—Ey, ¿estás de buen humor? —le preguntó Leopold, quien venía en contra de su camino.

—No tanto como quisiera.

—¿Vas a cenar?

—Voy a buscar a Alexander para ello.

Leopold puso los ojos en blanco, con un suspiro de resignación claramente indisimulable.

—Bueno, te veo allí —dijo, alejándose.

Elián apresuró sus pasos hasta la puerta del cuarto. Al tocar, lo recibió André. Alexander ya se había levantado, cambiado y puesto en marcha hacia el refectorio del colegio. Ambos igualmente salieron juntos para la misma dirección.

—He oído lo de Müller —comentó André al pasar.

—¿Qué oíste?

—Qué abusaba de los alumnos... ha corrido como pólvora en todo el colegio —después de pensar unos instantes, agregó: —No me parecía un tipo de esos.

Elián redujo sus pasos, aletargándolos, tan pensativo como su amigo.

—Yo tampoco lo creo —comentó secamente. E hizo silencio en cuanto cruzaron la puerta del comedor, adoptó una postura de lejanía, propia de él, enterrando sus manos en los bolsillos del pantalón.

El mismo rincón que ocupaban en la larga mesada estaba esperándoles. Alex estaba allí, perdido en sus pensamientos, con visible preocupación en su rostro. Tenía sus manos sobre la boca y la nariz, como si quisiera evitar algún olor, y los codos apoyados sobre la mesa. Su cabello tenía una prolijidad irreal, parecía haberse aplastado con más gel del que siempre llevaba. Ni siquiera le dirigió una mirada. Podría estar avergonzado de la forma angustiada en la que estuvieron besándose en la habitación, cuando llegaron a aquellas decadentes conclusiones. Cuando alcanzó su lugar, se sentó tan cerca que le tocó la pierna con la suya, buscando el contacto físico sin que hubiera miradas que le reprocharan lo indecente de aquel amor que había nacido, mientras que André se sentó al lado de Leopold, quien acababa de llegar.

El sonido del comedor se veía perturbado por la espesa lluvia que caía sobre el techo. Lo que obligaba a los alumnos a hablar con mucha más fuerza en la voz del único que tema que había recorrido los fríos muros durante el transcurso del día. El crimen de Müller, del cual ignoraban su víctima, su disimulada huida de la cual nadie vio nada —o eso creían —, y el futuro de los coros que ensayaba cada curso, ahora sin el maestro que los entrenase. Había como un vacío espiritual general, que se sentiría realmente, en el momento que los horarios de coro estuvieran libres, es decir, desde el día siguiente.

En la mesa docente había dos lugares desocupados. El de Daniel Müller, y el de Käthe Beckerle Frank. Los demás profesores mantenían su habitual compostura y sobriedad. Nada había sucedido. El mundo del internado se mantenía ajeno a irregularidades de cualquier tipo.

—Él no pudo hacer algo como eso —habló Leopold, quien observaba a los demás alumnos mientras prestaba atención a algún que otro comentario —. No sé quién podría ser capaz de abusar de un alumno, me parece aberrante y repulsivo.

Alexander abrió sus ojos sin emitir opinión, aún llevaba sus manos sobre los labios. Elián notó que intentaba mantener una distancia que era inevitable en ambos. Se obligaba a alejarse. Y él intentaba estar cada vez más cerca. Pero se detuvo cuando escuchó a Leopold decir aquello. Era tan ingenuo, e ignorante en muchos sentidos. Deseaba abrirle los ojos de cualquier manera. Pero ¿Qué ocurriría con su amistad cuando supiese la verdad? ¿A quién elegiría creerle? La verdad, ante sus ojos, estaba dicha, y la directora había salido impune. Se guardó para sí mismo aquellas respuestas que estaba desesperado por gritar si así fuera. Pero jamás había sido capaz de decírselas a alguien... solo Alexander lo sabía, porque también lo padeció.

© La Cima de las Tormentas [COMPLETA✔ ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora