Capítulo 33

16.4K 1.6K 462
                                    

Una sombra menuda y estilizada se deslizó por oscuros corredores tratando de no hacer ruido

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Una sombra menuda y estilizada se deslizó por oscuros corredores tratando de no hacer ruido. Era la primera vez que salía sin el permiso de los fines de semana. Su respiración agitada quizá podría delatarle y arruinar su escapada nocturna. Se contuvo y avanzó un poco más, tenía ventaja, sabía el camino de memoria y era tan austero como para no toparse con algún obstáculo inesperado.

Aún faltaban algunos metros cuando empezó a sentir el conocido escozor de la garganta, y a fuerza de voluntad, intentó reprimir el espasmo antes que brotara en el silencio, pero no se detuvo y avanzó, temeroso pero decidido. El olor a humedad, tan cotidiano de esas paredes le hacía picar la nariz y por un momento, encontró que no lo toleraba.

Después de momentos que se le hicieron eternos, Alexander Bizancio alcanzó la anhelada puerta y giró el pomo, saliendo al frío de la intemperie, donde la noche lo envolvió en su negro vestido, y camufló su delgadez de los ojos del convento, cuyas paredes fueron únicas testigos de su huida. Le despidieron así, indiferentes, grotescas bajo su escasa visión y completamente siniestras.

Había guardado la ropa en un pequeño bolso iluminado de penumbras a grandes manotazos, ajenos a él, y dejó sus sotanas en el guardarropa, incapaz de llevarlas. Pero aún a pesar de aquel arrebato que lo dejaba en exposición, Alexander se cuestionó si sus actitudes desesperadas e irracionales le conducirían a nada si dejaba llevar por el impulso. Llevaba algún tiempo interrogándose a sí mismo sobre su vocación, y sobre sus sentimientos, y lo fácil que lo había aceptado todo, como si fuera lo más natural del mundo. Reemplazar las cosas por otras que le llamaban más la atención no le pareció complicado, simplemente se encontró con él mismo y aceptó con bastante frialdad lo nuevo que apareció.

A Alexander le gustaban las novedades, aunque el estudio y el sacerdocio creyó que eran su vocación al menos por el tiempo que duraron. Quizá había sido una locura. Quizá fue su propia timidez e inseguridad que lo confundió con una vida tranquila y apacible en un lugar de meditación y claustro. Había tantos quizá y tantas dudas que la única manera de confrontarlas era haciéndose cargo a cada paso que daba. Tenía que tomar una decisión, la tomaba. Ahora quería abandonarlo todo. Y lo hizo. No debía explicaciones a nadie, siquiera a su padre, que les dejaba hacer y deshacer a su antojo. Con esa pequeña seguridad sobre su inseguridad, no perdió el tiempo y se internó por las calles oscuras hasta llegar a la estación de trenes.

Cuando arribó el primero de la mañana, su corazón se desbocó emocionado y con miedo. ¿Cuántas veces había hecho algo semejante? ¿Cuántas veces él había roto reglas? Jamás. Excepto esas. Pero el hacer y deshacer a voluntad no es rebeldía. Es exceso de confianza en sus propios deseos, es la libertad de elegir sobre su vida.

Por tanto, cuando escuchó el sonido del motor y el hierro sobre los rieles corriendo, supo que ahora debía enfrentarse a sus nuevas decisiones.

Era mitad de la noche cuando el guarda anunció la estación de Walddorf y Alex tuvo que bajar al frío mundano tiritando. Nadie le esperaba allí con un abrigo o al menos una sonrisa. Se permitió un acceso de tos bajo la bufanda, y su aliento empañó los cristales de sus lentes, por lo que la pequeña luz que iluminaba lo más cercano se volvió difusa. Un poco a tientas por el lugar que conocía se dejó llevar surcando el frío matinal.

© La Cima de las Tormentas [COMPLETA✔ ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora