Pan con tocino agrio

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Media hora después, el gato pone una cucharada de azúcar a su tercera taza de té, entrecierra los ojos, a penas parpadea. Enoc siendo tan hábil para sacar conversación no ha podido romper el hielo, muerde su pan con tocino y le ofrece un pedazo por tercera vez, pero Domeniko responde con un movimiento de cabeza.

— Eres un pretencioso.

— No me agradas — dice con aire relajado, bebiendo un sorbo de su taza. El perro hace un sonido de flatulencia con el hocico.

— Pregúntame si me importa.

— Juzgaré de acuerdo a tu reacción infantil — se estira arqueando la espalda y posteriormente acomoda el pie derecho en la rodilla izquierda, luce muy sosegado.

—¿De cuál fumas? — cuestiona burlón, a lo que el gato contesta con una mirada de condescendencia.

— Mi armonía e inspiración no las encuentro entre las mercancías de un dealer. Por tu olor y el estado de tu nariz, no puedes decir lo mismo.

—Escuché que tu último concierto fue un éxito, fueron como cuatro personas — utiliza su tono pasivo-agresivo para atacarlo mientras mueve la cola impacientemente.

—Me provocó algo semejante al efecto de las benzodiacepinas, tristeza — suspira — Tanto tiempo buscando herirme y esa misma fijación por destruirme fue la que me unió a él, como una "fuerza magnética y congénita" que tiende al caos.

Silencio.

Su mirada felina es tan profunda que casi puede traspasarlo, por si fuera poco esboza una sonrisa plácida, un gesto poco convencional en él.

— Ese es el primer párrafo del cuarto capítulo de tu libro, apuesto que tienes pocas luces de cuando lo escribiste — espera una reacción y mueve los dedos sobre la mesa.

— ¡¿Lo memorizaste?!

— Las partes que me gustan. He querido preguntar...

La llegada de Tudor y Ricardo es ruidosa, la concurrencia voltea a verlos, son llamativos en todos los aspectos, aún más para uno que otro guanaco sentado a la mesa del fondo, son dos depredadores compartiendo risas y carcajadas estrepitosas. Es una sorpresa que el zorro rojo noctámbulo de la Gobernación se deje ver a las nueve de la mañana, y nada menos que junto a un león blanco de dos metros de estatura. Se incorporan a la mesa, carraspeando después de haber reído demasiado, el zorro llama a la mesera y recibe la carta.

— Hola ¿Qué pasó? Ya estaba a punto de irme — cuestiona Enoc a los recién llegados.

—La novia que tienes dentro nos está controlando — se burla Leaño — ¿Se acuerdan de Siles? Ya saben, el muralista.

— ¿Cuál Siles? ¿El Edmundo? ¿El que vivía en Santa Cruz?

— Sí, me invitó a su cumpleaños, compartimos en su casa, había chicha macerada de no sé cuántos años... ¡Y sus primas! — cierra los ojos — ¡Estaban buenas! Enoc, yo creo que te morías.

—No creo. Por ese lugar yo no me asomo, la última vez que me emborraché con Edmundo terminamos peleados y al final su mujer me botó.

— Sí, me contaron. Pero sólo a vos se te ocurre decir que se iban de putas cuando vivían en Santa Cruz.

Ríen desbocadamente, excepto el gato, no le causa gracia, Leaño se percata y posa sus ojos en él.

—¿Nunca fuiste a uno, Domeniko?

—¡Por favor! Tampoco es un bebé — expresa el perro, poniendo los ojos en blanco, el felino frunce el ceño, asqueado.

— No, nunca.

Los Cuatro AstutosМесто, где живут истории. Откройте их для себя