21: Es la persona que dispara

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Cuando Nix se marchó, la reunión se disolvió. Alix se encerró en su laboratorio, y ni Elisa ni Alicia tenían el ánimo dispuesto a seguirle a esa catatumba de metal y frío. Sin embargo, cuando Alicia quiso irse de la casa, la señora Rogers le salió al paso, con los brazos dotándole a su figura forma de jarrón.

—¿A dónde se cree usted que va? —inquirió la casera, con la voz chillona.

—A mi casa. Ya he molestado bastante.

—Usted tiene que descansar, y no lo hará en ningún sitio mejor que aquí. Además, el médico está a punto de llegar y tiene usted que estar presente para que la revise.

Y así fue como Alicia se quedó anclada a aquella casa, postrada en cama por prescripción del médico, observando como el sol, cobarde, huía del cielo cuando dio la tarde y dejaba paso a una oscuridad deslizante y una luna pequeña y brillante que trataba de suplir su pérdida con escaso éxito, escurriéndose por el alféizar de la ventana hacia los pies de su cama.

En una habitación al otro lado del pasillo, Elisa esperaba despierta y con las ventanas abiertas, a la luz de un par de velas cuyas llamas empezaban a oscilar, la cera derritiéndose. Se colaba un viento frío, de esos nocturnos que aspiraban el aire caliente y lo bañaban en escarcha. Los edificios tapaban la luz de la luna y solo las farolas iluminaban una calle desierta. Estaba observando el movimiento de los árboles al son del viento cuando escuchó un ruido que casi aullaba.

Se apartó de la ventana con miedo. En el borde apareció una mano cuyos dedos acababan en garras, sujetando el alféizar. Casi al mismo tiempo, un cuerpo se coló en la habitación, desplomándose sobre el suelo, y el brazo cayó con segundos de retraso.

Elisa miró el cuerpo de Griffin tendido sobre la alfombra. Sus transformaciones cada vez eran más repentinas y duraderas. Parecía que el cambio de humano a animal le torturara. Todas sus células se rebelaban contra esa tiranía de la criatura que trataba de destruir su cuerpo, y le dolía.

—Elisa —balbuceó. Estaba encogido de cara a la pared. Tenía la camisa empapada en sudor y la herida del hombro ensangrentada, de un rojo oxidado y oscuro. Su piel estaba pálida, perlada de gotas de sudor que se escurrían de su cuerpo enfermo, casi del mismo color que su pelo cenizo, apelmazado sobre su frente. Se había desprendido de la gabardina y estaba en camisa, tirantes y pantalón—. Ayuda.

Ella se agachó a su lado y le dio la vuelta. Lo puso boca arriba. Griffin cerró los ojos como si la luz del techo le cegara. Bajo sus párpados, sus ojos se movían frenéticos, las alucinaciones representando una obra de teatro de pesadillas detrás de estos.

—Dios mío, ¿qué...? —masculló la chica—. ¿Por qué no se ha curado?

Griffin, entre los delirios, la herida, la fiebre, el sudor y la infección, emitió una carcajada grave, que casi parecía una tos, o un quejido, un último suspiro escapándose de sus labios.

—La bala... —fue todo lo que era capaz de decir—. La bala... Elisa, la bala.

Y mientras lo decía, se revolvía, como si la Elisa de detrás de sus párpados le mirara con unas tijeras oxidadas y una mirada cosida, y le obligara a suplicar y revolverse mientras le prometía toda clase de dolores. En ese mar de delirios oscuros, Griffin solo veía una mancha negra creciendo desde su hombro, infectándole el cuerpo desde dentro. Y las transformaciones, esa forma de metamorfosear partes de su cuerpo, le dolían, oh, como le dolían. Era como si le amputaran las extremidades y se las encajaran de golpe y sin anestesia.

—Vale —murmuró Elisa, con las manos encima de su cuerpo, pero sin saber muy bien qué hacer con ellas—. Céntrate. ¿Qué hago? ¿Te saco la bala?

Cenizas en la nocheWhere stories live. Discover now