El Legado Familiar (Parte IV)

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La muerte llegaría a media noche, serena, con un reloj marcando cada tic-tac en su tórax. Era la hora de Don Manuel Herrera Vásquez.

La muerte no era una antítesis de la vida, la cosmovisión aimara decía que las dos eran un mismo proceso, un paisaje-viaje. No tenía forma específica, sólo la que otros necesitaran darle, pero sin importar su aspecto, siempre podría mostrar un atardecer en sus pupilas.

El clima se puso muy húmedo al atardecer, empeoró por la noche.

En ese poblado orureño, los ancianos debían tener su lecho en la recámara principal, la más cercana a la puerta de calle, se respetaba la sabiduría y la fragilidad de los mayores; cuando alguien se rebelaba ante la costumbre, otorgaba permiso a la muerte de pasearse por la casa y marcar a los que se llevaría después, en el orden que deseara.

Jaime Herrera Mendoza había dispuesto una pequeña casa de adobe, muy cercana al almacén de cachivaches, como el lugar donde su padre descansaría los últimos años de su vida, el viejo era irritable, odiaba el ruido de los niños y era conveniente que permaneciera detrás del portón, sin molestar a nadie.

Rayos y truenos acompañaban el aguacero. Dora despertó a Jaime, quien en medio de un bostezo le explicó que había puesto a resguardo el rosal, su único obsequio de matrimonio.

Un ventarrón empujó la puerta de calle con violencia y continuó su camino por el zaguán, así despertó al más pequeño de los niños, provocando su llanto.

La pareja oyó pasos. Jaime se incorporó con una carabina entre las manos, tratando de verse valiente, pero Dora lo empujó sin dudar para dirigirse al cuarto de sus dos hijos.

Jaime, a sus cuarenta años, tenía la visión deficiente y un carácter de los mil demonios, quien irrumpiera en su morada debía ignorar su forma violenta de "arreglar" los problemas.

Con ira quemando sus tripas observó que el intruso invadió la propiedad con mucho cinismo, el portón que dividía la casa estaba abierto de par en par. Vio una silueta dirigiéndose a la casucha y empezó a caminar hacia ella, quería verle la cara antes de ponerle una bala entre los ojos.

El aguacero se disponía a continuar. Dora y los niños salieron al corredor para llamarlo. Ella sospechaba que el visitante no era humano, Don Manuel llevaba mucho tiempo enfermo de tos.

El frío se coló entre los huesos de Dora, pero tiritando, se quitó la mantilla para abrigar a sus hijos. Llamó a su marido otra vez, pero la lluvia y el viento la ahogaban.

Parado sobre una piedra, Jaime no reconocía una forma totalmente humana en el desconocido, tenía piernas de cobre, caminaba encorvado, era como un hombre de metal con un reloj implantado en el pecho que trataba de pasar desapercibido con algunos harapos y un tejido de motivos rojos y negros tapándole la cabeza. Pero ni siquiera la amenaza de que su enemigo no fuera humano pudo parar la lengua de Herrera al momento de soltar insultos, el extraño volteó a verlo; con el dedo índice, lentamente, señaló un árbol y sobre éste cayó un rayo, partiéndolo y provocando una pequeña hoguera con él.

El terreno que debía cruzar para acercarse era bastante accidentado y se volvía fangoso con la lluvia, pero si lo cruzaba, subir las gradas improvisadas de piedra seria pan comido. Lamentó no haber prestado atención a su padre cuando le rogó que invirtiera unos pesos en la apertura de un caminito empedrado, porque estar en un lugar tan frio y húmedo como la casucha era deplorable, pero no salir a pasear al pueblo por miedo de atravesar el barro era el colmo.

Sus botas se hundían hasta los tobillos.

El intruso accionó sus piernas delgadas de araña metálica para subir las gradas. Volteó a mirar a Jaime una vez más, y esta vez lo señaló con el dedo índice antes de abrir la puerta de donde residía el anciano.

Los Cuatro AstutosWaar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu