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Y asi acabo Agosto.

Marques fue el primero en marcharse, tal y como estaba planeado.

El señor Garzon y Maria Jose lo despidieron en la puerta de la casa, y yo observé desde la ventana. Ella le tendió la mano y él hizo una reverencia. Luego el coche le transportó hasta la estación de La Calera. Iba sentado con los brazos cruzados, el sombrero hacia atrás, la cara hacia nosotras, la mirada puesta ya en Maria Jose, y en mí.

«Ahí se va el demonio», pensé.

No hizo señal alguna. No le hacía falta. Había repasado el plan con nosotras y lo conocíamos de memoria. Viajaría cinco kilómetros en tren y luego aguardaría. Teníamos que permanecer hasta medianoche en la sala de Maria Jose, y después salir.

Nos reuniríamos con él en el río, cuando el reloj diera las doce y media. El día transcurrió exactamente como siempre. Maria Jose fue a ver a su tío, como tenia por costumbre, y yo ordene sus habitaciones, examinando las cosas; sólo que esta vez, por supuesto, organizaba las ropas que nos llevariamos. Almorzamos. Paseamos por el parque, fuimos hasta el almacén del hielo, las tumbas y el río. Aunque era la última vez que hacíamos este itinerario, las cosas parecían igual que siempre. Eramos nosotras las que habíamos cambiado. Caminabamos sin hablar. De vez en cuando nuestras faldas se juntaban —y en una ocasión las manos—, y nos separábamos, como si alguien nos hubiera pinchado, o asi lo sentia yo.

No sé si ella también se ponía colorada, porque no la miraba, aun no podia hacerlo.

De vuelta en su habitación, se quedó inmóvil como una estatua.

Solamente a ratos la oía suspirar. Sentada ante su mesa, frente a su joyero lleno de broches y anillos, yo abrillantaba las piedras con el vinagre que había en un platillo. Pensé al fin y al cabo, que era mejor que estar haciendo nada. En un momento dado, ella se acercó a mirar. Luego se retiró, enjugándose los ojos. Dijo que el vinagre se los irritaba. A mí también me los irritaba.

Llegó el atardecer. Cada una se fue a cenar por su cuenta. Abajo, en la cocina, todo el mundo estaba decaído.

«No parece lo mismo, ahora que el señor Ruiz se ha ido», decían.

Paniagua, la cocinera, tenía la cara sombría como en luto. Cuando Sofia dejó caer una cuchara al suelo, ella le asestó con un cucharon un golpe que la hizo chillar.

Y en cuanto nos sentamos a la mesa, Charly rompió en llanto y tuvo que salir corriendo de la cocina, quitándose los mocos de la barbilla. —Se lo ha tomado muy a pecho —dijo una de las camareras—. Se había hecho a la idea de ir a Bogota como criado del señor Ruiz.

—¡Vuelve aquí! —gritó Ferro, puesto en pie, con la peluca suelta—. ¡Si yo tuviera tu edad, si fuera un chico como tu, estaría avergonzado!

Pero Charly no quiso volver, le llamara Ferro o quien fuera. Había servido el desayuno a Marques, lustrado sus botas, cepillado sus chaquetas elegantes. Y ahora se quedaría empantanado, afilando cuchillos y abrillantando vasos, en la casa más silenciosa y lugubre de Colombia.

Se sentó a llorar en la escalera, y se daba cabezazos contra la barandilla. Ferro fue donde él y le propinó una paliza. Oímos los impactos de su cinturón contra el tresero de Charly, y sus aullidos.

En cierto modo, esto aguó la cena. Comimos en silencio, y cuando acabamos y Ferro ya había vuelto, con la cara púrpura y la peluca despeinada. Esa noche no fui con él y Nieto a tomar mi budín. Dije que me dolía la cabeza. Casi era verdad. Nieto me miró de arriba abajo, y luego apartó la vista.

—Qué mal aspecto tiene, señorita Rodriguez —dijo—. Es como si se hubiera dejado la salud en Bogota.

Honestamente, me importaba un bledo lo que ella pensara. No volvería a verla, ni tampoco a Ferro, ni a Sofia, ni a Paniagua.

Falsa IdentidadWhere stories live. Discover now