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En Liverpool había clubes para todos los gustos... Clubes para caballeros que eran deportistas incondicionales, para políticos, filósofos, bebedores, jugadores o mujeriegos. Había clubes para los ricos, los arribistas, los inteligentes o los de alta cuna. George había recibido ofertas para ser socio de innumerables clubes que acogían de buen grado a caballeros profesionales, incluyendo comerciantes, abogados y empresarios prósperos. No obstante, George no deseaba pertenecer a ninguno de ellos. Quería pertenecer a un club que no tenía ningún deseo de aceptarlo, un club tan exclusivo y aristocrático que sólo admitía socios cuyos abuelos ya habían pertenecido a él. El Marlow era la meta que finalmente se había fijado.

En el Marlow bastaba con que un hombre chasqueara los dedos pidiendo algo, una bebida, un plato de caviar, una mujer, para que se lo trajeran con prontitud y discreción. Siempre los artículos de mejor calidad, en el entorno más elegante, sin que el mundo exterior se enterara jamás de las preferencias de sus socios. Por fuera, el edificio no tenía nada de especial. La fachada clásica, provista de un frontispicio, era simétrica y nada imponente. No obstante, el interior era sobrio y lujoso. Todas las paredes y techos estaban revestidos de caoba abrillantada y los suelos tenían fastuosas alfombras decoradas con cenefas octogonales, rojas y marrones.

Los muebles de piel eran sólidos y robustos, y había lámparas y candelabros de hierro forjado que iluminaban el recinto con luz muy tenue. Estaba pensado para que un hombre se sintiera a gusto, sin flores ni frisos decorativos.

El Marlow era el Olimpo de los clubes, donde muchas familias solicitaban en vano ingresar generación tras generación. A George le había costado tres años que lo aceptaran. Con su estrategia habitual, una mezcla de extorsión económica, sobornos y manipulaciones entre bastidores, había conseguido que lo admitieran, no como socio, sino como «invitado» permanente que podía ir y venir a su antojo. Había demasiados aristócratas cuyos negocios estaban vinculados a los de George, hombres que perderían su fortuna si él empezaba a jugar con las fuerzas del mercado. También había comprado las deudas de unos cuantos lores derrochadores, y no había vacilado en utilizarlas como un látigo contra ellos.

George había disfrutado planteándoles a los miembros clave del Marlow la alternativa entre perderlo todo o permitir que un advenedizo como él frecuentara el club. La mayoría habían votado a regañadientes a favor de su condición de invitado, pero era indudable que deseaban librarse de él. A George no le importaba. Obtenía un placer perverso arrellanándose en alguno de los mullidos sillones de piel y hojeando el periódico junto a otros socios, y calentándose los pies en la gran chimenea de piedra.

Aquella noche, imponer su presencia al club le estaba resultando especialmente placentero. «Ni siquiera un Cox habría sido bienvenido aquí», pensó perversamente. De hecho, era probable que los Cox jamás se hubieran planteado el solicitar su ingreso en el Marlow. Su sangre, si bien azul, no lo era lo bastante, y Dios sabía que no tenían dinero. Pero George lo había conseguido, aunque sólo fuera un «invitado permanente» y no un socio propiamente dicho. Y al haberse hecho un sitio en los estratos más altos de la sociedad, se lo había puesto un poco más fácil a los que vendrían detrás de él. Aquello era lo que más temían los aristócratas, que sus filas se vieran invadidas por arribistas, que su linaje dejara algún día de bastar para distinguirlos de los demás.

Mientras George estaba sentado ante la chimenea, contemplando melancólicamente las llamas, se acercaron a él tres jóvenes; dos se sentaron en sillones cercanos y el otro se quedó de pie en una postura insolente, con una mano apoyada en la cadera. George lo miró con sarcasmo. Lord John, conde, un asno engreído sin apenas nada de qué presumir aparte de su distinguido linaje. Tras la reciente muerte de su padre, Lennon había heredado un título nobiliario, dos propiedades impresionantes y una montaña de deudas, la mayoría debidas a sus correrías de juventud. Era evidente que el anciano conde había tenido dificultades para controlar los derroches de su hijo, que en su mayoría habían sido realizados para impresionar a compañeros que apenas se merecían tal esfuerzo. El joven Lennon se había rodeado de amigos que lo adulaban y lisonjeaban constantemente, aumentando de aquella forma su engreimiento innato.

𝐖𝐡𝐚𝐭 𝐢𝐬 𝐥𝐢𝐟𝐞||𝐒𝐭𝐚𝐫𝐫𝐢𝐬𝐨𝐧Where stories live. Discover now