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Por supuesto, nos costó todo el día llegar a la ciudad.

Siendo honestos, podríamos haber buscado la estación de trenes y tomado uno, pero pensé que sería mejor que guardáramos para la comida el poco dinero que nos quedaba. En el trayecto, caminamos un rato con un chico que cargaba a la espalda un cesto grande que había llenado de cebollas para vender; él nos indicó donde hallar los vagones que recogían verduras para los mercados de la capital.

Luego nos perdimos en el grueso del tráfico. La gente iba y venía. Las carreteras y los caminos estaban atestados de gente. Al final conseguimos transporte con un hombre, que iba en un carro tirado por un caballo lento. Llevaba judías y frijoles a Santo Domingo.

Le dijo a Charly que le recordaba a su hijo —Charly tenía ese tipo de cara—, por lo tanto, dejé que viajaran juntos en el frente y yo me senté en la parte trasera del carro, entre las judías.

Tenía una mejilla contra una caja y los ojos fijos en la carretera, que se elevaba y de nuevo nos mostraba Bogotá, cada vez un poco más cerca. Podría haber dormido, pero era incapaz de no mirar el entorno. Estaba ansiosa por llegar a mi ciudad.

Vi que las calzadas empezaban a estar más concurridas y que los arbustos campestres comenzaban a dar paso a caminos de tierra y muros; vi cómo las hojas se transformaban en ladrillos, y las hierbas en suciedad y polvo.

En un momento el carro se aproximó a la fachada de una casa empapelada por cinco centímetros de Carteles publicitarios, alargué la mano y arranqué un pedazo de letrero; lo sujeté un momento y luego dejé que se fuera volando.

Contenía un dibujo de una mano empuñando una pistola. Me manchó de hollín los dedos.

Supe así que estaba en casa.

Continuamos a pie desde Santo Domingo. Aquella zona de Bogotá me era desconocida, pero descubrí que mi brújula interna funcionaba perfecto. Sabía perfectamente las calles que debíamos tomar, del mismo modo que en el campo había sabido qué carretera tomar en una bifurcación.

Charly caminaba a mi lado, parpadeando, y a veces me agarraba de la manga; al final le cogí de la mano para ayudarle a cruzar una calle, y él no separó sus dedos de los míos.

Nos vi a los dos reflejados en el cristal de un gran escaparate; yo con mi sombrero y mi vestido de flores, él con su chaquetón tosco, que le iba grande para su talla.

Parecíamos dos niños de cuento perdidos en el bosque.

Llegamos a Alcanzares y desde allí tuvimos la primera visión del río; y yo tuve que parar.

—Espera, Charly —dije, poniéndome una mano en el corazón y dándole la espalda. No quería que me viese tan emocionada.

Una vez controlada la intensidad de mis sentimientos, empecé a pensar...

—. No deberíamos cruzar el río todavía —dije, mientras andábamos.

Estaba pensando en las personas con quienes nos podríamos topar.

¿Y si tropezábamos con Marquez? ¿O si él tropezaba con nosotros? No creo que él mismo me pusiera la mano encima, pero quince mil monedas es un montón de dinero, y yo sabía que él era capaz de contratar a matones para que le hicieran el trabajo sucio.

Hasta entonces no había pensado en esto. Sólo había pensado en llegar a Bogotá.

Empecé a mirar a mi alrededor de un modo distinto. Charly me vio hacerlo.

—¿Qué pasa, señorita?

—Nada —contesté—. Sólo que tengo miedo de que aún pueda haber hombres enviados por el doctor Sanchez. Tomemos este atajo.

Falsa IdentidadWhere stories live. Discover now