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Creo que Marquez vino unas tres semanas después de mi llegada. Sólo fueron dos semanas, pero como las horas en Santa Ana pasaban tan despacio, y los días —que eran todos iguales— discurrían tan parecidos, silenciosos y largos, podría haber sido el doble de ese tiempo.

De todos modos, fue un plazo suficiente para que yo descubriera todas las costumbres singulares de la casa; suficiente para acostumbrarme a los otros sirvientes, y para que ellos se habituaran a mí. Durante algún tiempo, no sabía por qué no me hacían caso. Bajaba a la cocina y decía «¿Qué tal?» a quienquiera que encontrara. «¿Cómo estás, Sofia? ¿Todo bien, Carlos?» (Era el afilador de cuchillos.) «¿Cómo está usted, señora Paniagua?» (La cocinera: era su verdadero nombre, no era una broma y nadie se reía de su apellido.) Y Carlos me miraba como si tuviera miedo de hablar conmigo, y la señora Paniagua me respondía, de un modo de lo más desagradable: «Oh, estoy estupendamente, por supuesto, gracias.» Supuse que les daría rabia mi presencia allí, porque en aquel lugar tranquilo y remoto yo les recordaba todas las cosas bonitas de Bogota que nunca verían. Pero un día la señora Nieto me llevó aparte. Dijo:

—¿No le importará, señorita Rodriguez, que le diga algo? No sé cómo gobernarían la casa en su último empleo... —Siempre empezaba con esta frase, así como con todo lo que me decía—.

No sé cómo haría las cosas en Bogota, pero aquí en Santa Ana nos gusta tener presentes las normas de la casa...

Resultó que la señora Paniagua se había sentido insultada porque les daba los buenos días antes que a ella a su ayudante de cocina y al afilador, y que Carlos creía que quería molestarle dándole los buenos días. Era la nimiedad más tonta del mundo, para morirse de risa, pero para ellos era algo sagrado; y supongo que sería sagrado para su mundo. Si lo único que uno tiene por delante son cuarenta años transportando bandejas y haciendo masa de pan.

Total, que comprendí que si quería ganármelos tendría que andar con pies de plomo. A Carlos le di un trozo de chocolate que me había traído del barrio y no había comido, a Sofia le regalé un pedazo de jabón perfumado y a Paniagua le di un par de aquellas medias negras que Marquez le había encargado a Pablo que comprara en el almacén de mercancías robadas.

Dije que esperaba que no me guardasen rencor. A partir de entonces, si me encontraba con Carlos por la mañana en la escalera, miraba a otra parte. En adelante, fueron mucho más simpáticos conmigo.

Así es una criada. Una criada dice: «Todo para el amo», y quiere decir: «Todo para mí.» Son estas dos caras lo que no soporto. En Santa Ana, todo eran artimañas de un tipo u otro; siempre estaban con pequeños chanchullos que a un ladrón de verdad le habrían sacado los colores, como por ejemplo, mezclar la grasa de la salsa del patron con aserrín, para luego vender los restos de la grasa Buena, a hurtadillas, al hijo del carnicero, como hacía Paniagua.

O arrancar los botones de perlas de las camisas de Maria Jose y esconderlos, diciendo que se habían perdido, que era lo que hacía Sofia.

Yo había descubierto todo el pastel tras unos días de vigilancia. Al fin y al cabo, yo podría haber sido hija de la señora Caceres.

Respecto al señor Ferro, tenía una marca rosada en un lado de la nariz; en el barrio lo habríamos llamado una peca de borrachín. ¿Y cómo creen que le había salido, en un sitio como aquél? Tenía la llave de la bodega de la casa, atada con una cadena.

¡Nunca habrán visto un brillo como el de aquella llave! Y cuando habíamos terminado de comer en la ante cocina de Nieto, montaba el número de cargar la bandeja...; yo le había visto, cuando él creía que nadie le veía, verter la cerveza que quedaba en los vasos en una copa grande y después tomarla de un trago.

Falsa IdentidadWhere stories live. Discover now