8. Arder por diez segundos

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Actualidad.

Las alas del vestido entorpecían su manera de entrar al auto. Había abierto la puerta para ella como una vergonzosa excusa por permanecer a su lado y seguir percibiendo su aroma. Con un poco de temor al rechazo y atrevimiento, me permití deslizar las manos sobre su espalda y así desmontar la utilería de su disfraz.

Observé con orgullo cómo mi contacto seguía produciendo revolución en su cuerpo.

Creo que ambos contuvimos el aire en aquellos segundos.

El sonrojo de su rostro me evocó a una versión más juvenil e inocente de lo que ambos fuimos hace mucho tiempo. Una vez cerrada la puerta del copiloto, nos permitimos soltar el aire retenido en los pulmones. Ya no me descontrolaba como antes, la práctica del último par de años parecía haberme preparado para aquel instante. Sin embargo, Artemis me había enseñado a nunca cantar victoria antes de tiempo.

En la mente de Artemis no dejaba de rebobinarse el recuerdo de Edric a lo largo de los años. No podía mentir: estaba jodidamente nerviosa. Ya no era la sombra de lo que se obligó a dejar atrás, ninguno de los dos lo eran.

Habían crecido, madurado, aprendido y perdonado. Eso la aterraba. Podía vivir sabiendo que el coprotagonista de su vida había crecido para convertirse en un hombre: uno fuerte, independiente, enigmático, y para qué mentirse, hermoso. Pero si había algo que no podría resistir, era no encontrar esa chispa en aquellos ojos que la atraparon y envolvieron por primera vez en el pasado.

Necesitaba saber que en él seguía latiendo el corazón de aquel dulce chico que tanto amó.

—¿Estás bien? —preguntó una vez que se encontraba dentro del auto.

No.

—Por supuesto —sonrió, solía soltar ese tipo de mentiras de aquella forma; sonriendo.

No importaba cuántos años pudieran estar separados, Edric era capaz de atrapar sus mentiras en el aire. Fingieron que todo estaba en orden dentro aquel reducido espacio y mantuvieron el silencio todo el tiempo que les fue posible, pero era inevitable no robarse cortas miradas furtivas, entre las cuales se habían atrapado una que otra vez. Parecía ser un juego espontáneo entre ellos, y eso los hizo sonreír.

Quizás, solo quizás, todo saldría bien esta noche.

En el pasado.

Habían pasado dos semanas desde la última vez que supo algo de Edric. Le costó un buen tiempo volver a emerger de la autocompasión en dónde había escondido la cabeza como un avestruz, pero poco después de eso vinieron ambos ciclos de quimioterapia. A diferencia de las veces anteriores, esta dosis pareció afectar a su madre de una forma negativa: vómitos, mareos, dolores y fiebre. Sabía lo delicado que eran los efectos secundarios si no se trataban de manera adecuada, por eso el temor general de un paciente oncológico siempre sería la descompensación.

Primero llegaba la deshidratación, luego desequilibrio en los valores, y de no poder reponer a tiempo los daños colaterales, morir.

Las noches en vela no le permitían ir muy lejos de casa durante el día, Artemis debía cocinar, atender y vigilar de cerca a su madre y a su abuela. Los primeros siete días post-tratamiento eran cruciales en ellas; la dieta era dura. Hacía malabares por toda la cocina cuando se daba cuenta que había olvidado abastecer con los alimentos correctos las alacenas.

Edric siempre la ayudaba en días cómo aquellos.

Se sintió abandonada en la pequeña sala de espera del área de quimioterapia en el hospital, tantos años yendo y viniendo por esos largos pasillos la habían hecho reconocida entre las enfermeras.

#1 | Boulevard de los Corazones RotosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora