Capítulo 14

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Que te dejen es una mierda, perdón por la expresión. Hacía meses que Kane me había echado de su casa y aún no conseguía olvidarlo. Todas las noches me preguntaba lo mismo, ¿Cuándo dejaría de pensar en él? ¿Hasta cuando me dolería la ruptura? Y la verdad es que no había una respuesta concreta para ello. Es verdad que cada vez pensaba un poco menos en él, pero eso no hacía que se mitigase mi dolor. Al fin y al cabo me demostró que no me quería, porque una persona que te quiere no te deja tirada de esa manera. Y menos con un bebé. Yo también estaba asustada y tampoco supe decírselo desde el principio, pero mi error no se podía comparar para nada al que había cometido él. Porque al final él solito nos había echado de su vida y no había peor sentimiento que él no sentirse querida. Ni por mis padres ni por él, aunque quería pensar que al menos tenía el calor de mis amigos y de Maia y, bueno, de mi perro. No quería ponerme en plan fatalista como siempre hacía, pero aún así se me estaba haciendo muy duro. Intentaba pensar en positivo, estar activa para mi bebé, pero al caer la noche siempre acababa llorando. Lo bueno de la nueva mudanza es que me había dado independencia, Maia apenas estaba por casa y yo, poco a poco, iba recuperando mi antigua personalidad. Obviamente no del todo, porque hay cosas que te marcan tanto que ya no puedes volver a ser como eras antes, pero al menos ya no estaba tan amargada y justo ahí es donde entraba en escena Leo. En estos últimos días se había pasado por casa varias veces para ver cómo estábamos Wolf, Chocolate y yo y me di cuenta de que era un chico estupendo. Simplemente el que alguien estuviera pendiente hacía que mi corazón se hínchase de felicidad.

De repente sonó el timbre, pegándome un susto de muerte. Ya no me sorprendía cada vez que abría la puerta de un tirón y me encontraba con Leo, que me saludaba con una agradable sonrisa.

–¿Damos una vuelta?– preguntó desde las escaleras de la entrada.

–Sí, pero pasa primero, deja que prepare a los niños– dije, refiriéndome a Wolf y al cachorro.

–Claro, deja que te ayude.

Entró con tanta soltura que cualquiera pensaría que esta es su casa y se fue hacía el salón, cogió el arnés del perro de encima de la mesa y se lo puso sin equivocaciones.

–¿Tienes perro?– pregunté sorprendida.

–¿En qué me lo has notado?– se giró para mirarme.

–Odio que me respondan a una pregunta con otra– musité, forzándome para no sonreír. Había estado tanto tiempo sin sonreír de verdad que cada vez que lo hacía me sentía culpable.

–Sí, siempre los he tenido. Si quieres ahora pasamos por mi casa y sacamos a mi perra también. Seguro que se lleva bien con Chocolate. Te toca responderme.

–No se te pasa mi una, eh– levanté la ceja –Lo he sabido en cuanto le has puesto el arnés bien. La mayor parte de la gente no sabe como hacerlo entre tantas cuerdas– lanza una carcajada asintiendo con la cabeza –Por lo que veo lo que no has tenido nunca es un bebé.

–Al final a la que no se le pasa ni una es a ti, Sherlock– murmuró con mofa –Y no, nunca he tenido un bebé. Y tú, por el momento, tampoco.

Me reí involuntariamente, primero por el mote que había decidido ponerme y después por lo del bebé. No le faltaba razón.

Touché.

–Bueno, ¿te vas a quedar más rato mirándome o salimos de una vez?– preguntó con desparpajo. Este hombre no se callaba una y se notaba por su manera de hablar. El no tener filtro podía ser bueno para unas cosas pero malas para otras, aunque por ahora no tenía queja.

Me puse nerviosa de inmediato, sonrojándome hasta la médula, y aparté la vista de Leo. Wolf, que dormía plácidamente en el carrito, era ajeno a nuestra conversación, lo cual no sabía si me hacía sentir más tranquila.

–Para que lo sepas, no te estaba mirando– suspiré, rodando los ojos. Me estaba muriendo de la vergüenza y necesitaba disimularlo, así que había soltado la primera estupidez que se me había pasado por la cabeza.

–No te culpo, yo si fuera tú también me miraría– respondió, resplandeciente. Parecía tener una respuesta para todo, lo que hacía que tuviese ganas de sacarle la lengua cual niña pequeña, pero me reprimí porque se iba a hacer de noche como no nos fuésemos ya.

Cerré la puerta de casa y me di la vuelta para vigilar a Wolf. Leo había cogido su carrito y bajado los dos escalones que nos separaban para que yo no tuviera que coger peso, cosa que agradecía. Me dejé guiar hasta su casa, donde nos recibió una enorme gran danés. En un primer momento me asusté y con razón: esa perra era enorme. Ni si quiera sabía cómo era posible que entrase por la puerta. Sus largas patas recorrieron la estancia hasta llegar a nosotros y aplacó a su dueño, el cual había retrocedido un par de pasos por el peso de la perra al abalanzarse sobre él. Le hizo unas carantoñas, hasta que la perra fijó la atención en Chocolate y se acercó a él. Éste no hacía más que esconderse tras de mí con el rabo entre las patas ante la diferencia de estatura de la perra, cosa que entendía. Incluso yo, que apenas llegaba al metro sesenta, me sentía bajita en comparación con el animal.

–Tranquila, no hace nada– intentó calmarme Leo con una sonrisa.

A pesar de que tenía ganas de correr en dirección contraria a la perra, dejé que me olfatease y estiré la mano lentamente para no sobresaltarla, lo que hizo que me diese un lametón.

–¿Ves? Le has caído bien. Pasa, estás en tu casa– me siguió diciendo.

–Mejor me quedo aquí, que como pasemos a Choco le da algo- respondí.

–En ese caso ahora vengo, voy a ponerle el arnés a China– dijo Leo poco antes de darse la vuelta.

En el momento en el que dijo el nombre de la perra no pude hacer otra cosa que reírme a carcajadas, haciendo que Leo me mirase con una ceja enarcada.

–¿Qué te pasa?

Me agarré la tripa mientras seguía partiéndome de la risa. Varias lágrimas salieron de mis ojos y me las limpié rápidamente. Realmente estaba montando un espectáculo.

–Perdón, es que... ¿se llama así porque ambas son enormes?

Se rascó la nuca y ese gesto hizo que me recordase a Kane. Una punzada de dolor se abrió paso en mi interior, a pesar de que estaba haciendo todo lo posible por ahuyentarlo. Literalmente iba a pasar de la risa al llanto como siguiese pensando en eso, así que procuré dejarlo en un ladito de mi mente hasta llegar a casa y poder llorar a gusto, pero aún así se me había quedado un regusto amargo en la boca.

Touché, Sherlock– dijo, repitiendo lo que yo le había dicho antes excepto por el mote improvisado que empezaba a convertirse en tradición, lo que hizo que sonriese. No sé cómo lo hacía Leo, que resultaba tener un poder casi curativo en mí, cosa que agradecía muchísimo. Esa clase de personas era las que había estado buscando toda mi vida y sentía que la estaba encontrando en mi vecino de al lado.

SEPARADOS ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora