Pheebs.

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— Consígueme cigarrillos.— Fueron las órdenes explícitas de Phoebe. Ella no era una mala persona, pero la vida la había golpeado lo suficiente como para transformarla en una chica dura y fría cuando debía serlo.

En uno de sus tantos atracos, uno de los chicos de su "pandilla" se había distraído en el peor momento. Él era el vigilante, debía avisarles si llegaba a aparecer la policía. No podía culparlo de todo, después de todo, para la joven, esa gente era su familia.

Los "polis bastardos", como solía llamarlos, los atraparon y encarcelaron a todos. No era una chica rica, así que no había abogado que la defendiera, ni siquiera los de servicio público, la gente como ella no le importaba a nadie, mucho menos al estado, sin embargo, había sido un delito menor, así que solo debió pasar un par de meses en la cárcel.

Tuvo que aprender a defenderse en ese lugar lleno de mujeres peligrosas, desde narcotraficantes, pasando por abusadoras de niños hasta asesinas seriales. Descubrió lo sádica y fuerte que podía llegar a ser.

— Phoebe... Nadie tiene ni una cajetilla.— Dijo la chica que volvía con las manos vacías a la celda que ambas compartían. Se notaba el miedo en su rostro, sus manos temblaban y por su frente corrían una pocas gotas de sudor.

— ... Todas aquí son mis perras y saben quien manda, vuelve a intentarlo, si regresas una vez más con las manos vacías, tú pagarás por todas.— Amenazó dando un par de palmadas en su propia pierna. La chica sabía que ahí era donde Phoebe escondía aquel cuchillo gigante que se había robado en una ocasión desde la cocina del lugar.

— Está bien... — Respondió la morena con la voz cargada de nerviosismo puro.

Pheebs se quedó recostada en la cama, leyendo. Realmente no le haría nada, pero debía infundir miedo para hacerse respetar.

Desahogos de madrugada.Où les histoires vivent. Découvrez maintenant