26: Un ángel oscuro, que ni muere ni vive

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Era un ángel oscuro. Aquella noche, cuando Alicia se deslizó sobre su cama en el Soho, desnuda y agotada, con los tejados al otro lado de la ventana cayendo sobre púrpura y una claridad onírica colándose por su ventana, el recuerdo de Nix sobre el tejado del edificio sin nombre goteó en su memoria como la erosión de un río, lenta pero segura. Un ángel oscuro fueron las palabras que se le aparecieron junto a su imagen, en forma de inscripción de lápida. "Aquí yace un ángel oscuro, que ni muere ni vive". Así se imaginaba a Nix, como algo indefinido que se mantuviera en el limbo de dos realidades alternas. Se preguntó a sí misma cuál era la que desconocía.

No pudo dormir más que un par de horas en toda la noche, y fueron plagadas de nubes de pesadillas.

Solo eran caras. Caras negras que aparecían contra un fondo negro, y se desprendían de las tinieblas. Saltaban sobre ella, gritaban sin voz, se arrastraban por el suelo y la empujaban hacia una dirección desconocida. Solo podía taparse los oídos, cerrar los ojos, y avanzar hacia donde la llevaban, pero aún así las veía, y notaba su textura sedosa y viscosa pegándose a su cuerpo. Lo único que tenían eran ojos de color blanco y un agujero aún más oscuro en forma de boca, fundiéndose sobre ellas.

Luego desaparecieron. Abrió los ojos y se encontró en una sala en la que los espejos se multiplicaban y la multiplicaban a ella. No estaba sola. Había una figura detrás suya, o quizás detrás de los espejos. Era completamente negra y estaba hecha de algo parecido a las pesadillas, un material incorpóreo. Sus ojos, casi cubiertos, eran lo que más miedo daba. Por alguna razón, le recordó a su gato Sombra.

No le escuchaba, pero oía su voz en su cabeza, retumbando.

—Alicia, Alicia —susurraba—. Dime, dime que sospechas.

Esa última palabra venía acompañada de eco, de algo que lo intensificaba, y se pegaba a los bordes de su cráneo, sin desaparecer, arrebatándola con cada segundo un poco de cordura. Miró a su alrededor. En todas partes veía a la figura sin cara, sin color ni cuerpo. La miraba desde todos los ángulos y su voz provenía de todas partes.

—No lo sé —gritó, sollozando—. Déjame, no lo sé.

Se tapó los oídos, pero la voz no desapareció.

—No —gritó en su cabeza, como el ruido de unas campanas.

En los espejos había desaparecido la figura y ella. Ahora había una criatura demacrada, la misma en todos, de ojos demasiado grandes, pómulos succionados y piel grisácea, del color verde del agua estancada. Se le había caído casi todo el pelo y solo le quedaban greñas negras colgando de una cabeza a la que le salían bultos. Tenía la piel anclada al hueso sin carne de por medio, y por el color de los ojos supo que no era un ente ajeno a ella, si no que era ella misma.

—¿Qué es esto? —chilló, desesperada. La figura de los espejos chilló con ella, pero no emitió ruido. Tenía su misma expresión. Miró a todos lados, se dio la vuelta, cerró los ojos, pero en todas partes estaba la criatura—. ¡Parad!

De repente, la sala se llenó con la bruma espectral de Griffin, la misma de la que estaba hecha Sombra, muy parecida a la de la anterior visión de los espejos, y empezó a reptar hacia ella, inundando la sala y opacando a los espejos. Alicia cayó al suelo de rodillas y llorando sin notar las lágrimas.

—Por favor, para —suplicó. Tenía la voz rendida, sin fuerzas, tan solo con un desespero completo abriéndose paso a mordiscos por su interior.

—Alicia, Alicia —volvió a repetir la voz de los susurros. Abrió los ojos, con la vista empañada. Delante suya estaba su gato, Sombra, sentado sobre sus cuartos traseros y lamiéndose la pata. Parecía más real que nunca, y fue de su boca de la que escuchó aquellas palabras—. Tienes algo que contarme.

Cenizas en la nocheWhere stories live. Discover now