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En lo sucesivo, Dani viene todas las mañanas a lavarme, a vestirme, a traerme la comida y a retirar mi plato intacto; pero, como en los últimos días en Santa Ana, nunca me mira a los ojos. El cuarto es pequeño. Se sienta a mi lado, pero rara vez hablamos. Ella cose. Yo juego a las cartas: el dos de corazones, con la marca que le hizo mi tacón, es rugoso al tacto de mis dedos desnudos. Rodrigo pasa todo el día fuera de la habitación. Por la noche maldice. Maldice las sucias alamedas campestres que le ensucian las botas. Maldice mi silencio, mi extrañeza. Maldice la espera.

Por encima de todo, maldice la butaca angulosa.

—Mírame el hombro —dice—. ¿Lo ves? Se me está desencajando, ya casi se me ha salido. Dentro de una semana estaré deforme. Y no hablemos de arrugas. —Se alisa los pantalones, furioso—. A fin de cuentas, debería haber traído a Charly. A este paso, cuando llegue a Bogotá voy a ser el hazmerreír en la calle.

Bogotá, pienso. La palabra no me dice nada.

Sale a caballo, algún que otro día, en busca de noticias de mi tío. Fuma tanto que la mancha de su índice chamuscado se extiende al dedo contiguo. De vez en cuando me deja tomar una dosis de mi pócima; pero el frasco sigue en su poder.

—Muy bien —dice, mirando cómo bebo—. Ya no falta mucho. Caray, ¡qué delgada y pálida estás!

Y Dani, cada hora que pasa, se vuelve más fina y lustrosa.

—Mañana ponle tu mejor vestido —dice Rodrigo.

Así lo hago. Haré cualquier cosa ahora para poner fin a nuestra larga espera. Fingiré miedo, nerviosismo, llanto, mientras él se inclina para acariciarme o regañarme. Finjo sin mirar a Dani, o bien mirándola de reojo, desesperadamente, para ver si se sonroja o parece avergonzada. Nunca lo está. Sus manos, que recuerdo resbalando sobre mí, presionando, girando, abriéndome; sus manos, cuando me tocan ahora, son totalmente inánimes y blancas. Su cara es hermética. No hace más que esperar, como nosotros, la llegada de los médicos.

Esperamos... no sé cuánto tiempo. Dos o tres semanas. Por fin, «Vienen mañana», me dice una noche Rodrigo; y a la mañana siguiente:

—Vienen hoy. ¿Te acuerdas?

He despertado de unos sueños horribles.

—No puedo verles —digo—. Mándales de vuelta. Que vengan otro día.

—No seas caprichosa, Maria Jose.

Él se está vistiendo, se cierra el cuello, se anuda la corbata. Su abrigo está bien doblado sobre la cama.

—¡No quiero verles! —digo.

—Les verás —responde—, porque al verles se acabará este asunto. Aborreces este sitio. Es el momento de irse.

—Estoy nerviosísima.

El no responde. Se gira, para peinarse. Me agacho y cojo su abrigo, encuentro el bolsillo, el frasco de gotas, pero él me ve, se precipita hacia mí y me lo arrebata de la mano.

—Oh, no —dice—. ¡No voy a permitir que estés medio drogada, ni arriesgarme a que te propases en la dosis y lo estropees todo! Oh, no. Tienes que estar perfectamente despejada.

Se guarda el frasco en el bolsillo. Hago otro intento de cogerlo, y él me esquiva.

—Dámelo —digo—. Dámelo. Rodrigo. Sólo una gota, te lo juro.

Los labios se me saltan mientras pronuncio estas palabras. Él mueve la cabeza, cepilla la tela del abrigo para borrar la huella de mis dedos.

—Todavía no —dice—. Pórtate bien. Gánatelo.

Falsa IdentidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora