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Marques siguió agarrando mi silla, con sus ojos en los míos, durante unos instantes; pensé que me seguiría insultando y amenazando. Y de pronto, oímos el roce de las pantuflas de Maria Jose en la escalera y, un segundo después, su rostro apareció en la puerta.

El, naturalmente, se recostó en su silla y cambió de expresión. Se levantó, me levanté tambien e hice una especie de desesperada reverencia. Él se precipitó hacia ella y la condujo hacia el fuego.

—Tienes frío —dijo.

Estaban delante de la chimenea, pero yo les veía la cara en el espejo. Ella miraba los carbones del hogar. Me dirigió una mirada.

El suspiró y meneó su odiosa cabeza.

—Oh, Dani —dijo—, hoy estás de lo más seria.

Maria Jose alzó la vista.

—¿Qué pasa? —dijo.

Tragué saliva sin decir nada. El dijo:

—La pobre Dani está harta de mi. La he estado molestando cuando tú estabas fuera.

—¿Molestando cómo? —preguntó ella, medio sonriendo y medio ceñuda.

—Pues no dejándola coser, ¡y no parando de hablar de ti! Ella dice que tiene un corazón tierno. No tiene corazón en absoluto. Le he dicho que me dolían los ojos de no verte; ella me ha dicho que los envolviera en una toalla y que me fuese a mi cuarto. Le he dicho que los oídos me zumbaban de no oír tu dulce voz; ella quería llamar a Sofia para que me vertiera aceite de ricino en ellos. Le he enseñado esta mano inmaculadamente blanca, que pide tus besos. Me ha dicho que la coja y... Hizo una pausa.

—¿Y qué? —dijo Maria Jose.

—Que me la meta en el bolsillo.

Y sonrió. Maria Jose me miró de un modo dubitativo.

—Pobre mano —dijo al fin.

El levantó el brazo.

—Sigue pidiendo tus besos —dijo.

Ella vaciló, después cogió su mano y la sostuvo en las suyas delgadas y le rozó los dedos, los nudillos, con sus labios.

—Ahí no —dijo él enseguida, cuando ella hizo esto—. Ahí no: aquí.

Giró la muñeca y le mostró la palma. Ella titubeó otra vez y bajó la cabeza hacia ella. La palma le cubrió la boca, la nariz, la mitad de la cara.

El captó mi mirada y asintió. Me volví para no verle. Porque tenía razón, el condenado. No sobre Maria Jose, pues yo sabía que, dijera lo que dijese sobre corazones y tuberías de gas, ella era dulce y buena, era todo suavidad y hermosura y bondad.

Pero tenía razón sobre mí. ¿Cómo iba a volver al barrio con las manos vacías? Se suponía que tenía que hacer rica a la señora Caceres. ¿Cómo iba a volver donde ella, y donde Garcia y donde Juancho, diciendo: «He echado al traste el plan, he renunciado a tres mil monedas, porque...»?

¿Porque qué? ¿Porque mis sentimientos eran más tiernos de lo que yo pensaba? Dirían que me había faltado valor. ¡Se reirían de mí en mi cara! Yo gozaba de cierta posición. Era la hija de una asesina. Tenía expectativas. Los sentimientos tiernos no iban conmigo. ¿Cómo podría?

Y además, si desistía del plan, ¿eso salvaría a Maria Jose? Pongamos que volvía a casa: Marques se casaría con ella y la encerraría, de todos modos. O supongamos que lo delato. Lo expulsarían de Santa Ana, el señor Garzon redoblaría su vigilancia sobre Maria Jose y hasta puede que la metiera en un manicomio. En cualquier caso, no le veía demasiadas salidas.

Falsa IdentidadWhere stories live. Discover now