38. Ángeles de Paso

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Su madre murió cuando apenas tenía catorce años. Lo cual, desde su punto de vista, es una edad muy maldita para perder una madre; puesto que no eres lo suficientemente pequeño para no entender lo que sucede, pero tampoco lo suficientemente grande para saber lidiar con la pena y valerse por sí mismo. 

Alan se sentía maldito por perder a su madre a los catorce años.

Siendo el mayor de tres hermanos, con un padre hundido en depresión y un abuelo machista y poco amoroso, aprendió muy rápido cómo funcionaba el mundo de la gente grande.

Fue ahí cuando comenzó a trabajar en los clubes de su abuelo: quién, como no le bastaba con llevar al límite la capacidad de atención y tareas de un Alan de catorce años, lo hizo poco a poco un hombre inconformista y competitivo. Era bueno con las cuentas, tenía aptitud para el negocio, pero era sumamente temperamental.

Podía arruinarlo todo en un segundo cuando abría su boca y soltaba sus hirientes palabras. Como si su mente no pudiera detenerlo de explotar cuando menos debía hacerlo. Por lo cual, como idea de su propio abuelo, empezó a boxear.

Pensaba que si lograba ponerle alguna especie de disciplina a su nieto, este aprendería a disciplinar su vida. Esa es la razón por la cual existía un ring en el Roy's Club. Era, honestamente, el ring de Alan.

Al principio estaba renuente, pero como suele pasarle a todos los que descubren al amor por primera vez, Alan cayó rápidamente ante él. No solo se hizo increíble en lo que hacía, sino que era lo único a lo que quería dedicarse.

Olvidó por qué comenzó a hacerlo, ahora era más agresivo, mucho más reactivo y borde. Se convirtió en los mismo que sentía cuando subía al ring: furia y fuerza.

Tuvo que equivocarse enormemente para alejarse y prometerse a sí mismo jamás volver a hacerlo.

¿Muy despiadado, cierto? Encontrar lo que te hace feliz, verlo, pero nunca, nunca, tocarlo.

Ahora, el mayor golpe que daba en su vida se basaba en morderse la lengua cuando creía que estaba a punto de rozar el límite nuevamente. Por más que lo intentara, su abuelo no terminaba por confiar plenamente en él. Dirigía y supervisaba los clubes, pero era tratado como un empleado más en cada uno de ellos.

Estaba cansado todo el día, todos los días, sin tener un sitio a dónde huir para esconderse.

Jamás se había sentido tan cerca de sujetar con sus manos el orgullo y respeto de su abuelo. Cuando, de pronto, el universo volvió a decirle que solo era un joven imbécil.

Un imbécil que pasaría el resto de su vida siendo el empleado de un hombre desconsiderado e inflexible, que, cuando muriera, no le dejaría nada a él y a sus hermanos.

Todo había quedado destrozado.

Desde los cuadros del salón, hasta las ventanas detrás de la barra estaban estrelladas. Las sillas desparramadas, las botellas rotas, derramadas y paren todos de contar. Dolía, le dolía porque aquel bar lo sentía como una extensión de su vida.

Hace años no supo cómo decirle a su abuelo que había tomado dinero de la caja porque su hermano tuvo una emergencia y cubrió los gastos de hospital con él. Lo cual habría entendido, pero el enojo de su abuelo lo dejó paralizado. Sentía que si reaccionaba, no podría detenerse después. Ahora le tocaría decirle que su extravagante idea había generado más pérdida que ganancia.

Iba a matarlo.

Suspiró tratando de hallar calma en su cuerpo. Se inclinó a recoger el objeto que pisó en ese instante: el cuchillo del bartender. 

#1 | Boulevard de los Corazones RotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora