña. Al mirarla, no pudo evitar sonreír. Lee era una muñequita idéntica a su padre, con las mismas facciones hermosas y largos cabellos castaños, adornados por un lazo azul pálido prendido en la coronilla. Lee parecía un poco nerviosa y estrujaba entre sus manitas algo que resplandecía como las joyas, mientras contemplaba el esplendor de la casa y los jardines.

George pensó que tal vez debería quedarse en la casa y recibir a Lord Richard en el salón, o incluso en el recibidor, en lugar de salir a su encuentro. «¡Qué diablos!», pensó, ceñudo, y bajó las escaleras a grandes zancadas, decidiendo que si daba un paso en falso, Lord Richard no dudaría en indicárselo.

Se acercó mientras Richard estaba dando instrucciones a los lacayos que descargaban los baúles y las maletas. Levantó su vista para mirar a George y esbozó una sonrisa.

—Buenos días, señor Harrison.

George se inclinó y lo estudió con la mirada. Estaba tenso y pálido, como si llevara varias noches sin dormir, y George supo de inmediato que los Cox debían de haberle hecho pasar un infierno.

—¿Tan mal ha ido? -preguntó con suavidad-. Deben de haberlo convencido de que soy la encarnación del diablo.

—Habrían preferido que trabajara para el mismo diablo—dijo Richard, y se echó a reír.

—Intentaré no corromperlo hasta el punto de dejarlo irreconocible, señor mío.

Richard puso las yemas de los dedos en el diminuto hombro de su hija y la empujó con suavidad. Su orgullo de padre fue patente cuando habló.

—Ésta es mi hija Lee.

George se inclinó y la niña le hizo una reverencia perfecta. Luego Lee habló sin dejar de mirarlo a los ojos.

—¿Eres el señor Harrison? Hemos venido a enseñarte modales.

George sonrió a Richard. Oh, esa maldita sonrisa.

—Cuando cerramos el trato, no sabía que serían dos en lugar de uno—sonrío George.

Con cautela, Lee tomó la mano de su padre.

—¿Es aquí dónde vamos a vivir, papá? ¿Hay una habitación para mí?—George se puso en cuclillas y la miró con una sonrisa en los labios.

—Creo que te han preparado una habitación junto a la de tu padre—le dijo. Se fijó en el amasijo de objetos brillantes que Lee tenía entre las manos—¿Qué es eso, señorita Lee?

𝐖𝐡𝐚𝐭 𝐢𝐬 𝐥𝐢𝐟𝐞||𝐒𝐭𝐚𝐫𝐫𝐢𝐬𝐨𝐧Where stories live. Discover now