39. Giro de Eventos

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El sol se filtraba por la ventana, la noche anterior ninguno se preocupó por cerrar las persianas. Ahora este impactaba contra el rostro somnoliento de la chica pelinegra, la cual acaba de despertar relajada, contenta y, ligeramente, adolorida.

Sentía la mano extendida de Edric descansar sobre su vientre desnudo, apoyado a su espalda, sentía su respiración calmada, en paz.

Paz.

Era eso lo que sentía. Profundamente desde su pecho y extendiéndose a lo largo de su cuerpo, Artemis sentía paz.

No lograba recordar la última vez que se encontró sonriendo tontamente contra la almohada, llena de paz y serenidad. Se giró a mirarlo, dormido plácidamente a su lado con su cabello desprolijo. En su rostro reposaban los golpes notorios de la noche anterior, pero menos pronunciados. Seguía luciendo irresistible para ella.

Así, con cuidado, contorneó el borde de su mandíbula con los dedos. Todo en él lucía más varonil y fuerte que antes. Su mirada continuó bajando, avergonzada y curiosa, mirándolo con la luz del día.

Cuando por fin sus ojos retornaron a su rostro, descubrió a Edric mirándola entre la diversión y picardía. Su rostro reflejaba la felicidad absoluta; no podía contener su sonrisa, ni sus ojos chispeantes, parecía no caber en si mismo de la alegría que expulsaban sus poros.

Se miraron en silencio y fijamente a los ojos, con cariño —en paz— sin arrepentimientos.

Entonces ambos empezaron a reírse.

Reírse de la misma forma en que solían hacerlo luego de cometer una travesura, de crear o recordar algún chiste entre ellos; a reírse incontrolablemente, con lágrimas en los ojos, agradecidos de estar uno al lado del otro.

—Buenos días —susurró él primero, apartamento los mechones de su cabello y ubicándolos detrás de su ojera.

Artemis tembló cuando volvió a tocarla. Se veía distinta, perfecta, acostada sobre su cama con su cabello adueñándose de las almohadas.

Como si aquel fuera el verdadero lugar al cual siempre habían pertenecido.

Ella sonrió ampliamente adivinando sus pensamientos y atontando su expresión.

—Buenos días a ti también —respondió.

>> ¿No tienes hambre? —preguntó sentándose en la cama sin ninguna clase de pudor—. Muero de hambre.

Y los ojos de Edric volvieron a tornarse oscuros y perversos.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Artemis por cuarta vez al chico magullado que atendía. Federico hacia penosas muecas adoloridas que no lograba contener.

Nunca le gustó asistir a hospitales, le daba cierto temor las agujas, inyecciones y todo el ambiente que lo rodeaba. Artemis conocía ese sentimiento, pero no iba a lograr despistarla para esconder sus dolencias.

Tenía cortes profundos en su pierna derecha producto de la penetración de alguna botella. Había cortado su pantalón hasta lacerarle la carne, dejando una herida expuesta, punzante, con algunos fragmentos incrustados que ahora ella estaba limpiando y suturando en la sala de estar de aquellos chicos.

Edric veía todo desde el marco de la cocina queriendo hacer algo para aligerar el dolor de su amigo, algo más que ofrecerle un lápiz de madera para morder. Había ido a comprar lo necesario para que Artemis pudiera trabajar cómoda, así como algunos analgésicos y comida para los tres.

Federico resopló apretando los labios y dientes entorno al lápiz.

>> No puedo creer que hayas pasado toda la noche afuera de esta forma —le reprochó Artemis—, pudiste haber contraído una infección.

#1 | Boulevard de los Corazones RotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora