37: Las víctimas nunca tienen la culpa

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12 de diciembre, 2018

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12 de diciembre, 2018.

Mis pulmones retienen todo el aire posible dentro de ellos, porque me rehúso a abrir la boca o habilitar cualquiera de mis vías respiratorias luego de las palabras del castaño.

Simplemente no puedo.

«Como enamorarme, desastre. Eso no lo había hecho nadie nunca»

Sus palabras no debieron sorprenderme, pero lo hicieron. Él ya había dicho lo mismo, sin siquiera dudarlo, estando borracho. Pero por obvias razones, el hecho de que lo dijera estando en sus cincos sentidos y tan seguro de sí mismo... mandaba mi pulso a las nubes. Si estuviera en una caricatura, definitivamente mis ojos se volverían dos corazones.

—No sé qué decir a eso —admito.

Me encuentro parada en medio de mi habitación, utilizando las prendas de ropa menos favorecedoras de todo mi guardarropa, y sintiéndome más vulnerable que nunca. Arthur se encuentra a tan solo un par de pasos de mí, con mi pintura en sus manos, y observándome como si fuera algún tesoro valioso.

Y como si su última confesión no fuera poco, aún no logro calmar mi corazón por el hecho de que vio mi pintura —esa de él mismo— y le pareció increíble.

El castaño da un par de pasos, y yo me encojo en mi lugar.

—Supongo que yo también he conseguido cerrarte la boca —murmura.

—Eso no es nada difícil de lograr.

Con cuidado, Arthur deja la pintura sobre el escritorio, y cuela su mano derecha por detrás de mi cabello, para sostener mi mejilla. Luego, da dos pasos más hacia adelante, y estamos tan cerca el uno del otro, que debemos respirar el mismo aire.

—Cierto, tal vez debería ir por ese logro mejor.

Sonrío.

—Ah, ¿Sí? —Le sigo el juego—. ¿Y cuál sería ese?

—Enamorarte, ¿No estás siguiendo la conversación?

«No estás lejos de conseguirlo»

—No, tengo mejores distracciones.

Una de las manos de Arthur baja a mi cintura, lugar desde el cual tira de mí para que me acerque a él. Sus dedos acarician la piel de alrededor, robándome suspiros, y sus labios comienzan a jugar con los míos de forma perezosa. Aun así mandan mi pulso a volar, como cada vez que me besa.

Nadie nunca me había besado como Arthur.

Nadie.

Me derrito con el tacto de sus besos, y siento que podría escurrirme entre sus dedos. Su boca se presiona y juega varias veces con la mía antes de que sienta su lengua, y no hay forma en que no abra mis labios para dejarlo profundizar el beso.

El jadeo que se escapa de mí me hace sentir una tonta, pero el castaño rápidamente se encarga de borrarlo de mi mente.

— ¿Qué tal voy? —indica sobre mis labios, entre besos.

Desastrosa perfección (AD #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora