Capítulo 7

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Soñé con que Rose llegaba al departamento un poco más tarde de lo habitual, pero yo ya la esperaba despierta. Tenía preparadas dos tazas con café y las tomábamos junto al balcón entre risotadas e historias sobre su noche; me contaba acerca de su último enamoramiento y borrachera, y yo le narraba lo que había pasado en la serie que estaba viendo.

Éramos felices, estábamos a salvo. Y la mejor parte era que estábamos juntas.

—Millie, ¿te sientes bien? —Fuera del maravilloso sueño, la voz de Caleb me trajo a la calurosa y borrosa realidad. Con la cabeza tendida sobre su hombro, me relamí los labios resecos y emití un ruido en forma de contestación—. Resiste un poco más.

La cabeza me daba vueltas, más fuerte que aquella vez que me había subido a una montaña rusa y había terminado vomitando. Me sentía destrozada, como si cada célula de mi cuerpo estuviese haciendo huelga laboral. El pelo se me pegoteaba en la frente como un remolino y la remera se me adhería a la espalda completamente sudada. Mi temperatura corporal había pegado un salto.

No sentía el pie, lo había dejado de sentir hacía horas, y ni siquiera había reunido las fuerzas para decírselo a Caleb, quien no se había detenido ni un segundo a tomar aire a pesar de lo pesada que debía estar y lo cansador que resultaba cargarme.

Por eso prefería volver a mis sueños, donde aún todo transcurría con normalidad, sin ningún problema ni alíen del que escapar, escuchando las aventuras de mi compañera de cuarto. Mi mejor amiga, ¿dónde estaba? ¿Estaría bien? ¿O habría tenido el mismo final que la mayoría de los cadáveres dispersos en la calle principal?

¿La volvería a ver? ¿O ese sueño sería la última oportunidad de compartir algo con ella, una taza de café, incluso cuando sólo acontecía en mi imaginación? Deseé atarme a ese momento, ficticio, pero, al fin y al cabo, un momento.

Salí de allí forzosamente cuando mi cuerpo entró en contacto con una superficie fría, a lo que, entreabriendo los ojos, pude observar una carretera vacía a lo lejos. La misma carretera que había sido nuestro plan de salvación pero que, contra nuestras predicciones, no era cruzada ni por un alma. Es decir, no había nadie que nos pudiese rescatar.

Estaba apoyada contra una pared rocosa con las piernas estiradas. No había rastro de Caleb. Tal vez ya se había cansado de llevarme como a un bebé y me había dejado.

¿Valía la pena hacer algo? Si mi campo de visión no hubiese estado tan borroso o si las extremidades no me hubiesen pesado tanto, tal vez, podría haber hecho.

Caleb apareció de nuevo, esta vez cargando una gran roca en sus manos. Se frenó para comprobar mi estado y me puso la palma en la frente.

—Debemos apresurarnos.

Lo seguí con la mirada hasta una puerta de vidrio a unos tres metros; de vidrio, sí, mi mayor enemigo a partir de ahora, si es que salía con vida. El causante de mis problemas, un vidrio. Se posicionó y dispuso a levantar la piedra por encima de su hombro para ganar impulso en lo que parecía ser un futuro lanzamiento de fútbol americano.

Sin embargo, no fue necesario, porque la puerta se abrió segundos antes de que él golpease el cristal, y una monja de ropa negra y expresión odiosa lo inspeccionó con desagrado.

Caleb arrojó la piedra y se escondió las manos en la espalda.

—Fue ella.

Que coartada más creíble. Culpar a la enferma sin movilidad ni habla.

Al fin, la anciana recayó en mi presencia y se acercó con cautela.

—¿Qué tiene? —inquirió mientras imitaba la misma acción que había hecho Caleb minutos atrás.

—Una infección. Muy grave. Necesitamos tratarla urgente. ¿Tienen medicina? —La mujer mostró un semblante de compasión y se volvió a él con una mueca de enojo, muy probable porque había estado a poco de romperle la puerta.

—Levántala. La llevaremos adentro.

Caleb no ocultó su alegría y se me acercó con una sonrisa que no le pude devolver. Me hubiese gustado hacerlo, mamá decía que tenía unos dientes bonitos y por muchos años había considerado mi sonrisa como mi mejor atributo.

Me sujetó como a un monito, ayudándome a pasar mis flácidos brazos por su cuello, y me alzó por la cintura. Me envolví como un koala y descansé nuevamente en su hombro.

Distinguí un olor a sudor (podría ser mío) y un quejido de su parte por tener que hacer más fuerza, pero nada más que eso. Caminando conmigo en brazos, nos introdujimos dentro de lo que parecía ser un convento que olía a madera vieja y sahumerios que intentaban ocultarlo.

No recordaba la última vez que había ido a la iglesia, pero me arrepentí de no ponerme al día con el confesionario. Habría sentido más calma entonces.

Cerré los ojos, quería volver al mundo de los recuerdos. Me dejé hundir en su hombro y, finalmente, caí rendida en un sueño mucho más agradable que la realidad.   

Fugitivos del finWhere stories live. Discover now