Capítulo 9

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En una cubeta, cuya agua ya se había oscurecido por tanta suciedad, sumergí el paño antes de volver a sacarlo para estrujarlo y frotarlo, otra vez, contra el suelo. Las rodillas me dolían por estar en la misma posición desde hacía horas, con un rodete desecho que no alcanzaba sujetar los mechones más rebeldes que me caían sobre las mejillas.

Llevaba puesto un delantal, lo que me hacía sentir incluso más intrusa en aquel lugar. Como si fuese una sirvienta. Sin embargo, Caleb decía que no nos podíamos quejar ya que nos daban refugio, comida y agua. Y zapatos, no menos importante.

Pararme se me hizo un poco difícil debido a que las piernas se me habían acostumbrado a estar arrodilladas, pero al cabo de un rato se terminaron de familiarizar. Caminé y me detuve frente al ventanal ubicado en la pared central del pasillo, era un vitral formado por pequeños cuadrados de vidrio de distintos colores que se unían por una estructura metálica en forma de cruz.

Desde allí se podía apreciar el jardín, de un color verde precioso, bien cuidado por las monjas, que todas las mañanas me despertaban a mí y a unas novicias a regar las plantas. Estaba recorrido por unos senderos de piedra que se enlazaban en una gran fuente, cuya estatua era una virgen no sé cuánto. La fuente tenía el fondo lleno de musgo y el agua, turbia, podría haber sido producto de desechos radiactivos.

Podía ver a algunas monjas recorrer los caminos, a paso extremadamente lento, sin cruzarse entre ellas y sin tampoco intercambiar palabras. Verlas siempre me producía la misma impresión; sospecha.

¿Cómo era posible que aquí dentro nadie se hubiese enterado de lo ocurrido en la ciudad? ¿Cómo se habían mantenido intactas frente a la invasión? No es que a los extraterrestres les importase mucho si se tratara de una institución religiosa.

Pero ahí estábamos, aislados y a salvo.

Una de las monjas, de piel arrugada y espalda encorvada, se frenó junto a la fuente de la virgen. Se enredó las manos sobre el regazo y analizó el jardín.

De repente, se volteó hacia la dirección en la que me encontraba mientras conservaba la misma mirada gélida. Tras haber sido descubierta husmeando y holgazaneando, me sobresalté y estampé el trapo sobre el cristal, fingiendo estar limpiando.

No volví a verla.

—Es hora de la plegaria diaria —me avisó Lindsay.

Dejé el retazo de tela y me sequé las manos en el delantal.

—¿Dónde?

—Sígueme —susurró con una sonrisa y comenzó a caminar.

Obediente, cogí el bastón, como viejo jubilado, y fui detrás de ella. Luego de atravesar el pasillo, empezó a sacudir una pequeña campana aguda que despertaba el interés de las religiosas, que a nuestras espaldas iban abriendo las puertas y nos seguían en la dichosa peregrinación en silencio, a paso relajado.

Cruzamos el comedor como una fila de pingüinos, ocasión que aproveché para buscar a Caleb con la mirada, pero no lo hallé. Caminamos sobre uno de los senderos del patio y pasamos, incluso, junto aquella mujer de la fuente, todavía inmóvil.

Finalmente, arribamos a un edificio apartado de la residencia, de techo triangular, ventanas circulares y una enorme cruz de madera en la puerta. Allí ya había algunas monjas, que mantenían la entrada abierta, por donde se podía admirar el interior.

El recinto tenía bancos distribuidos en filas, un altar de mantel blanco con algunas velas y una copa e imágenes de santos en todas las paredes.

Dentro, el olor a encierro era más notable. Me indicaron que me arrodillara, junto al resto, en unos almohadones rojos ubicados frente a las bancas; me coloqué junto a Lindsay, que no a pesar de no haber dicho nada desde nuestro último intercambio de palabras, aún me trasmitía algo de paz. Desde la primera fila, contábamos con una visión espectacular del altar.

El resto de las mujeres de la sala se acomodaron en la misma posición, con la mirada baja y las manos unidas sobre sus regazos. Entre tanto, una de ellas se acercó a las puertas y las cerró con un tablón que funcionaba como un bloqueo para que nadie las pudiese abrir del otro lado.

Fruncí el ceño y dirigí la mirada en la otra dirección, donde era otra la monja encargada de sellar la otra salida. Las preguntas afloraron, velozmente, dentro de mi propia cabeza.

¿A quién pretendían dejar afuera? O tal vez era... ¿A quién querían dejar dentro?

No había nadie más en aquella residencia. Nadie que pudiese interrumpir su momento sagrado de rezo.

Pero, ¿dónde estaba él?

Revolví el lugar con la mirada y lo busqué en cada vestimenta de color negro y en cada rincón del recinto, esperanzada de ver una, al menos, un semblante que me trasmitiese confianza. Sin embargo, Caleb no estaba allí.

—¿Dónde está Caleb? —inquirí. Lindsay se colocó un dedo sobre los labios—. Que he dicho que dónde está mi compañero.

—No se puede hablar durante los momentos de oración... —concluyó ella y volvió a cerrar los ojos. Se enfocó en una plegaria, silenciosa.

Me levanté y, ayudándome con el bastón, cojeé hacia la salida, en donde una de las monjas se interpuso en el camino. Al contemplarle, me percaté de que era la misma anciana de expresión terrorífica con la que había cruzado miradas a través de la ventana.

Me congelé.

—No se puede salir de la capilla durante los momentos de oración. —A pesar de que su cuerpo me había parecido frágil en un principio, ahora, frente a mí, su espalda se había enderezado y su semblante se había oscurecido aún más, dándole un aspecto hasta rudo.

—Quiero irme. No me siento bien.

Ni en las peores películas de terror sobre iglesias había visto una mirada más espeluznante.

—Usted no irá a ningún lado.

—Pruébeme.

—Nadie sale de la capilla durante los momentos de oración.

De golpe, unos brazos me sujetaron de las axilas y me tiraron atrás rápidamente. El bastón se me deslizó de entre los dedos y se derrumbó con un sonido seco que produjo un eco en la sala.

Tomada por sorpresa, quise gritar, pero, antes de que pudiera hacerlo, alguien me metió un bollo de tela en la boca abierta. A lo que intenté, también, patalear, pero a los instantes ya me habían forzado a arrodillarme sobre el mismo almohadón de antes, junto a la misma monja joven que no había salido de su trance. Confundida, me obligaron a estirar los brazos y apretándolos entre sí para mantener los codos juntos, aprovecharon para atarme las muñecas con una cuerda y poca cortesía.

—Piense en sus pecados, señorita. ¡Y arrepiéntase! Hágalo en silencio. Rece por usted, por nosotras y por este mundo. Rece por todos los mundos y para que el fin no llegue —sentenció la monja mayor, torciendo el cuello con una sonrisa cínica de dientes extrañamente afilados—. Recé con todas sus fuerzas, porque está demasiado cerca. Y sólo hay una forma de detenerlo.

Al reparar en mis quejidos, sus ojos adquirieron un brillo especial, justo antes de volver a oscurecerse.

—Él. 

Fugitivos del finWhere stories live. Discover now