Capítulo 41

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Cuando nos dirigimos hacia otro de los compartimientos de la nave, lo hicimos lado a lado, nadie me había esposado o amenazado con un arma, Cy continuaba sonriéndome y hablándome como si nos conociésemos de toda la vida y nadie me había olisqueado el cabello más de la cuenta. Sin embargo, me sentía más presa que aquella vez que Joseph y Mike me habían sacado del bosque a la fuerza.

Y eso que ellos eran humanos.

Podía estar caminando a su lado, pero, implícitamente, estaba más que claro mi condición. No era una invitada, era una prisionera.

Llegamos a una sala distinta, cuya puerta automática se abrió una vez su líder hubiese tecleado algo en un proyector en el aire, permitiéndonos entrar a una habitación cerrada y fría, la cual, además de contener una docena de criaturas, tenía instalada, en el medio, una máquina.

Era una especie de aro metálico grueso, soldado a una base cuadrada pegada al piso que le daba altura al artefacto, junto a ella, además, había un tablero de control con infinitos botones e interruptores de variados colores con una pantalla verde, algo así como una tableta electrónica, en el centro, aparentemente apagada.

—¿Es esa...?

—¿La máquina? —inquirió el hombre, completando la frase. Asentí sin mucha convicción—. Sí, lo es.

No se veía muy avanzada. O funcional en sí. Parecía abandonada, como si nadie la hubiese usado en un buen tiempo, a juzgar por la capa de polvillo sobre los interruptores en el panel.

Indecisa, seguí avanzando, no por que quisiera, sino, en realidad, porque la criatura que iba a mis espaldas se pegaba cada vez más y podía sentir su pesada respiración. Hasta que, de repente, la puerta se volvió a abrir, y antes de que pudiese girarme, Cy soltó una carcajada.

Alguien le devolvió un gruñido. No, alguien no; él.

Él le devolvió un gruñido.

Rotando sobre mis talones, me choqué contra el pecho de huesos protuberantes y deformes del extraterrestre, retrocediendo con las manos en alto, asqueada por la mucosa que ahora se repartía entre mis dedos y estómago.

Allí, con las muñecas en la espalda, la sangre tiñéndole el uniforme en la parte del hombro y un nuevo hematoma en la boca, Caleb me observó, expandiendo los ojos.

—Millie —susurró al mismo tiempo que lo empujaban hacia adelante, forzándolo a internarse en la sala—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Te dije que no te metieras en problemas! Pero que...

—¡Silencio! —sentenció con voz grave el líder, señalándolo con un dedo acusador. Caleb frunció el ceño—. ¡Tú! Escoria, eres la causa de la perdición de nuestra especie y...

—¿Te conozco? —preguntó él, entornando los ojos y volviendo, rápidamente, sobre mí—. ¿Estás bien? ¿Te hicieron daño?

Las palabras quisieron salir, pero algo en mi fuerza de voluntad lo evitó, suprimiendo cualquier sentimiento de compasión.

Atraídos por el sonido de un desmesurado aullido, ambos nos volteamos a donde quedaban sólo rastros del hombre que Cy había sido; ahora, la bata yacía en el suelo, y la criatura, igual de horrible, se volvía a retorcer, contrayéndose para mutar a su forma original nuevamente.

Las capas de la piel se le oscurecieron, haciéndose cada vez más gruesas y brillosas. Su estatura evolucionó de forma radical, convirtiéndose en un cuerpo alargado, delgado y terriblemente desproporcional, con las rodillas y los hombros aumentando de tamaño para adaptarse al nuevo peso de sus, exageradamente prolongados, brazos y piernas.

Fugitivos del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora