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Creo que todo empezó de verdad una noche de invierno, pocas dias después de las celebraciones de la independecia de Colombia.

Una noche oscura, una noche de perros, llena de una niebla que era más o menos lluvia, y una lluvia que era más o menos nieve. Las noches oscuras son buenas para ladrones y rufianes; las noches oscuras de invierno son las mejores de todas, porque la gente normal se queda en su casa, y todos los ricachones se quedan en el campo, y las grandes mansiones de la ciudad permanecen cerradas y vacías y suplicando que las desvalijen.

Conseguíamos cantidad de material en noches semejantes, y las ganancias de Garcia eran más bacanas que nunca. El frío hace que los ladrones cierren un trato enseguida.

No pasábamos demasiado frío en Carrera 7, pues además del fuego común de la cocina, teníamos el brasero de cerrajero de Garcia: siempre mantenía una llama encendida debajo de los carbones, nunca se sabía qué podría surgir que requiriese un retoque o un fundido. Aquella noche había tres o cuatro chicos ocupados en extraer el oro de unas mancuernas.

Además estaban la señora Caceres en su silla grande, a su lado un par de bebés en su cuna y un chico y una chica que se alojaban en casa: Juan Muñoz y Mariana Camacho.

Juan era un chico delgado, moreno y espigado de unos quince años. Siempre estaba comiendo. Creo que tenía algun mal. Esa noche estaba partiendo cacahuetes y tiraba las cáscaras en el suelo. La señora Caceres vio lo que hacía.

—Cuida tus modales —dijo—. Estás ensuciándolo todo, y Dani tendrá que limpiarlo.

—Pobre Dani —dijo Juan—. Se me parte el corazón. 

Nunca me quiso. Creo que me tenía celos. Había llegado de bebé a nuestra casa, igual que yo; y al igual que yo, su madre había muerto y le había dejado huérfano. Pero tenía un aspecto tan extraño que nadie se lo quitaba de las manos a la señora Caceres.

Ella le había cuidado hasta que tuvo cuatro o cinco años, y después lo mandó a la parroquia; pero incluso entonces fue dificilísimo librarse de él, porque siempre volvía del hospicio: nos pasábamos el día abriendo la puerta de la tienda y encontrándole dormido en el escalón. Al final le había aceptado un capitán de barco y Juan navegó hasta China; después de eso, cuando volvió al barrio trajo dinero, para alardear. Le duró un mes. Ahora estaba a mano en Carrera 7 para hacerle trabajos a Garcia; aparte de esto, hacía por su cuenta apaños con la ayuda de Mariana.

Mariana era una chica grande y morena de veinte años y, en general, bastante simplona. Pero tenía unas manos blancas preciosas, y cosía como los ángeles. Juan la tenía ocupada en aquel momento cosiendo pieles sobre prendas robadas, para que parecieran de una más finas de lo que en realidad eran.

Juan había hecho un trato con un ladrón de animales. Este hombre tenía un par de perras; cuando estaban en celo se paseaba con ellas, tentando a los perros para que se alejasen de sus amos, y luego les cobraba un rescate de diez libras si querían que se los devolviera. Como mejor funcionaba era con perros de caza y con perros de dueñas sentimentales; algunos amos, sin embargo, no pagaban —podías cortarle el rabo a su perro y enviárselo por correo, pero no soltaban ni un penique, tan desalmados eran—; el tipo estrangulaba a los perros con los que se quedaba y se los vendía a Juan a un precio de saldo. No sé qué hacía Juan con la carne; la hacía pasar por carne de conejo, quizás, o él mismo se la comía. Pero, como he dicho, las pieles se las daba a Mariana para que se las cosiera y luego él vendía las piezas como si fueran de raza en el Mercado.

Con los retales de piel que le sobraban ella le estaba cosiendo una chaqueta. Lo estaba haciendo aquella noche. Había terminado el cuello, los hombros y la mitad de las mangas, y ya había empleado pieles de cuarenta clases diferentes de perros. El intenso olor, delante de la lumbre, ponía febril al nuestro, que no era el viejo peleón Jack sino otro marrón al que llamábamos Houdini, por el mago.

Falsa IdentidadWhere stories live. Discover now