Trece

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Los días nublados no son tan malos.

Abrió cautelosamente la puerta de color negro, todo estaba en silencio y podía percibirse el aroma del té de manzanilla; las cortinas estaban cerradas, no entraba ningún rayo de luz. Sólo resaltaba la bandeja con una taza de porcelana blanca y un minino dormido junto al cuerpo de la niña, quien tenía su mano sobre la cabecita del animal. Con cuidado, se sentó cerca de ella; tenía la frente cubierta con una fina capa de sudor y una toallita verde pastel le humedecía los pocos cabellos que estaban fuera de lugar; sintió como si una daga atravesara su corazón al ver los botecitos de medicina sobre la mesa de noche. El gato se removió un poco, dirigiendo sus ojitos azules hacia los de color esmeralda, un fino maullido se escuchó antes de que volviera a hacerse bolita junto a la niña. El castaño tomó la toallita para verificar la temperatura de su hija con el dorso de su mano... aún tenía un poco de fiebre, pero había bajado considerablemente, humedeció un poco más la toalla volviendo a colocarla sobre la frente de la menor; acarició su mejilla y salió de la habitación para encontrarse con el mismo silencio predominando en el apartamento.

Las cortinas del llamativo ventanal estaban corridas, sus ojos verdes veían cómo la luz de la luna comenzaba a hacerse presente por entre las nubes oscuras que cubrían el cielo nocturno de Boston. El reloj cromado de la sala marcaba las cuatro de la mañana, no había podido conciliar el sueño desde que regresó, caminó a la cocina para prepararse una taza de café, cuidando de no hacer ruido, puso en marcha la cafetera y de la alacena sacó el azúcar y el sustituto de crema. Un ruido se escuchó proveniente del pasillo que lo sobresaltó, mas se relajó un poco al encontrarse a un azabache con expresión perezosa dirigiéndose al refrigerador; el silencio seguía presente.

—¿Te desperté? —dijo con voz baja.

—No podía dormir.

La cafetera terminó, el azabache cerró el refrigerador con un montoncito de uvas en la mano y sentándose en una de las sillas que daban a la barra de la cocina. James abrió la gaveta donde estaban varias tazas de colores brillantes.

—¿Quieres café?

—No, gracias —respondió con toques de pereza.

Sacó una de color rojo y vertió con cuidado la bebida caliente, diluyó dos cucharadas de azúcar y una de crema que formaba un bonito espiral en el líquido humeante.

—¿No tienes que ir a ver la construcción hoy?

—Fui ayer, hablé con Michael, todo va bien. Comencé a trabajar en los conceptos interiores hace unos días.

—Bien —dijo jugando con una de las uvas—, ¿entonces vas a quedarte con Miharu?

—Sí, en unas horas hablaré con su profesora para decirle que no irá... por cierto, gracias, otra vez, por traerla a casa.

Blake se levantó de la silla, depositó la rama del fruto en el cesto de basura y se quedó al lado del castaño, mas no se veían a los ojos.

—No vuelvas a hacer eso, James. No importa si estás saliendo con alguien, tu hija debe estar siempre en primer lugar —suspiró con fastidio—. Pero no voy a decirte cómo ser padre, después de todo, sólo soy un cliente más de Nikken Sekkei.

Pasó de largo y sólo se escuchó cómo se cerraba la puerta.

Vio el poco café que quedaba en la taza cuando decidió irse a dormir también, o a intentarlo. Lavó la brillante taza y se quedó esperando por el amanecer.

Las horas pasaban con el ritmo de siempre, el azabache seguía sin conciliar el sueño y tenía la mirada zafiro clavada en las nubes oscuras que veía desde su ventana. Habían pasado varias semanas desde que el castaño hizo público en la cena que estaba saliendo con alguien, nadie en esa mesa tenía idea del gran vacío que sintió en su corazón cuando lo escuchó pronunciar esas palabras, la pizza nunca le había sabido tan amarga. «Debo olvidarlo...» se repetía por milésima vez, tratando de hacerse a la idea de que nunca volvería a ser correspondido por el chico de ojos verdes. Si James pudo dejarlo en el pasado, entonces él también podía, él también podía encontrar a alguien más.

el chico de ojos verdesWhere stories live. Discover now