Capítulo II: Entre el ver y el sentir

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Josslyn:

Al fin New York, una ciudad que me abría los brazos y yo le recibía con los míos cruzados bajo mi busto. La brisa fría, de esas que caracterizan a un día lluvioso, sacudió mi rostro, al pasar el umbral de la puerta del aeropuerto. Nubes grises que se disipaban con cuidado, dejando que pocos rayos de sol se colasen entre ellas.

Era un día perfecto.

Avancé, acompañada de mi familia, que parecía más emocionada que de costumbre. Sobretodo Verónica, que no paraba de dar pequeños saltos mientras caminaba de la mano de mi padre.

En la salida, ubicamos a un auto blanco, que se veía bastante lujoso. Junto a la puerta de este, nos esperaba un joven alto y bastante delgado. Usaba unos guantes blancos y un uniforme negro que se ceñía perfectamente a su cuerpo.

—Bienvenidos a New York —dijo y nos regaló una cálida sonrisa.

—Es un gusto estar aquí —respondió mi papá, amablemente, acompañado de un gesto en la cabeza.

El chico, nos ayudó a subir las maletas al vehículo y nos invitó a subir a este. El desconocido era bastante amable, e incluso gracioso, pues nos había sacado unas cuantas carcajadas en el trayecto. Cuando tuvo la confianza suficiente, nos propuso hacer un pequeño tour por la ciudad, al que aceptamos complacidos.

Amaba el lugar con solo verlo a través de un cristal de aquel auto en movimiento. Sus largas avenidas y edificios enormes, acaparaban toda la atención. Yo visité lugares hermosos, pero este tenía algo, algo que no podía explicar con palabras. Era como ser frío y cálido a la vez.

Extraño y perfecto.

Luego de aproximadamente tres horas de viaje en la ciudad, aprendí que tenía más lugares a los que visitar, de los que pudiese contar. El chofer, que ahora perecía un miembro más de mi familia, hizo una pequeña parada para que probásemos, según él ¨la mejor comida de New York¨, que para ser sincera, estaba deliciosa.

Ya el cielo se había despejado, el sol comenzaba a calentar y la iluminación era cada vez más intensa. Sin más paradas o viajes planificados de último minuto, llegamos por fin, al lugar de destino.

La mansión de los Will.

El aspecto y estructura de la casa me dejó sinceramente impactada. Según mi madre, los miembros de esta familia eran algo mayores, pero eso no les impidió tener una de las casas más modernas que había visto desde mi entrada a la ciudad.

Sus ventanas, eran todas de cristal y la recubría una capa de pintura que combinaba, con diseños abstractos, los colores blanco y negro. Menudo trabajo al que le tocó decorar este lugar. Ese ambiente modernizado, resaltaba aún más las flores que crecían en su jardín, las que para mi sorpresa, eran solo rosas rojas.

Que exquisitos eran aquí.

El joven que nos acompañó durante el viaje, se encargó del equipaje y nos indicó, dónde nos esperaban los señores de la casa. Al entrar, inspeccioné todo lo que mis ojos pudieron, mientras andaba, agarrada de la mano de mi madre.

La verdad es que me esperé muchísima formalidad de su parte para recibirnos, pero me alegra haberme equivocado. Pues, los señores de la casa, estaba muy recostados en la alberca de la vivienda, bronceándose la piel como si no hubiera un mañana.

Eso se llama aprovechar las oportunidades.

Al ver a mis padres entrar, ambos se pusieron de pie y se acercaron con una sonrisa que mostraba sus dentaduras, dignas para una propaganda de Colgate.

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