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La espera paracia eterna. Sus pasos resonaban en los pasilllos. Y aun así, los médicos aun no llegaban. 

En ese momento pensé que después de todo, defendería mucho mejor mi caso si me quedaba en mi sitio y hablaba serenamente con el doctor Sanchez; en lugar de correr hacia él con un par de botas de caucho, como una lunatica.

Me acerqué a mi cama y apoyé en ella la rodilla para que la pierna no me temblara; me palpé el cabello, con intención de peinarlo, olvidando que, de momento, lo tenía cosido a la cabeza. La enfermera morena salió corriendo. Las demás permanecimos en silencio, aguzando el oído para captar las pisadas de los médicos. Berger agitó el dedo en mi dirección.

—Cuidado con esa sucia lengua de ramera —dijo.

Aguardamos unos diez minutos, hubo un bullicio en el pasillo y el doctor Sanchez y el doctor Cheznov entraron muy deprisa en la habitación, con las cabezas inclinadas sobre la libreta del doctor Cheznov.

—Buenos días, queridas —dijo el doctor Sanchez, alzando la vista. Fue primero a donde estaba Pepa—. ¿Cómo estás, Pepa? Buena chica. Quieres tu medicina, por supuesto.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó un terrón de azúcar. Ella lo cogió e hizo una reverencia.

—Buena chica —repitió él, y pasó de largo—. Señora Laprida. Las enfermeras me dicen que ha estado llorando. Eso no es bueno. ¿Qué dirá su marido? ¿Le agradará pensar que está triste, eh? ¿Y todos sus hijos? ¿Qué van a pensar?

Ella respondió con un susurro:

—No lo sé, señor.

—¿Eh?

Él le cogió de la muñeca, sin dejar de cuchichear al doctor Cheznov, que finalmente apuntó algo en su libreta. Los dos se encaminaron hacia la anciana pálida.

—Señorita Zapata, ¿qué quejas tiene que comunicarnos hoy? —preguntó el doctor Sanchez.

—Sólo las de costumbre —contestó ella.

—Bueno, las hemos oído muchas veces. No necesita repetirlas.

—La falta de aire puro —dijo ella, rápidamente.

—Sí, sí.

Miró la libreta del doctor Cheznov.

—Y de comida sana.

—Le parecerá sana de sobra, señorita Zapata, si se decide a probarla.

—El agua helada.

—Un tónico para nervios deshechos. Ya lo sabe usted, señorita Zapata.

Ella movió los labios y se balanceó sobre los pies. De repente gritó:

—¡Ladrones!

Di un brinco al oírlo. El doctor Sanchez levantó la mirada hacia ella.

—Ya basta —dijo—. Recuerde su lengua. ¿Qué tiene en ella?

—¡Ladrones! ¡Demonios!

—¡Su lengua, señorita Zapata! ¿Qué le hemos puesto ahí dentro, eh?

Ella movió los labios y dijo al cabo de un minuto:

—Un freno.

—Eso es. Un freno. Muy bien. Apriételo. Enfermera Berger... —Se volvió, le indicó que se acercara y habló en voz baja con ella. La señorita Zapata se llevó las manos a la boca, como si palpara una cadena, y, una vez más, posó en mí la mirada, removió los dedos y pareció avergonzada.

Falsa IdentidadWhere stories live. Discover now