48. Sí, Ivanna adora a los niños

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—Yo lo intenté, gordo —dice Max y Sam nada más le muestra el dedo medio.

—¿Y qué soy? —pregunto, confundido.

¿Qué tengo para ofrecer a Ivanna?

—¿Qué te gusta? —me pregunta Sam.

—Dibujar.

—¿Y quién no ama a un artista? —ríe y Max levanta su dedo pulgar con aprobación—. ¿Qué más te gusta?

Me esfuerzo en pensar algo bueno de mí:

—Soy buen conversador.

—Ni que lo digas —ríe Max.

—Aunque con ella me cohíbo —lamento.

—Pero no sabrá lo que eres si no lo ofreces.

—Puedo ofrecerle mucho —digo viendo a Ivanna aparcar el Maserati a metros de nosotros. Es hora de irnos—. No cosas materiales pero...

—Pero no le tengas miedo —insiste Sam—. No dejes de ser tú por ser lo que ella necesita, porque cuando no esté te vas a necesitar.

Miro hacia abajo.

»Háblale con honestidad..., sin intentar convencerla; propón qué hacer sin rogar; ella solo lo toma o lo deja. Ten tus propios planes. De esa manera, si la invitas a beber algo y dice que no, vas al mismo lugar con tus amigos; o bien, vas solo. No pasa nada... Vamos por la vida coincidiendo.

Ivanna hace sonar la bocina del coche para que me apresure y Sam vuelve a demandar para él mi atención.

—Rétala —dice—. Ríete de ella. Bromea con ella... También bromea sin ella. Trata de recordar lo que era vivir antes de llegar ella. Y si no era algo bueno, haz que sea bueno. ¡Haznos un favor a todos y despierta! —hace tronar sus dedos en mi dirección—. Toma para ti mismo un poco de todo ese amor que le tienes.

Asiento y con un gesto él me pide ir con Ivanna que, cautelosa, nos mira con el ceño fruncido.

Doy una última sonrisa de agradecimiento a Sam y Max y nos despedimos con un choque de puños.

—¿Qué hablaban? —me pregunta Ivanna en cuanto subo al Maserati.

—Seguiré yendo a la clase de guitarra con ellos —decido.

—¿Y por qué tronó los dedos y miraban constantemente en mi dirección?

No se me dificulta mentir:

—Dijo algo sobre «No tienes porque pedirle permiso».

—Al menos tiene claro quién manda —dice con una sonrisa Ivanna y acelera. Yo, mientras, no dejo de mirarla en tanto las palabras de Sam se repiten en mi cabeza.



Por favor deje su nombre y un mensaje —escucho por tercera vez y bajo mi teléfono.

Pru no contesta.

No debí dejar para «más tarde» nuestra conversación. Max y Sam también tuvieron razón con eso.

—¿Pasa algo? —me pregunta Ivanna, pendiente de mí y de que el semáforo cambie de rojo a verde.

Me debato unos segundos si decirle la verdad o no.

—Pru no contesta —digo, finalmente—. Ayer por la mañana, cuando llamó, le dije que al salir del trabajo hablaríamos; pero lo olvidé. Por obvias razones lo olvidé. En la madrugada me envió mensajes molesta y ahora su número me envía a buzón.

El asistente ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora