Capítulo 32

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Había convencido a Rose de que usar un vestido era una exageración y que prefería reservarlo para la ceremonia del día siguiente; su casamiento. El cual todavía no había podido disolver, y en realidad, no sabía cómo.

¿Qué iba a decirle? ¿En qué momento? Apenas había tenido oportunidad de verla una o dos veces, entre la organización de la boda, las tareas que nos habían asignado (esta vez sí me habían puesto a trabajar), su prometido y el estrés general que estaba atravesando la residencia, se me había hecho imposible.

Me había puesto unos jeans, sueltos y gastados -no porque estuviera a la moda, sino porque era una prenda vieja- junto a una camisa celeste cielo con unos pequeños detalles en las mangas; unas minúsculas florcitas bordadas que le daban delicadeza.

Con los zapatos no había podido hacer mucho, sólo unas zapatillas más del montón. Tampoco que esperaba vestirme de gala, pero se sentía bien verme decente, quería que el último recuerdo que Caleb tuviera de mí no fuese como una vagabunda con la que había compartido un par de aventuras, sino una chica.

Una chica no tan extravagante, capaz sencillita, pero no asquerosamente desagradable.

Lo había citado en el rosedal que Rose me había presentado. No obstante, buscar Caleb para darle la invitación había sido el verdadero reto. Lo había hallado en una de las huertas, cosechando algunos de los cultivos, al parecer se llevaba bien con las plantas y eso lo había tranquilizado durante los últimos tiempos, más aún cuando, en el recinto, todos se habían vuelto histéricos.

Es verdad que el casamiento iba a ser una estrategia de distracción, sin embargo, la planificación del mismo tenía dado vuelta a más de uno y había levantado ciertas quejas recelosas (y silenciosas) acerca de la disponibilidad y reserva de alimentos como para lanzarse a hacer una fiesta, lo que creaba un ambiente de disconformidad en los residentes, razón por la cual los guardias estaban más hostiles que nunca.

Esperaba a Caleb sentada en el solitario banco, sin velas, ni manteles, ni platos exquisitos como Rose había fantaseado, sólo con una botella de vino en mano y un único farol que iluminaba el asiento rodeado de arbustos y flores. El rosedal era precioso, mas que también muy vacío, lo que lo volvía espeluznante a esas horas y con tan poca luz.

Lo vi llegar unos minutos más tarde de lo pactado, aunque, considerando lo difícil que era llevarle el rastro al tiempo sin acceso a un reloj personal, limitándose a los relojes comunitarios de las salas compartidas, no pensé en recriminárselo.

Hacía mucho que no conversábamos, pues no es que hubiésemos tenido oportunidades de hacerlo, por lo que, al verlo, me llené de pensamientos, de noticias que le quería comentar. Tenía tanto que contarle y tan poco tiempo para hacerlo.

Él no se había arreglado, seguía vestido con el uniforme militar, que dudaba con mucha convicción que lo hubiese lavado alguna una vez. Por un instante, me sentí tonta de dejar que Rose me hiciera una media cola en el cabello para lucir, según ella, los rasgos del rostro y poder seducirlo más eficazmente.

Recordé, entonces, que eso era una reunión de amigos. De compañeros. Una reunión de despedida para dos personas que se habían acompañado por un trecho, en nuestro caso, breve, de sus vidas y cuyos caminos partían en distintas direcciones.

Él se iba.

Yo me quedaba.

Él quería escapar.

Yo quería establecerme en algún otro lugar junto a Rose, aunque, para eso, debía largarme más tarde.

Pero nuestros tiempos no coincidían, y no forzaría para que lo hiciesen, debía afrontar mi decisión y regirme a ella.

Fugitivos del finWhere stories live. Discover now