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Creo que conozco perfectamente el comienzo. Es el primero de mis errores. Imagino una mesa, resbaladiza de sangre. La sangre es de mi madre.
Imagino sangre abundante. Un raudal que creo, fluye como tinta. Como un rio.

Creo que las mujeres han puesto cuencos y tazones de loza para que no se manchen las tablas del suelo, y entre medio del silencio y los gritos de mi madre, los cuencos se van llenando —drip, drop, dripy drop— las gotas que bien podrían ser campanadas de relojes.
Tic, Tac.

Más allá de estos repiques se oyen gritos más débiles: los de los lunáticos, los gritos y regaños de las enfermeras. Porque esto es un manicomio. Mi madre está loca. La mesa tiene correas encima para impedir que ella se tire al suelo; otra cuerda le separa las mandíbulas, para que no se muerda la lengua; otra le mantiene las piernas abiertas, para que yo pueda emerger entre ellas.

Cuando nazco, no quitan las correas: ¡las mujeres temen que mi madre me parta en dos! Me colocan encima de su pecho y mi boca encuentra su pezón. Succiono, y la casa guarda silencio alrededor. Sólo se oye aún la sangre que gotea —drip, drop—, el latido que cuenta los primeros minutos de mi vida, los últimos de la de ella. Porque el reloj avanza lentamente. El pechó de mi madre sube, baja, vuelve a subir y luego se hunde para siempre.

Lo noto, y succiono más fuerte. Las mujeres me arrancan de su pecho. Y cuando lloro, me pegan. Paso mis primeros diez años como hija de las enfermeras del centro. Creo que me quieren. Por los pabellones deambula un gato atigrado, y creo que ellas me consideran igual que a ese gato, una mascota a la que vestir con cintas. Llevo un vestido de color gris cortado como el de ellas, un delantal y un gorro; me dan un cinturón con un manojo de llaves en miniatura y me llaman «enfermerita».

Duermo por turnos con cada una de ellas, mis madres. Y las sigo en sus rondas por los pabellones del manicomio. Es un edificio grande —supongo que a mí me parece aún más grande— y está dividido en dos: un lado para las locas y otro para los locos. Veo sólo a las mujeres. No les pongo reparos. Algunas me dan besos, abrazos y me acarician, como hacen las enfermeras. Otras me tocan el pelo y lloran. Les recuerdo a sus hijas.

Hay algunas problemáticas, y en este caso mis queridas enfermeras me animan a colocarme delante de ellas y a pegarles con una vara de madera ajustada a mi mano, hasta que se ríen y dicen que nunca han visto nada tan gracioso.

De este modo aprendo los rudimentos del orden y la disciplina, y de paso asimilo las actitudes de la demencia. Más adelante me será de utilidad.

Cuando tengo uso de razón me entregan una alianza de oro, y me dicen que pertenecía a mi padre, el retrato de una mujer que me aseguran que es mi madre, y de esta forma comprendo que soy huérfana; pero, como nunca he conocido el amor de unos padres —o, mejor dicho, como he conocido los favores de una veintena de madres—, la noticia no me impresiona demasiado. Creo que las enfermeras me visten y me alimentan por ser yo misma. Soy una niña fea de cara, pero en ese mundo sin niños paso una belleza. Tengo una dulce voz cantarina y un don para las letras.

Supongo que acabaré mis días como enfermera y que haré rabiar alegremente a las dementes hasta que me muera. Eso creiamos, por lo menos mis queridas enfermeras y yo, cuando tenia nueve y diez años.

Cumplidos los once, un día la jefa de las enfermeras me convoca a la oficina de los directores. Me figuro que quiere hacerme un regalo. Estoy equivocada.

Me recibe de una forma extraña, y no me mira a los ojos. A su lado hay una persona —un caballero, dice ella—, pero entonces la palabra no significa nada para mí. Significará más, en su momento. «Acércate», dice ella. El caballero me observa. Viste un traje negro y lleva un par de guantes negros de seda. Tiene un bastón con un puño de marfil sobre el cual se recuesta para examinarme mejor. Su pelo negro empieza a blanquear, sus mejillas son cadavéricas, un par de gafas coloreadas ocultan a medias sus ojos. Una niña normal tendría miedo de mirarle, pero yo no soy para nada una niña normal y no me asusta nadie. Avanzo y me planto ante él. El separa los labios y se los relame. Tiene la punta de la lengua oscura.

Falsa IdentidadWhere stories live. Discover now