El legado familiar (Parte III)

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La bola de luz rotaba a un metro por encima de su frente e iba en sentido contrario a las manecillas del reloj.

Endrigo despabiló, el ataque trapero de su enemigo de identidad desconocida produjo una rotura en alguna parte de su cabeza, la hemorragia menguaba, pese a ello el charco de sangre era muy visible. Se encontraba en la posición del crucificado, las niñas de sus ojos se extendieron al contemplar ese cuerpo luminoso y ondulante; concentróse en él, miró el reflejo inocuo de sí mismo.

Se permitió exhalar con fatiga y de súbito su aliento se transformó en un polvillo dorado refulgente que ascendió para agrandar la luz. No pudo apoderarse de ella, se filtraba entre sus dedos, escuchaba una voz infantil emergiendo de su centro, representaba a su niño interior.

Brillante, se adentró en el bosque, su única opción fue seguirla. Procuró tocarla varias veces sin conseguirlo, se agazapaba entre las ramas o descendía al ras del suelo con tal de rehuir su contacto, lo hacía resbalar y caer duramente sin ninguna pena, pero también lo orientaba, la luz conocía el camino correcto hacia donde deseaba llegar, era curiosa y poseía el poder de la intuición.
Recorrió el barlovento con suma cautela, el viento congelaba sus pies y manos, rodeó por una ladera tupida de árboles kiswara de seis metros de altura, pisó la hojarasca, dudoso, pero frenó de golpe, miró de reojo y olfateó, era un tipo interesante de buddleja perenne, guardó un poco de su follaje y flores en el bolsillo para analizarlos después, se sentía optimista aunque las cuatro o cinco luces de los cerros colindantes siguieran su paso, eran el indicio de una reunión de la Orden de los Enterradores ¿Traerían consigo a Moro? ¿Qué querrían?

Repasó lo aprendido los años anteriores, esta Orden no se consideraba una secta, mucho menos una fe, se concebían como un conjunto de personas dedicadas a la sanación por medio del desarrollo emocional, aplicando saberes de la medicina ancestral y de los últimos tiempos. No se podía curar a nadie, ni siquiera a uno mismo, si es que las cuerdas que conformaban el espíritu estaban atadas a la materia y a las emociones no constructivas.

Uno de los nudos más recurrentes que impedía la desmaterealización de la gente era el que acallaba por completo al niño interior. Si se forjaba una relación equilibrada entre las otras dimensiones del ser y el niño interior se conseguía la capacidad de sanar, el poder de leer sin dificultad a la gente o a la naturaleza, adentrarse en el subconsciente, descubrir las bondades y amenazas de todo ser vivo; visibilizar cualquier línea de tiempo, ir al pasado, ver el presente o proyectar un futuro de forma muy certera.

La parte más evolucionada de la desmaterealización era moverse de un lugar a otro gracias a la apertura de entradas en el mundo de lo etéreo, para lograr ese nivel de desarrollo era indispensable renunciar a cubrir ciertas necesidades del cuerpo y evolucionar en armonía la concepción sobre él.

Tropezó con una piedra. Frente a él, la luz le mostraba su rostro varios años más joven, pero no le sonreía, el niño interior se destapaba en diversas circunstancias, una de ellas, la suya en ese momento, era la de una fuerte crisis de contradicciones. El niño ayudaba a cada ser humano en la búsqueda de nuevas experiencias y de él provenía el potencial, pero también la vulnerabilidad, las experiencias previas. ¿A dónde iba una persona que estaba extraviada y desterrada de los suyos por elección propia? ¿Cuál era su rumbo si negaba su pasado sin aprender de él?

Tholas, keñuas, y añawuayas, todas las plantas le mencionaban sus nombres, pero se acoquinaba al descubrir su propia idoneidad sobre los secretos de la tierra.

Arribó al pueblo que quedaba a las afueras de Condoriri, sería por la sombra de las montañas o por las nubes densas en forma de asperitas, pero los rayos de sol no llegaban a esos lares, muy lejos se visibilizaba la alborada, era insólito.

Guardó las manos en el bolsillo del pantalón.

Seis luces se situaron alrededor del pueblo, mientras la suya aparentemente lo había desamparado.

Por segunda vez se extravió en ese pequeño laberinto de puertas verdes, buscó extenuado el camino de regreso a la hacienda, volteando para los lados en cada esquina. Infirió que se movía en círculos, o peor, que estaba apresado en una trampa, tres veces que pasaba por esa fogata y cinco frente a ese adorno de barro con forma de rata; era inaudito, no podía perderse, no era un lugar tan grande.

Oyó pasos detrás. Giró sobre sus talones. Nadie. Por el rabillo del ojo visibilizó la mitad de una silueta cruzando a la izquierda, a grandes zancadas se aproximó a la cuadra. Nada. Aguzó el oído, percibió las pisadas de zapatos de suela dura a sus espaldas. Todo iba rápido, menos él.

Una, dos, tres, cuatro veces, sonidos suaves de pies en la tierra, en las piedras, en los árboles. Ese pequeño poblado se tornó mágico y sombrío.

Endrigo se mantuvo inmovilizado, cerró los ojos, resopló, esforzándose por mantener la mente en blanco, oyó a las aves cantar, voló una golondrina. Lanzó un puño cruzado al aire sin abrir los ojos, sus nudillos impactaron contra el rostro de alguien que cayó al suelo. Dio una voltereta y pateó con firmeza, ignoraba si lastimó a un solo oponente o a otro de los seis curanderos.

Pronto llovería.

Contempló lo que había a su alrededor. Sus oponentes eran unos cobardes, o, eran invisibles.

Su luz giraba a dos casas adelante, mutó de amarillo a blanco.

Sin razón lógica, una sombra enorme de un animal grande con pico y plumas se proyectó en el empedrado a causa de la fogata.

Endrigo persiguió los golpeteos de pies sobre el techo de la casa de enfrente. Cayeron un par de tejas, empujadas por la fuerza de alguien invisible, siguió su pista hasta que lo abstrajo la imagen del callawaya, permaneciendo de pie a un costado, el rostro del anciano se cubrió de arrugas al sonreírle, su luz era celeste, alumbraba los colores de su vestimenta de aguayo. A diez casas, en la misma recta, los observaba otro curandero, era corpulento de vestimenta colorida y adornada de pluma; mientras, en la copa de un árbol, se encontraba una mujer de aspecto extraño para la época, cabello corto, pantalones bombachos de campo y una faja gruesa que le permitía asegurar una pequeña bolsa colgante, como una especie de escarcela. Olía a flores.

De ese modo, extraviándose, contó cinco; dedujo que el sexto sería el traidor, Moro, enfrentar a quien intentó envenenarlo en el pasado lo empujaba como accionado por un resorte, pero con cada paso o salto notó que a pesar de esa oportunidad de desagravio presentada en bandeja de plata por sí sola, ya no sentía rencor alguno, ni siquiera amargura.

Contempló los muros de arriba hacia abajo, notó que paralelamente a él, un tercero imitaba sus movimientos como un reflejo, se detuvo en una esquina para verlo mejor, estaba completamente vestido de negro, tenía una manta de plumas encima, botas manchadas de barro, guantes de cuero, un sombrero y la máscara blanca de Médico de la Peste.

Se quitó el borsalino de copa quebrada con cierto grado de humildad e incluso vergüenza, después tomó la máscara entre sus manos temblorosas y la dejó caer. Moro se veía mucho más alto, flaco y pálido de lo que recordaba, su cabello contrastaba con su piel.

Las luces descendieron pausadamente sobre sus cabezas, como cascos. Eran bombillos humanos de gran fulgor, incontenible, visible a los ojos de cualquiera. Caminaron para juntarse al centro del pueblo, sintieron una energía oscura, casi maligna.

Formaron un circulo, extendieron sus brazos a los costados, manteniéndolos ligeramente flexionados, juntaron las puntas de sus dedos unos con otros, toda la energía empezó a condensarse en medio, formando una esfera que aumentaba de tamaño a cada segundo, con una intensidad que la hacía encenderse y apagarse. Al adquirir un tamaño considerable, explosionó sin emitir sonido, cundió por todo el lugar, formando un domo lumínico sobre el pueblo y posteriormente desapareció instantáneamente, despejando las nubes o convirtiéndolas en cirrocúmulos.

Al concluir el espectáculo único después de varias décadas, algunos se abrazaron, otros saltaron, Endrigo permaneció con el ceño fruncido, algo malo debía asentarse allí para que se necesitara la energía de seis o siete curanderos en la función de ocasionar la alborada de forma artificial.

Moro le puso la mano al hombro para serenarlo, pero nada lograba quitarle esa sensación extraña del estómago, era una fuerza maligna que provenía del noreste, cercana a la propiedad donde se alojaba el mandatario boliviano.

No llovió, pero sí cayeron gotas de rocío, juntas predecían el cambio.

Los Cuatro AstutosNơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