42. La expiación

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En mi mente, todos a mi alrededor parecieron esfumarse. No pude hablar, no conseguí apartar los ojos de los orbes ennegrecidos del demonio.

Hythro había durado mucho rato combatiendo con Azazziel, incluso llegué a atacarlo porque temí que pudiera ganarle, ¡y cayó con una simple daga! ¿Qué clase de arma podía asesinar a un demonio con tanta facilidad?

Una de Naamáh, por supuesto. Debí de haber sabido que ella no jugaba limpio ni siquiera con los suyos.

No conseguí responderle a Asmodeo. No pude ni siquiera mirarlo. Sus palabras tenían que haberme causado un pánico terrible; sin embargo, lo único de lo que fui capaz fue observar atónita cómo la vida de Hythro terminaba de irse por completo de su cuerpo inerte en el suelo.

Algo andaba mal. Mis pulmones no funcionaban correctamente.

«Tú causaste eso». La voz en mi mente sonó juzgadora, sonó fría y cruel, para nada contenta con lo que acababa de suceder. «Lo mataste. Acabas de matar a alguien».

«Pero Hythro... Él era malo. Fue en nuestra defensa. Fue para ayudarlos», rebatí contra ella, y casi estuve segura de que lo dije en voz alta.

«Eso no te daba el derecho de hacerlo», insistió ella, y sentí cómo si una bolsa de piedras se asentara en mi estómago.

«¡¿Y cómo mierda iba a saber lo que hacía esa daga?!»

—No habrá ningún trato. —La voz de Azazziel interrumpió el inquietante silencio que se instaló en el enorme recinto, y consiguió sacarme de mi temporal aislamiento. Llegó a mis oídos como una orden severa, ronca y tajante, pero agitada al mismo tiempo, quizá por su cansancio.

Aun así, apenas podía prestarle atención.

—Entonces me temo que ninguno saldrá de aquí —decretó Asmodeo.

Una devastadora sensación de frío corrió por mi espalda y, con bastante esfuerzo, me obligué a apartar la vista de Hythro hacia él.

—¿Qué es lo que quiere? —inquirió Akhliss, fui capaz de detectar el temblor en su voz.

Asmodeo levantó una mano en señal de que se callara.

—No me estoy dirigiendo a ustedes —dijo en un tono hosco, sin mirarla—. Es Amy quien quiero que responda.

Azazziel volvió a poner un brazo delante de mí, mirándolo con la cabeza baja y el odio destilando en sus ojos grises.

Asmodeo respiró hondo y miró a Naamáh por un segundo. La diablesa se veía cansada, ahora respiraba con normalidad, pero tenía vestigios de sudor, heridas y sangre en su rostro y cuello. Ella se arregló el vestido antes de dedicarle una mirada confundida, con el ceño hundido.

Los ojos carmesíes del demonio volvieron a fijarse en Azazziel y en mí.

—Es el único modo en que los cuatro pueden salir de aquí —replicó con voz serena pero inflexible, avanzando con lentitud y total seguridad—. En esta fortaleza hay muchos más demonios que se sienten atraídos por el llamativo aroma que emana el alma de esta mortal, y estoy seguro de que pelearían por ella sin meditarlo con tan solo una orden mía. —Sus labios se curvaron en una sonrisa maliciosa—. Y noto que ya están exhaustos. No tengo problema alguno en llamarles para que vengan aquí a combatir contra ustedes por ella...

—¡No! —exclamé.

Azazziel giró el torso y me miró con el ceño muy fruncido, visiblemente enojado.

—Cállate —me siseó con los dientes apretados.

—No —mascullé viéndolo fijo y, sin esperar por su respuesta, salí del escondite impuesto por sus enormes alas. Clavé la mirada en Asmodeo—. ¿Cuál es el trato?

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