38: Más solos que desamparados

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Cuando Alix y Alicia despertaron fue porque un hombre les estaba empujando con una escoba.

—Es la hora del cierre, no podéis quedaros a dormir aquí, borrachos —murmuró.

Ambos se levantaron despacio, con el cuerpo adolorido y la cabeza punzante. El tragaluz se había convertido en una sombra oscura en el techo y la pared se había recompuesto. Lo único que faltaba era la placa.

Alicia, con ropajes de hombre, fue la primera en incorporarse. Miró al conserje, un hombre anciano y encorvado sobre el palo de la escoba que masticaba las palabras y su propia lengua, y trató de recordar entre las punzadas de la cabeza en qué momento se habían quedado inconscientes. Alix se levantó un poco después. Cuando se miraron, el mismo pensamiento les recorrió la mente, como una corriente compartida. «Griffin se ha llevado la pista y a Nix».

—No estamos borrachos —contestó Alicia, volviéndose hacia el conserje y forzando la voz—: Nos hemos... Desmayado.

—Lo que sea —masculló el conserje—: Tienen que largarse.

Alicia estaba con un pie en la salida cuando la voz de Alix la interrumpió.

—Espere. Señor, ¿sabe usted que había en esta sala?

Alicia se volvió. El conserje miraba a Alix con unas cejas frondosas y pobladas de canas torcidas en diagonal. La escoba, que aún sujetaba con fuerza y con los nudillos apretados, se balanceaba a izquierda y derecha. El cuerpo del conserje tenía forma de hoja curva.

Miró hacia la pared en la que antaño estaba la placa y volvió a mirar a Alix.

—Se han llevado la placa para su restauración esta mañana —masticó. Alicia y Alix se miraron. Si Griffin había sido capaz de manipular los recuerdos de la gente para que así lo creyeron, ¿qué no era capaz de hacer?—: Era una simple placa de latón.

—¿Pero qué decía?

—Yo qué sé. Un nombre.

—¿Cuál?

El conserje encorvado taladró con la mirada de un hombre cansado de las tonterías de los jóvenes a Alix. Parecía estar a punto de pegarle un escobazo.

Alicia, consciente de la situación, decidió intervenir.

—Señor, le prometo que si nos lo dice nos marcharemos de aquí y no tendrá que volver a vernos, pero necesitamos esa respuesta.

El conserje miró a Alicia y la evaluó con la mirada. Pareció darse cuenta de su aspecto en ese mismo momento.

—Usted no es un muchacho —masculló.

Culpó a la edad y la penumbra del tragaluz que hubiera tardado tanto en darse cuenta.

—En efecto.

—Oigan, si no se marchan ya, avisaré a los de seguridad, y a la policía.

—Por favor, señor. Es importante. ¿Qué decía la placa? —suplicó Alix.

El conserje suspiró.

—No tengo ni idea, jovencito. No lo recuerdo.

—Oh, venga ya —interrumpió Alicia—. Usted lleva aquí trabajando un tiempo, seguro. Barre todas las noches esta sala, ¿y me viene con que no recuerda que decía la placa? No me lo creo.

—En mis tiempos —murmuró el conserje—, las jovencitas tenían más respeto por sus mayores, y no se vestían de muchachos.

—Pero ya no estamos en sus tiempos, ¿cierto?

Los ojos perlados del conserje brillaron unos segundos bajo el brillo de la luna que se colaba por el tragaluz y observaron a Alicia, que le mantuvo la mirada sin pestañear.

—¿Me prometen que si se lo digo no volverán a pisar este observatorio?

—Se lo juro por Dios.

El conserje entrecerró los ojos. Sus gruesas cejas canas se arquearon.

—Gru Benedic Benlock. Eso decía la placa. Ahora, será mejor que se marchen o de verdad llamaré a la policía.

Alicia le agradeció la información al conserje encorvado con un asentimiento de cabeza y se marcharon a la penumbra de la noche y al canto de los grillos. Cuando se hubieron alejado lo suficiente del observatorio, Alix se derrumbó en un banco.

