10: Retrasos en relojes de tres caras

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La estación de Paddington estaba repleta de sombreros con cuerpos de abrigo y tonalidades oscuras, a las que los rayos de nubes plomizas pintaban al atravesar los cristales de la gran cúpula del techo. Los zapatos se fundían en un gran organismo más robótico que humano con sombra de ciempiés que traqueteaba por la estación a paso apresurado. Cada pincelada del Londres de ese siglo XIX que tocaba a su fin era un lienzo de colores apagados y brillos intermedios, de paletas de grises y marrones que se mezclaban con los tonos pastel de los vestidos de las señoritas y las sombrillas cuya proyección se extendía a dos personas a la rotonda.

Nix se detuvo en la entrada de la estación, donde los hombres bien vestidos empezaban a impacientarse mirando sus relojes de bolsillos y las mujeres se estrechaban mucho más de lo que sus corsés les permitían para evitar ser rozadas por manos ajenas, por la que las mariposas y demás insectos voladores trataban de colarse en la estación. Esperó segundos a que sus compañeros bajaran del carruaje que él había pagado y cruzaran las puertas.

Alicia, reticente a ponerse un vestido de señorita como Dios y la Iglesia mandaban y obligaban, sonrió al cochero que le tendía una mano para ayudarla a bajar con el bigote parado en punta de la sorpresa.

—Señor —saludó, brindándole a la curva de los labios una feminidad estudiada y tan natural como los androides de Hudson. Nix no supo si la imagen de Alicia con el pelo corto y pantalones le provocaría fantasías de índole sexual al cochero o el deseo de condenarla al Infierno. Podrían ser ambas cosas al mismo tiempo.

Finalmente, Alix y Elisa cruzaron las puertas de la estación, ella engarrotada al brazo doblado de Hudson, con el vestido prieto y un suave peinado de corona dorada, y él con una sonrisa de adrenalina y las cavidades nasales dilatadas para que el olor a humanidad acumulada como puercos en una granja y el aceite que se escapaba de los trenes parados se pegara a su nariz.

Alicia arrastraba los pies a sus espaldas y le dirigía miradas de desagrado nivel asesinato a todo aquel que tuviera la decencia de mirarla con repugnancia, altanería o sorpresa y confusión.

—¿Puede alguien recordarme por qué hemos venido a este sitio que huele a sudor en hora punta? —pidió Elisa.

—Para resolver un misterio —contestó Alix, al que la sonrisa no se le borraba ni con empujones y codazos.

—¿Por dónde empezamos? —inquirió Alicia, cuya mirada saltaba de un sombrero a otro y se deslizaba por las vigas de metal de las paredes y el techo.

Nix encaró una estructura poligonal que sobresalía de la pared. Un reloj de tres caras con números romanos y el dibujo de una flor linear con pétalos acabados en pico. Las agujas, enormes flechas de metal corroído, apuntaban hacia las nueve y media.

—Hudson.

—¿Sí?

—Saque el mapa.

Alix rebuscó entre sus bolsillos y desdobló el trozo de papel en el que estaba dibujado aquel reloj.

Nix lo alzó y lo puso de forma que en su visión estuviera alineado con el reloj de la estación. En el dibujo, las flechas que podrían considerarse agujas estaban posicionadas de forma que la grande apuntaba a las tres y la pequeña a un punto entre y media y treinta y cinco.

—Las tres treinta y tres —farfulló Nix.

—¿De la tarde o la mañana?

Alicia se había deslizado hasta ponerse a su lado y miraba el mapa por encima de su hombro. Nix no la había oído llegar.

La miró con los ojos entrecerrados y la suspicacia pintándole las arrugas que se le formaban en el entrecejo al observarla de esa forma, como si se preguntara si habían hecho bien en incluirla en sus pesquisas de laboratorio, como si le molestara el sonido de su respiración tan cercana a él.

Cenizas en la nocheWhere stories live. Discover now