Epílogo

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Abriendo los ojos de golpe, me enderecé en la cama, arrastrando conmigo las frazadas que me recubrían y empujando una de las almohadas al piso. Sentada, en la oscuridad del dormitorio, clavé la mirada en una de las paredes, enfocándome en el sonido del ruidoso ventilador de techo, el cual giraba, produciendo un pequeño silbido.

Una pesadilla. Había tenido una pesadilla.

O al menos eso era lo que podía interpretar, ya que, en realidad, no recordaba qué era lo que había soñado. Una sensación espeluznante me recorría por el cuerpo, cosquilleándome la punta de los dedos de los pies hasta la frente, totalmente empapada a causa del sudor.

No tenía ni idea de la hora ni tampoco mucha consciencia del espacio, apenas y con suerte podía saber mi nombre. Milagros Cortez. Me llamo Milagros Cortez. Tengo 23 años y vivo en un departamento compartido junto a mi mejor amiga, Rose, en el centro de mi ciudad.

Rose.

La memoria de su nombre me embargó con preocupación, y, lentamente, los recuerdos fueron aterrizando. Era sábado, y tras una semana intensa de estudio, mi compañera había salido de fiesta la noche del viernes, en cambio, yo había declinado la invitación y había preferido descansar.

Me dolía la espalda de pasar tantas horas encorvada leyendo y leyendo libros de abogacía. Así que no hubiese sido de extrañar que el dolor general que sentía en cada una de las terminaciones nerviosas fuese el cansancio producido por estar en la misma posición por horas, estudiando.

Y esa impresión que sentía, de que algo me faltaba, se debiese a la llegada tarde de mi mejor amiga al departamento.

Acomodándome en el borde del colchón, que rechinó por la variación en la distribución del peso, posé ambos pies, descalzos, sobre el piso, dándome otros minutos de adaptación con la mirada perdida en algún punto de la habitación.

¿Con qué había soñado? ¿Por qué me sentía así?

Repasando cada uno de los artículos del cuarto, me encontré a mi misma buscando algo que no sabía qué era, por lo que, frustrada, me levanté. Caminando sin prender la luz para poder ahorrar algunos centavos en la factura de electricidad a final de mes, salí por la puerta, introduciéndome por el pasillo del departamento.

En seco, una jaqueca me apaleó desde la parte trasera de la cabeza, distribuyéndose rápidamente hacia el frente. Apoyándome en una de las paredes, cerré los ojos en espera de que la punzada desapareciera. Pero ahí persistía, desmembrándome el cerebro.

Al entreabrir los párpados, me topé con la imagen que me devolvía el gran espejo al final del corredor. Por un instante, sólo un instante, no reconocí a la persona que estaba parada frente a él. A lo que, embobada con el reflejo, me acerqué a él lo suficiente como para poder admirarme con la única luz que se colaba por la puerta transparente del balcón en el living.

No tenía pantalones, sólo una remera larga que usaba de pijama. Por otro lado, el pelo lo tenía recogido en un rodete, enmarañado completamente, con algunos pelos rebeldes adornando el marco del exhausto rostro por el estrés de los exámenes.

¿Qué era lo que me estaba pasando? ¿Por qué me costaba tanto reconocerme en el espejo?

Una vez el dolor de cabeza se atenuó, me volteé en dirección a la cocina, en específico, hacia el refrigerador. Tenía hambre. Mucha hambre. Como si pudiese arrasarme con toda la alacena de una sola sentada, sin embargo, ni Rose ni yo habíamos hecho las compras esa semana, lo que limitaba las opciones a lo que sea que hubiese en la heladera.

Al abrirla, el panorama no fue para nada satisfactorio; un emparedado de procedencia y vencimiento desconocido, atún, un frasco de pepinillos y un batido adelgazante que mi compañera insistía en tomar, a pesar de que tener una de las mejores figuras de la universidad.

Fugitivos del finWhere stories live. Discover now