—¿Qué vamos a hacer ahora, Alicia? Estamos solos. Griffin se ha llevado a Nix, la tía Rose a Elisa, y lo único que tenemos es el estúpido nombre del estúpido hombre que ha desencadenado todo esto. ¡No es nada! ¡No es ninguna pista! Parece una broma.

Alicia miró a Alix unos segundos y le sonrió con pesar. Le puso una mano en el hombro para detener los pensamientos catastróficos que se encadenaban unos con otros y que no solo le desanimaban a él. Suspiró.

—No lo sé, Ranita. No lo sé. Volvamos a casa.

Caminaron entre las penumbras de un océano de calles como dos almas abandonadas que se hubieran encontrado en el último suspiro de sus vidas. Los brazos se balanceaban a sus costados y sus zapatos hacían eco entre las grietas de los adoquines de los callejones. El ruido de sus pensamientos se quedó atascado en los agujeros de las paredes y se refugió en los gritos de la noche, en los nidos que formaban las raíces de las malas hierbas que despedazaban el cemento y el ladrillo de las piedras del suelo para hacerse paso. Sus sombras les persiguieron por todo el camino hasta que llegaron a la pensión de la señora Rogers, más solos, más confusos y más desamparados que antes.

En la soledad de sus habitaciones, ninguno pudo vencerse al sueño y caer en sus brazos. La realidad les ataba los párpados y les obligaba a mantener los ojos alerta. Alicia recreaba su conversación de la noche anterior con Nix una y otra vez, hasta que llegó un momento en el que le pareció que todo era irrelevante, normal y asimilable, y se reprochó a sí misma haberse enfadado con él. ¿Cómo podía darle miedo? No era nada que no fuera antes. Lo único que había cambiado es que ahora se había sincerado. Como una avalancha de respuestas, comprendió que todas las piezas encajaban. Las llamas de sus dedos que le había visto algunas veces, el brillo rojizo de sus ojos, sus lunares nómadas y aquella noche en la que le siguió por los callejones de Londres y apareció en un tejado.

Se arrebujó en las sábanas de la cama prestada y soñó con llamaradas rojas.

Alix, al otro lado del pasillo, no tuvo tanta suerte. Elisa gritaba en sus retinas. Sus recuerdos. Sus momentos. Sus ojos azulados, su sonrisa, sus historias. Cada retazo de su cuerpo, su alma y su memoria atizó a Alix como en una tormenta de piezas rotas que le golpearan rogando atención. Las imágenes se sucedían unas detrás de otra en el techo de su cuarto, tras sus párpados, en la cornisa de la ventana y la oscuridad de debajo de las mantas. No pudo deshacerse de ella hasta que el alba arrancó la luminosidad de su imagen y la hizo pedazos. Los rayos de sol atravesaron los últimos agujeros de Elisa y la hicieron estallar. Su mirada de súplica y sus ojos llorosos cuando se habían despedido por última vez fue lo último que vio de ella antes de que el insomnio soltara sus garras y le permitiera cerrar unos ojos que le pesaban. 

***

¡¡Holaa!! Parece que estoy en una dimensión distinta cuando leo capítulos más antiguos de Cenizas en la noche, porque en mi mente ya estoy en el final (estoy escribiendo los últimos 5 AAAHHHH).

Así que he decidido que voy a publicar dos capítulos cada lunes hasta que lleguemos al 45, cuándo haré un maratón y publicaré los últimos 5 un día tras otro :))).

Al final os tengo preparada una sorpresitaaa.

¿Qué os ha parecido este capítulo? 

¿Qué creéis que harán Alix y Alicia ahora que están solos?

¿Alguna teoría sobre la última pista?

¿Emocionados por el final??? Yo sí >O<

Muac a todos vosotros, fénixes londinenses, y nos vemos al deslizar la pantalla ;)

Cenizas en la nocheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora