Capítulo 27

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Había olvidado la sensación tan agradable del agua caliente de una buena ducha luego de un día largo, o, más específico, de unas semanas que se me habían hecho eternas.

Con el primer chorro, un mar de suciedad había embarrado los azulejos del pequeño rectángulo de ducha, separado de otras por medio de paredes demasiado bajas para cubrir la total desnudez, pero lo suficientemente altas como para que no me sintiera tan intimidada.

Los sanitarios estaban vacíos, Rose me había explicado que la mayoría de las personas estaban ocupadas con sus respectivas tareas en ese horario, por lo cual era perfecto para que aprovechase y me diera mi primer baño en semanas. No es que me hubiese obligado, pues yo misma quería sacarme la mugre de encima, pero su motivación eufórica indicaba que no pretendía abrazarme de nuevo a menos que me sacara de encima el cúmulo de hedor y tierra.

Me había lavado el pelo con algo de crema que ella me había confiado, prometiéndole que sería medida con la porción, y tal como se lo había jurado, me había cuidado de no sobrepasarme con el menjunje de olor a coco y me había aplicado sólo lo indispensable. Cualquiera fuese su función, me había dejado el cabello con un aroma delicioso, y aunque no me lo hubiese dejado sedoso, siendo que no lo lavaba hacía tiempo, se sintió mucho mejor.

Con el jabón no tuve la misma prudencia de racionamiento, la barra, que me había entregado completamente nueva, había quedado desecha y se había reducido el triple del tamaño original una vez terminada la ducha. Sin embargo, no iba a disculparme por ello.

Al salir del agua, me envolví con una toalla seca y caminé descalza hasta un banco de madera podrida por el vapor de agua de tantas duchas. Allí descansaban las prendas que Rose me había prestado, jurándole que no volvería a ponerme las viejas. Aunque en otras instancias me hubiera incomodado usar ropa interior de otra persona, me la coloqué de todas formas, tratando de mentalizarme de que sólo le habían pertenecido a Rose, después, le siguió el resto; un pantalón de gabardina color caqui, un sujetador y una blusa blanca sencilla que me quedaba bailando.

Por último, me calcé con unas botas, sorprendida de que mi mejor amiga todavía recordase el talle, y salí de la sección de las duchas para dirigirme a los lavabos. Frente al extenso espejo, observé la imagen que me devolvía mi propio reflejo.

Los huesos de mis pómulos estaban más prominentes que nunca, había perdido peso, tenía, además, grandes ojeras, labios resecos, cejas gruesas de tanto descuido y algunas marcas de heridas pasadas que todavía no terminaban de curarse.

Estaba desgastada como una muñeca de trapo.

Tras haberme cruzado la toalla doblada por los hombros para que el cabello húmedo no terminase por empaparme la remera y me diera un resfriado, me largué lo antes posible, aterrada por mi aspecto tan cambiado.

En el pasillo me encontré con algunos residentes, algunos iban solos o en grupos de dos o tres personas, generalmente en dirección contraria, encaminándose al otro pabellón del hospital.

El edificio consistía en dos construcciones unidas entre sí, separadas por un vasto jardín que se había colmado de tiendas, carpas y gente trabajando. A decir verdad, habían logrado adaptar el hospital en una residencia con bastante eficacia, habían hecho uso de las instalaciones previas como el comedor, los baños, las salas de espera y las habitaciones para que todo se acomodase para recibir una gran cantidad de personas distribuidas en las tres plantas de ambas estructuras.

Rose había soportado muchas preguntas, pero me había asegurado que me explicaría todo más tarde, excusándose que llegaría a destiempo a su turno de trabajo en la sección de enfermería. Había dicho que recibía muchos pacientes luego de las excursiones o búsquedas, y que se necesitaba personal, y que, si estaba de acuerdo, me podría enseñar lo básico para que la ayudase a partir de la semana entrante.

Fugitivos del finWhere stories live. Discover now