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Hasta entonces, sin embargo, no me tomé la molestia de pensar en esas miradas, porque seguía creyendo que podría fugarme. Lo seguí creyendo al ver que transcurría una semana, y luego otra. Al final sólo comprendí que debía abandonar mi idea de que el doctor Sanchez sería el hombre que me liberase, pues si él creía que yo estaba loca cuando entré, todo lo que decía según pasaba el tiempo únicamente parecía servir para confirmarle que estaba más loca todavía. Peor aún, seguía aferrado a su idea de que había que curarme y hacer que me reconociese a mí misma por el procedimiento de conseguir que escribiera.

—Se ha dedicado excesivamente a la tarea literaria —dijo, en una de sus visitas—, y ésa es la causa de su dolencia. Pero a veces los médicos tenemos que utilizar métodos paradójicos. Me refiero a que, para restablecerse, debe reanudar su labor literaria. Tome. —Me había traído algo envuelto en un papel. Era una pizarra y tiza —. Se sentará delante de esta pizarra vacía y, antes de que termine el día, me habrá escrito su nombre, pero ¡ojo!, con toda pulcritud. Su nombre de verdad, quiero decir.

Mañana me escribirá el comienzo de un relato de su vida, y en adelante lo continuará todos los días. Recobrará el uso de la razón al mismo tiempo que recuperes la soltura con la pluma...

Así que mandó a la enfermera Gordillo, quien me tuvo horas enteras sentada con la tiza en la mano; por supuesto, no escribía nada, y la tiza se desmenuzaba hasta transformarse en polvo, o bien se volvía húmeda y resbaladiza a causa del sudor de mi palma. El doctor venía y, al ver la pizarra vacía, meneaba la cabeza y se enfurruñaba. Si la enfermera Berger le acompañaba, ella decía:

—¿Todavía no ha escrito una palabra? Y aquí están los doctores dedicando su tiempo a curarla. Ingratitud, llamo yo a eso.

Cuando él se iba, ella me zarandeaba. Y si yo gritaba y sudaba, lo hacía aún más fuerte. Podía zarandearte de tal modo que era como si te estuviesen arrancando los dientes de la boca. Te meneaba hasta producirte náuseas. «Le ha dado el telele», decía entonces a las otras enfermeras, con un guiño, y ellas se reían. Odiaban a las internas.

Me odiaban a mí. Pensaban que cuando les hablaba del modo que era natural en mí, lo hacía para irritarlas. Sé que las enloquecía que yo recibiese atenciones especiales del doctor Sanchez, fingiendo que estaba decaída. También por eso me odiaban las mujeres. Sólo la señorita Zapata, de vez en cuando, era amable conmigo. Una vez me vio llorando delante de la pizarra y, cuando Gordillo estaba de espaldas, vino y escribió mi nombre, o sea, el de Maria Jose. Pero, a pesar de su buena intención, habría preferido que no lo hubiese hecho, pues cuando el doctor vino y lo vio, dijo, sonriendo:

—¡Bravo, señora Ruiz! ¡Ahora ya estamos a mitad de camino! —Y al día siguiente, como no pude hacer más que garabatos, naturalmente pensó que estaba simulando, y dijo, con expresión severa—: Que no coma nada, enfermera Gordillo, hasta que haya escrito.

Con lo que escribí cincuenta veces: Daniela, Daniela. Gordillo me pegó. También me pegó Berger. El doctor Sanchez movió la cabeza. Dijo que mi caso era más difícil de lo que había pensado, y que exigía otro método. Me dio brebajes de hiedra: hizo que las enfermeras me sujetaran mientras él los vertía en mi boca. Habló de traer a un sangrador para que me hiciera un drenaje en la cabeza. Solo pensar en las sanguijuelas, mi cuerpo entero temblaba.

Y entonces llegó a la casa una mujer nueva que sólo hablaba un lenguaje inventado que ella decía que era el de las serpientes, y en lo sucesivo el doctor le consagró todo su tiempo, pinchándola con agujas, reventando bolsas de papel detrás de su oreja, escaldándola con agua hirviendo..., buscando formas de obligarla a hablar español.

Por mí, que siguiera pinchándola y escaldándola para siempre. La hiedra casi me había asfixiado. Tenía terror de las sanguijuelas. Y me pareció que, dejándome sola, me daba más tiempo para planear mi huida. Pues todavía no pensaba en otra cosa. Llegó Octubre. Yo había ingresado algún día de Septiembre. Pero aún me quedaban ánimos para aprenderme el trazado de la casa, estudiar las ventanas y puertas en busca de una vía de escape, y cada vez que Gordillo sacaba el manojo de llaves yo la observaba y veía lo que abría cada una. Vi que, por lo que se refería a las cerraduras del dormitorio y las puertas del pasillo, una llave servía para todas. Estaba convencida de que podría fugarme si conseguía sustraer aquella llave del manojo de una enfermera. Pero eran llaveros sólidos, y todas las enfermeras guardaban las llaves muy cerca, y Gordillo —a la que habían prevenido de mis posibles artimañas—, las tenía más cerca que ninguna. Sólo se las daba a Pepa cuando quería que sacase algo del aparador, y luego se las quitaba de inmediato y se las metía en el bolsillo.

Falsa IdentidadWhere stories live. Discover now