Capítulo 22

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Partimos rumbo a la ciudad a media mañana, Mike insistía en que podíamos haberlo hecho más temprano y no se había dejado de quejar en el camino. Gracias a la distribución de lugares, Caleb, Joseph y Ellen habían ido en la caja de la camioneta, y Mike y yo en los asientos delanteros, él al volante, razón por la cual había tenido que soportar sus lamentos por alrededor de una hora, hasta que, afortunadamente, mi cerebro adquirió una técnica -muy útil-, que había aprendido y perfeccionado en el instituto, en donde aparentaba escucharlo, pero en realidad había dejado de hacerlo hacia rato y repetía, de forma mental pero muy consciente, todas las canciones que me acordase.

A pesar de que me había olvidado gran parte de las letras de los temas, hacia el mayor esfuerzo por mantenerme distraída en el viaje.

Unos kilómetros antes de llegar a la entrada de la ciudad, empezamos a divisar algunos autos abandonados, algunos estaban dados vuelta, otros simplemente estacionados y alguno que otro estrellado contra un poste u otro vehículo.

Ya cuando ingresamos al área urbana, el número de automóviles incrementó radicalmente, lo que dificultó varias veces que la camioneta pudiera atravesar espacios estrechos, obligándonos a detenernos y empujar los obstáculos para hacerle paso a Mike, quien no se bajó ni una sola vez a ayudar.

Regresar a la ciudad después de tanto tiempo se sentía extraño, más aún cuando estaba tan desierta, sucia y destruida... Era como si un huracán hubiera atravesado con todas sus fuerzas sobre ella.

El primer cadáver que vimos fue el de una mujer, estaba tumbada entre la vereda y la calle, apenas había distinguido su figura, le había gritado a Mike que se detuviera para que la socorriésemos. Él me había devuelto un semblante serio, disminuyendo la velocidad de la camioneta para que pudiera apreciarla de más cerca; tardé unos segundos en recaer que estaba muerta.

Tuve náuseas.

Los demás cuerpos siguieron apareciendo en nuestro camino, distribuidos indistintamente, sin cuidado, como si no tuvieran importancia, como si no valieran nada. Me horroricé con los primeros, pero después terminé por acostumbrarme a no pedirle a Mike que frenara cada vez que veía uno para comprobar si seguían vivos. Porque la respuesta siempre era negativa.

De los negocios, la mayoría estaban o bien con sus vidrieras arruinadas, o con sus persianas cerradas, generalmente decoradas con diversos grafitis que anunciaban mensajes. Algunos eran más tristes que otros, otros, en cambio, inspiraban miedo. Algunos buscaban personas, reclamaban justicia por sus desaparecidos y otros amenazaban de muerte, prohibiendo acercarse o enunciando el fin del mundo.

Como si no nos hubiéramos dado cuenta ya de que eso era el fin.

O al menos eso había asumido.

Eran pocos los alumbrados públicos, carteles y estatuas que seguían en pie, otros eran casi irreconocibles debajo de las capas de vandalismo. La basura estaba desparramada por todos lados, entre los cadáveres, enfrente de los edificios de vidrios rotos, en las plazas repletas de cuerpos, en las fuentes con agua turbia y contaminada y en medio de la autopista interferida por todos los autos destruidos.

Donde sea que se mirase, sólo se podía apreciar ruinas. Ruinas de la ciudad que antes había sido. Ciudad en la que yo había vivido.

Lo más impactante era encontrarme frente a esos lugares que había conocido antes de la masiva destrucción, aquel restaurante al que solía ir con Rose a almorzar, o aquella biblioteca que tenía los libros que necesitaba para estudiar, o hasta esa panadería que hacía unas galletas deliciosas.

Era una ciudad fantasma, muerta.

Mike finalmente estacionó en donde, según él, parecía más seguro de que no nos atracasen. Estábamos a unas cuadras de la zona céntrica. Nos bajamos de la camioneta con sigilo, en silencio, como si hubiera alguien en esa metrópoli abandonada y vacía que pudiera reparar en nosotros.

Fugitivos del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora