Al borde de la oscuridad

38 0 0
                                    

El barrio aún lo componían pequeñas casas de ladrillo y adobe. La vieja cancha del agujero lucía llena de barro y nadie podía jugar en ella, estaba transformándose en un enorme basural, se visibilizaban a varios cuadrúpedos buscando alimento entre bolsas y pañales malolientes.

La tienda de doña Anita fue remplazada por un billar que desde afuera se contemplaba vacío, seguramente los hijos de la tendera habían logrado hacerse de la casa, como siempre quisieron.

Dobló la calle y se adentró en un pequeño pasaje sin nombre. Percibió un olor fuerte a orines y vómito. Las paredes se veían tristemente despintadas. El pasto en la acera y las plantas creciendo en las tejas daban un aspecto de extinción humana.

A unos metros, descolgado y apoyado en un poste, se encontraba el viejo letrero de latón del Albergue de niños San Pedro, oxidado, apenas se veían los colores originales de la pintura. El lugar estaba abandonado, unos tablones impedían la vista desde la ventana hacia el interior, al mirar el que fue su hogar hasta los dieciocho años necesitó un cigarrillo con urgencia, sin embargo, no dejaría que aquellas circunstancias entorpecieran sus esfuerzos por abandonar el hábito.

Relamió sus labios, el sol quemaba, eran las cuatro y media de la tarde cuando finalmente logró dar con la casa. Un grupo de personas de luto estaba reunido en las gradas de la puerta y mantenían una conversación en voz baja; nadie respondió a su saludo, un gato montés bastante fornido lo vio de manera poco amigable antes de levantarse y darle paso.

Su color cobrizo destacaba entre todos. Iba muy casual, con la camisa blanca de fuera y unos jeans oscuros de bota angosta, un conjunto muy poco frecuente en él. Metió las manos en los bolsillos de su pantalón de mezclilla. El zorro Leaño, quien sostenía el concepto de que el traje era un símbolo o una representación de poder, decidió parecer un simple mortal para esa ocasión.

Había mucha gente llorando, rostros viejos con ojeras y palidez, un montón en la sala y otro poco en el patio.

El féretro era cuadrado, de un feo café oscuro; cerca de la pared brillaba una cruz inmensa de color morado, muy de mal gusto, ver aquello incrementaba sus ganas de fumar, estaba a un lamento de retomar el vicio.

Empezó a buscarla con el nerviosismo de un adolescente, oyendo susurros y recibiendo miradas de censura, todos lo reconocían.

Después de años seguía sintiendo pequeñas aletas cosquilleando en el interior de su estómago ante la posibilidad de verla.

Un cóndor de edad madura se puso de pie y solicitó a los presentes unirse en una oración por el alma de la difunta. Antes de que Leaño abriera la boca para rezar el Padre Nuestro alguien lo tomó del brazo, tuvo la ilusión de que fuera ella, pero quedó decepcionado ante una morena de ojos enormes y claros, trató de buscar su cara en sus recuerdos, pero definitivamente no la conocía de ningún lado.

-¡¿Qué hacés acá?!- cuestionó con un evidente acento argentino y demasiada confianza.

-Soy amigo de Diana.

-No sos su amigo. ¿A qué venís? ¿A burlarte? - reclamó en voz alta.

-Quería darle el pésame - antes de contestar, la joven se percató de que comenzaban a verla de reojo.

-Vení conmigo - ordenó, tomándolo del codo, sin esperar respuesta.

Lo llevó a una habitación con techo de tela y paredes manchadas que olían a humedad, la sensación de malestar se acrecentó en su pecho, pero suspiró con alivio ante la idea de que ya no formaba parte de esa pobreza y que sólo había descendido a esa realidad por unas cuantas horas, divagó al preguntarse cómo se la estaría pasando Ricardo, había ido solo a ver la hacienda colonial en la que se llevaría a cabo el evento...

Los Cuatro AstutosWhere stories live. Discover now