DIDIANNE | L'homme à la moto.

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❛L’HOMME À LA MOTO❜

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❛L’HOMME À LA MOTO❜

                        Hubo una vez, en mi fracaso por intentar dormir a Magdalena delirante por la fiebre de la neumonía, que creí sentir los brazos cálidos de mi amado rodeándome en apoyo. Tal vez era la fiebre que aquejaba à ma petite fille¹ y quemaba mi piel, confundiéndome, o se trató de la intuitiva Samara que a sus cortos siete años percibía la creciente desesperación de su madre por el temor a perder la viva imagen de su amor dejado atrás... Pero, sea lo que haya sido, se sintió tan real como para darme las fuerzas suficientes para continuar cuidándola hasta que se recuperó.

Nunca creí que ser madre sería tan difícil. Por supuesto, la creencia estaba respaldada por el apoyo que recibí de mi esposo, mi gran confidente y compañero, y de cualquiera cercano a nosotros, que aminoraban el golpe de un idílico prospecto de maternidad que se esperaba que cumpliera. Durante el primer embarazo me cuidaron atentamente, atiborrandome de lujos que volvieran placentero el proceso; después a Samara la llenaron de comodidades y se hacían cargo de ella cuando yo requería de dormir una siesta o, por otro lado, quería tiempo sola; el segundo embarazo pasó casi de igual forma, ya con Samara comprendiendo el significado de que la barriga de su madre fuera acrecentandose por la inminente llegada de una hermana menor... Sin embargo, todo cambió con el nacimiento de Magdalena.

Los tiempos desde antes eran densos por la represión y estaban manchados con sangre por batallas, mas el peligro que significaba una gripa no lo conocía y, tampoco, entraba en mis prioridades, dado que tenía los ojos cegados por una primera experiencia sin problemas mayores de ese tipo. Pero Magda era dada a los males, siendo enfermiza desde que solo tenía un mes y medio de nacida, obligándome a ver la emergencia que se creaba con ello; fue así que llegó la primera vez que no dormí, que no fui con mi marido a una cena y que no acepté la ayuda de nadie, pues el llanto de mi pequeña bebé se tornaba incansable cuando me alejaba y la preocupación que me embargaba era dolorosa para soportar estar mucho tiempo lejos. Las cosas no parecían que mejorarían pronto... Y no lo hicieron.

Fue una cosa tras otra, de resfriados pasó a sufrir malestares en el estómago, después a tener picaduras de mosquitos que le causaron fiebre y demás, hasta que llegó mi martirio final: la escarlatina; aquella maldita tos y piel enrojecida que se volvió una neumonía, extendiendome así la vida una bandeja con escasas opciones entre las que debía escoger una salida para no perder una hija.

La decisión que tomé era drástica, así como comprometía todo lo que conocía, que era irme a donde sabía que Magda se recuperaría; si bien ésta se encontraba en el último puesto de todas las opciones, el amor de mi vida me impulsó, pues comprendía lo que conllevaba encomendar a Dios a nuestra hija, sabiendo que era más probable que se la llevara con él al paraíso, así que me fui. Una vez ahí, me percaté de que, por más que pensara que los últimos años habían sido difíciles, no estaba ni de cerca en un punto de comparación con lo que se avecinaba.

Nunca me sentí tan sola. Añoraba regresar a esas veces en que me perdí una importante cena con Argyle y otros para cuidar a Magda y a Samara, o las veces que rechacé la ayuda de alguien con tal de que la pequeña no derramara lágrimas; porque ahí, en el lugar que falsamente llamé hogar por años hasta que conocí a mi marido, nadie me ofreció ayuda. Me miraron y señalaron lo descuidada, lo mala y terrible que había sido al permitir que Magda tuviera la salud deteriorada, me miraron y señalaron lo cruel que era al permitir que viajaran en tan malas condiciones... Y aún así, me quedé.

Flamígera era la brillante posibilidad de demostrar qué tan buena madre podía ser. Pero aquella llama estaba encerrada en una jaula dentro de mi pecho, queriendo ser una llamarada dirigida al lugar donde el amor de mi vida residía, y aún así, resistí.

Ahora, de vuelta en el lugar donde están todas mis memorias, mis añoranzas no tienen cabida con lo que veo. Mi hogar está descuidado, cubierto, consumido por el polvo... Está vacío y únicamente espectros del pasado danzan por los pasillos. Los enormes ventanales ante los que me sentaba por las mañanas para ver el lago, se encuentran tras gruesas cortinas oscuras, y los cuadros pintados a mano durante la locura del lapislázuli están cubiertos de igual forma; los floreros de plata y de porcelana tienen telarañas en vez de flores y la mayor parte de los muebles están arrinconados y amontonados contra la pared.

Si mi hogar aún está aquí, lo desconozco. La única con la posibilidad de darme una respuesta se encuentra en las cocinas, discutiendo con un joven desconocido que me ha permitido el paso minutos atrás... Y mis hijas, la única seguridad que tengo, están doscientos años en el futuro, con una carta escrita apresuradamente, con problemas más grandes como para tener que agregar la impulsividad de su madre.

¡Oh, si todo lo he hecho por ellas! Si Dios tiene un plan para mí, espero sea para llevarme en su gracia, y sino, me estoy viendo forzada a tejer un nuevo lienzo, con tal de que mi arrebato de melancolía, de un coraje desconocido, valga la pena... Con tal de que valga la pena haber dejado mis sacrificios lejos para recuperar un pasado abandonado por el miedo, el cual, no estoy segura de tener el derecho a reclamar.



































¹ A mí pequeña niña.





























Muy bien, éste capítulo es corto, pero sirve para conocer más a la adorada madre de Sam y Magda. Espero les haya gustado y siéntase con la libertad de comentar qué tal les ha parecido.

—Yuleni.

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