19: Un revólver bajo la almohada

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Alicia abrió los ojos despacio, con un parpadeo involuntario. Lo primero que vio fue la luz colándose por una ventana, una luz de amanecer, brillante y amarilla que le hizo daño a los ojos. Volvió a cerrarlos con dolor de cabeza, gruñendo. Se removió entre las sábanas.

—¿Siempre ha llevado una pistola encima? —dijo una voz. Pasó por su cabeza como si la escuchara bajo el agua, pero en la lejanía de un lugar incierto al que acudía de vez en cuando, cuando se emborrachaba demasiado o se enfermaba, pudo reconocer los tintes de seseos y gruñidos en las erres que caracterizaban a la voz de Nix.

—¿Dónde estoy? —masculló. Giró la cabeza hacia donde creía que provenía la voz. Le pesaba tanto que la cabeza se estampó contra la almohada.

—En casa de Alix. ¿Y bien? Lo de la pistola.

Alicia entreabrió los ojos. Las pestañas barrían su visión, pero pudo apreciar una mancha iluminada en una de las esquinas, cerca de la pared de la ventana. Nix estaba sentado sobre una silla, una pierna encima de la otra, con un periódico extendido entre las manos. No fue capaz de enfocar la foto de la portada.

—¿Qué pasó? Después de que me desmayara en el túnel... Dios mío, Griffin. ¿Se fue?

—La pistola —repitió Nix, con la voz zozobrando, como si el propio sonido de su voz le adormilara.

Pero Alicia no le escuchaba. Estaba recordando todo lo que había visto y oído la noche anterior, la lucha contra aquel hombre que Nix conocía. Griffin. ¿De qué le sonaba ese nombre? Le vino a la cabeza el momento en el que se había abalanzado sobre ella. Había visto una enorme masa de bruma apunto de chocar contra ella y despedazarla hasta que Nix, convertido en una sombra roja, se había interpuesto entre ella y la muerte. Y recordó la sensación de asfixia, el olor a muerte, la presión sobre su cuello y la frustrante sensación de que se quedaba sin aire y no podía hacer nada por evitarlo.

Volvió a abrir los ojos para ahuyentar a los recuerdos de las pesadillas.

—Estás herido —notó. Nix se miró las manos. Líneas rojizas las recorrían, los nudillos rojos.

—Rasguños. ¿Por qué no me dice si siempre ha llevado una pistola encima?

La miró a los ojos. La luz de la mañana los volvía de un verde transparente, con la pupila encogida, apenas un puntito negro.

—Deja de hablarme de usted, me pone nerviosa. Y sí, siempre he llevado pistola —contestó al fin—. Pero es más fácil atracar a la gente con un cuchillo, por si te lo preguntabas.

Nix cambió su expresión, de calmada e indiferente, a una de completa sorpresa.

—¿Qué? ¿Por qué estás tan sorprendido? ¿De verdad es tan raro?

—Me sorprende por qué no lo había notado.

Alicia volvió a cerrar los ojos. Una punzada de dolor, como una aguja clavándose en su cráneo, le recorrió la cabeza. Se arremolinó entre las sábanas de la cama y sonrió, como un ángel dormido.

—Es un revólver pequeño. Cabe en el sostén, pero lo llevo atado a la cintura. Me he acostumbrado tanto a llevarlo a mi lado que es como si caminara sin él. Mi madre dormía con el revólver todas las noches. Lo guardaba bajo la almohada y solo así se sentía segura. Con él se cargó a un par de clientes que se pasaron de la raya.

Los cinco segundos de silencio rebotaron por las cuatro paredes y cayeron al suelo. Finalmente se rompieron en esquirlas cuando una sola frase cruzó la habitación.

—Tú madre era una asesina.

No había parecido una pregunta. Tampoco parecía haber reproche o miedo en su voz. Alicia cambió la sonrisa por un ceño fruncido. Tras sus párpados, luces rojizas bailaban en una danza de alucinaciones delante de un telón demasiado brillante.

Cenizas en la nocheWhere stories live. Discover now